Matómela un ballestero

Evangelina Sobredo ("Cecilia")


Tenía una gata de nombre Luna, 
Era de plumas de ruiseñor. 
Sus ojos eran de vidrio verde, 
Su hocico negro de cartón. 

Murió mi gata de angora blanca, 
Murió mi trozo de ilusión, 
Y entre cuatro la llevamos 
Envuelta en paño de algodón. 

Cavé un hoyo detrás de un chopo, 
Con mi cuchara y mi tenedor. 
La he cubierto de arena fina 

La he rezado un padrenuestro, 
Y he llorado mi último adiós. 
Que sola muere mi gata Luna, 
Que sola y triste vivo yo.

             (Eva Sobredo, Mi Gata Luna, 1972)

The Lady of Shalott


John William Waterhouse, The Lady of Shalott, 1888, Tate Britain


Aquel viernes de Abril fuimos otra vez los cuatro a acampar el fin de semana en la explanada junto a la pequeña rada oculta del embalse. Se había convertido en ritual ir allí al terminar el invierno. La excusa oficial era componer y preparar un nuevo repertorio para la temporada, por lo que nos llevábamos las guitarras. Acampábamos junto a un bosquecillo de encinas por encima del talud que dejaba al descubierto el bajo nivel del agua. Las chicas no podían venir: Eran una distracción. Debían creer que nos íbamos de juerga. Cierto es que circulaba algo de marihuana, pero eso era todo. Y siempre regresábamos con canciones nuevas, y al menos un par de ellas nos parecían buenas. Entonces.

Una de aquellas tardes, mientras veíamos ocultarse el sol tras la sierra  del otro lado del pantano, tanteando las guitarras en busca de algún riff inspirado, el "Acorde Perdido", un coche descendió a la explanada desde la carretera próxima. No podían vernos, pero nos ocultamos ya que no estábamos seguros de que aquello no fuera propiedad privada. El coche era un Maserati Biturbo, un vehículo que parecía fuera de lugar allí y en aquel momento.

El coche se detuvo y de él descendió una mujer, sola, de aspecto más bien urbano, bright city woman, llevando sólo una bolsa pequeña de lona. Se acercó al borde del agua y gritó:  "¡Barquero!".

Recordamos entonces que de aquel sitio partía un camino que en el pasado atravesaba el valle y que, cuando se construyó el pantano, la empresa tuvo que comprometerse a mantener la comunicación con la otra orilla por un periodo quizá de años. Por eso estaba el barquero. En la otra orilla —el pantano tendría medio kilómetro de ancho en aquel punto— había una única casa, inaccesible por carretera, casi oculta tras una fila de cipreses.

La mujer volvió a llamar al barquero. Una voz, débil por la distancia, le respondió desde la otra orilla. La mujer levantó la vista hacia donde nos encontrábamos y pareció quedarse escuchando, inmóvil, como suelen hacerlo los animales salvajes. Permanecimos ocultos, hablando en susurros, como críos. 

En la luz decreciente del crepúsculo, distinguimos en la otra orilla a un hombre arrastrando una pequeña barca hasta el agua. Se subió a ella y comenzó a remar hacia nuestro campamento. La travesía le costó casi media hora y, cuando estaba ya cerca, vimos una silueta en la proa, un perro silencioso mirando al frente como un mascarón vivo.

La barca tocó tierra. La mujer subió a bordo ayudada por el barquero y se sentó muy rígida en la bancada de popa. El hombre puso de nuevo la barca a flote y comenzó a remar hacia la otra orilla. Al poco el perro se arrojó al agua y empezó a nadar tras la barca. Luego debió cansarse y el barquero le subió a bordo, donde se sacudió el agua con la energía con que lo hacen los perros. La mujer se protegía de las salpicaduras con gestos de desagrado. Les oíamos conversar en voz baja en el silencio del atardecer. Y poco después, ya en la lejanía, la voz de la mujer cantando sottovoce. No reconocí la canción, pero sí oí claramente el final:



…Qué sola muere mi gata Luna,
Qué sola y triste vivo yo.


             *   *   *


El fin de semana fue bastante productivo. Dejábamos pasar el tiempo pacíficamente tarareando y haciendo correcciones a las melodías que acabábamos de inventar. Y el domingo recogimos todo y nos marchamos. El Maserati seguía aparcado donde lo dejara la desconocida dos días atrás.

Un par de meses después, ya bien entrado el verano, pasé por aquel lugar y me pudo la
curiosidad. Bajé hasta la explanada y vi el Maserati exactamente en el mismo lugar. Pensé que la mujer iría con regularidad a la casa de la otra orilla. Pero de pronto tuve un mal presentimiento, sin ninguna razón pensé que el vehículo no se había movido desde la anterior vez que lo vimos allí. Y mi intuición se confirmó al ver que le habían quitado las ruedas. Estaba muy sucio, pero por lo demás parecía intacto, las puertas estaban cerradas y el interior vacío.

Un coche abandonado es siempre una visión melancólica. Más aun en aquellas
circunstancias. Y para que no faltara nada, recordé el cuadro de Waterhouse y los versos:


She floated down to Camelot:
And as the boat-head wound along 
The willowy hills and fields among, 
They heard her singing her last song, 
The Lady of Shalott.


             *   *   *


Muchos años después, cuando mi memoria había ya borrado todo aquel episodio, pasé un día por la explanada junto al pantano. Y de pronto recordé y bajé hasta nuestro viejo campamento.

El nivel del agua estaba muy bajo, por la falta de lluvia en los últimos años. Ya no había barquero ni se veía la casa de la otra orilla. Me acerqué hasta el lugar donde estuviera años atrás el coche abandonado. Sólo una leve mancha oscura de restos de aceite marcaba el lugar. No puedo creer que esté escribiendo esto. Bajé por la ladera seca del pantano y vi un bulto cubierto de arena sobresaliendo en lo que antes fue el fondo de las aguas. Se me encogió el corazón: Eran las cuadernas de lo que había sido una chalupa.

Y como una revelación, entendí lo que no había visto el primer día, y que ahora me parecía tan evidente: La mujer desconocida no tenía intención de regresar cuando llamó al barquero, había cruzado el lago para quedarse.