Lágrimas en la lluvia


Sean Young, Blade Runner, Ridley Scott, 1982


26 de Diciembre. Acaba de pasar la Navidad pero estamos todavía en esa época difusa que llamamos «Fiestas Navideñas».

Entro en el modesto restaurante, el de menú a nueve euros, donde suelo comer con cierta frecuencia. Estoy solo. Para mí la soledad no es un estado negativo de por si; sólo una forma de vida, casi una elección.

Me prestan el periódico por ser cliente habitual. Cuando voy por mi segunda cerveza, mientras me preparan la sopa castellana, entra un grupo de tres personas. Un hombre de edad indefinida, pero claramente mayor que yo; la que parece ser su mujer y que presenta todos los signos de haber pasado por un ictus; y el hijo, un mozalbete en sus veinte, cuya única preocupación es no perderse nada importante de sus redes sociales. Se sientan en una mesa enfrente de la mía.

El hombre del trío ayuda a comer a su mujer, que obviamente tiene dificultad para mover las manos. El hijo sigue atento al móvil y las fascinantes informaciones que por él le llegan.

Comen sólo un plato, así que les sacan ya los cafés cuando yo voy todavía por el segundo. Trato de concentrarme en algún editorial interesante del periódico, para lo cual tengo que abstraerme de ese "20 de Abril" de Celtas Cortos, que suena a un volumen quizá demasiado alto, desde el altavoz de ambiente justo encima de mi cabeza.

Les observo con un poco más de atención. Parecen de clase media y relativa solvencia. Me fijo más en el aspecto de ella, el marido es un ser neutro, en todos los sentidos del término, que seguramente ha decidido hace tiempo observar sin emoción la realidad que le rodea; y el hijo tiene toda la pinta de ser un completo inútil, que acabará yéndose a trabajar a Alemania, si reune valor para ello, o más bien viviendo con sus padres mientras le sea posible.

Se levantan. El marido le ayuda a ella a ponerse un abrigo de ante negro con cuello de piel gris de marmota. Ella se da la vuelta para ponerse la manga derecha y queda frente a mí, me mira. Parece sentir en las brumas de su mente la intensidad de mi mirada. Por un momento creo estar viendo a Rachael. Hace una muy leve inclinación de cabeza. Respondo con el mismo gesto. Mientras los otros están en otras cosas: el marido pagando la cuenta y el hijo hipnotizado por el móvil.

Sigo mirándola. Le sonrío. Le mando un mensaje telepático «Al final, al final del todo, todo va a terminar bien». Capta el mensaje y me sonríe, hasta donde le permite su parálisis facial.

No sé si es del todo consciente de lo que acaba de pasar.