Último día de playa




El día en que nació Roberta, todos los parientes y amigos que fueron al hospital a visitar a los felices padres, estuvieron de acuerdo en que era un bebé muy hermoso.

Roberta consideraba estas opiniones años más tarde, sin entender cómo la gente podía decir tales cosas. Parecía evidente que los recién nacidos eran algo así como pequeños monos rugosos y amoratados, todos igualmente feos. Sólo las miradas arrobadas de unos padres podían ver otra cosa. Ella misma debió de ser igual de fea al nacer, y la cosa no mejoró.

Los comentarios de los conocidos fueron cambiando. Al cabo de algunos años ya no decían de ella que fuera una niña muy mona, sino algo más drástico: que las niñas monas rara vez llegaban a convertirse en mujeres hermosas, implicando con ello una rara ventaja en el hecho de ser fea de nacimiento.

Lo cierto era que su fealdad no le molestaba demasiado. Más que fea, se consideraba vulgar, desmañada, del montón, pero tampoco llamaba la atención. Como suele decirse, no hacía llorar a los niños.

Hasta que un día hizo un descubrimiento. Ayudándose de dos espejos, el del lavabo y otro de mano que su madre utilizaba para depilarse las cejas, se vio de perfil por primera vez en su vida.

Todas sus esperanzas se vinieron abajo entonces con un estruendo casi audible: No es que fuese vulgar, es que era fea en todo el sentido de la palabra, hasta tal punto, que no conseguía recordar a ninguna otra conocida suya que lo fuera en mayor grado.

El tembloroso espejo revelaba por primera vez la verdad en toda su magnitud: La frente se unía con la nariz, sin transición; los ojos, demasiado hundidos, daban a su perfil el pavoroso aspecto de un ave de presa buscando roedores; la nariz era ancha y demasiado marcada, los orificios apuntando agresivamente al frente; las cejas  pobladas y juntas; la boca, pequeña y en retroceso; la barbilla casi inexistente; el cuello largo; el pelo estropajoso; las orejas grandes.

Roberta estuvo llorando toda aquella tarde.

El descubrimiento trajo consigo algunos cambios. Perdió el poco interés que sentía por cosas como el maquillaje, el peinado o los vestidos; supo que nunca la elegirían para ningún papel en una obra de teatro del colegio, excepto posiblemente, como bruja o malvada madrastra; comprendió por qué los chicos le prestaban la misma atención que a un objeto inanimado, y supo con fatal certeza que nunca conocería a ningún chico, en todos los sentidos del término "conocer". Y descubrió, a una edad demasiado temprana que todas sus fantasías románticas eran estrictamente eso, y por lo tanto, estaban condenadas a formar parte del grueso herbario de los sueños marchitos.

*  *  *

Una tarde de Octubre, Roberta estaba sentada en la pequeña escalinata que daba al porche de su casa.

El verano había terminado. El sol ya no era el mismo, estaba mucho más bajo en el horizonte y apenas calentaba a pesar de la hora. Roberta acababa de comer hacía sólo un rato.

Apoyada contra la barandilla, contemplaba su falda plisada, en la que algo no terminaba de 
convencerle. Como si se tratase de una prenda cedida por alguna hermana mayor, cuando en realidad la había comprado con mucha ilusión el año anterior.

Su madre apareció en lo alto de la escalera.

—Roberta, ¿vas a ir por fin a la fiesta ?

Había una fiesta en el colegio para celebrar el retorno a clase. Por algún motivo, la dirección había decidido que el inicio del curso era algo a celebrar. Seguramente querían compensar a los críos del pequeño disgusto que siempre representa el final de las vacaciones.

Roberta trató de dar a su voz un tono mezcla de cansancio e indiferencia.

—No mamá, creo que no iré.

Su madre permaneció unos instantes en la puerta. Roberta podía notar la mirada clavada en su nuca. Finalmente, la puerta se cerró.

Unos niños se acercaban por el camino que había ante la casa. Eran de su colegio, y por su aspecto, algo más elegante de lo habitual, se dirigían a la fiesta. Le hacían señas con la mano. Parecían invitarle a que les acompañase.

Roberta les sonrió vagamente, afectando un gesto de desinterés. Se incorporó y subió los escalones hasta la puerta. Cuando iba a abrirla pareció cambiar de opinión, y retrocedió dirigiéndose al camino. A unos cincuenta metros de la casa, cogió un estrecho sendero, que discurría entre dos campos sembrados. Tras cruzar un bosquecillo de álamos, llegó hasta la carretera.

Miró a ambos lados sin ver a nadie. Era una carretera estrecha,  bordeada por dos hileras de árboles, y con poco tráfico en aquellos momentos.

Torció a la derecha y comenzó a andar por la carretera, esquivando los árboles, pasando por la derecha de uno, y por la izquierda del siguiente, hasta que oyó el ruido de un vehículo aproximándose.

Se asomó a mirar por detrás de un grueso tronco. Era un camión de grandes dimensiones, de color rojo y con el radiador niquelado. Casi sin pensar lo que hacía, levantó la mano.

Con gran estruendo de frenos de aire comprimido, el camión frenó a su lado. Se abrió la puerta y asomó la cabeza del conductor.

El hombre, que parecía un enano en comparación con el vehículo, le miró con curiosidad.

—Te llevo a alguna parte ?

Desoyendo todas las recomendaciones familiares sobre el trato con desconocidos, Roberta le dijo sonriente que iba al pueblo próximo.

—Bien, a ver si se me pasa el sueño. Sube.

No fue nada fácil subir hasta allá arriba. El camionero tuvo que cogerla de la mano y subirla en volandas. Luego cerró con un portazo tremendo.

Todo parecía gigantesco en la cabina del camión, el volante, las palancas y el propio asiento. Hacía un ruido terrible, y todo temblaba a medida que iba acelerando.

—Cómo te llamas ? Ah, Roberta. Bien, esta bien ese nombre, es original.—Roberta pensaba tristemente que ni siquiera tenía un nombre bonito como Silvia o Cristina —Llevo unos troncos al puerto. Son sólo dos, pero uf, lo que pesan. Me duermo cuando conduzco, una vez me salí de la carretera. No, no pasó nada, se cayeron todos los bidones, aquella vez llevaba bidones de fuel. Si viene alguien me distraigo y no me entra sueño. ¿Sabes cantar? ¡Oye! ¡No te habrás escapado de casa!

Roberta le tranquilizó hablándole de unos imaginarios familiares que vivían en el pueblo siguiente.

Al rato, la carretera empezó a correr paralela a la playa. Roberta trató de pensar en cuánta distancia habían recorrido, y le pareció poca.

La vista de la playa le hizo recordar momentos gratos del verano que acababa de terminar. Había pasado largas tardes sentada en las dunas, tomando el sol y sin pensar en nada. Aquella playa era un sitio amigable, siempre desierta, con pequeños animales que tenían algo de cómplices, con las gaviotas que daban tanta sensación de paz, y el ruido de la brisa en las cañas de las dunas. La playa era como un refugio al aire libre, y siempre se sentía dichosa cuando llegaba el verano.

Pensó entonces en acercarse a la playa, y le dijo al camionero que parase.

—Todavía quedan lo menos cinco kilómetros hasta el pueblo…

Roberta le dijo que en realidad iba a unas casas cercanas, señalando un grupo de villas de madera que había cerca.

—Y ya podrás volver ?
—Claro, alguien me llevará, lo he hecho muchas veces.

El camión frenó con grandes temblores, en la arena que invadía parcialmente la calzada. Roberta descendió por los precarios peldaños, dio las gracias al conductor y saludó con la mano.

Esperó hasta que el camión se hubo perdido de vista, y entonces, se dirigió a la playa. Atravesó un terreno de dunas que separaba la playa de la carretera. Eran dunas de un par de metros de altura, cubiertas de hierbas largas y delgadas. La arena estaba tibia aún, y Roberta se quitó los zapatos.

Caminó deteniéndose de vez en cuando a observar las huellas de escarabajos y de gaviotas, y algunos objetos curiosos dejados por la marea. El mar empezaba a tomar un tono amarillento a medida que el sol descendía.

Al poco, llegó a la playa, que era ancha, de arena lisa y húmeda, y se acercó al agua. A aquella hora, la marea estaba en su punto más bajo, y ya empezaba el oleaje que anuncia la nueva pleamar.

Paseando por la orilla, las olas llegaban de vez en cuando hasta ella y le mojaban los pies. El agua estaba sorprendentemente cálida. Último día de playa.

Se metió en el agua. Cuando ya la falda se había mojado, pensó que debía habérsela quitado, hizo un gesto de mirar hacia atrás, como dudando si retroceder y quitarse la ropa, pero continuó avanzando.

Llegó al punto en que las olas apenas empezaban a romper. Llevaba los brazos algo levantados, y saltaba ligeramente ante cada ola que la atravesaba.

Roberta continuó avanzando. Su cabeza aparecía y desaparecía de las crestas cubiertas de espuma, hasta que una ola más alta que las anteriores la cubrió, y ya no volvió a aparecer.



6 comentarios:

  1. Creo que en la sociedad contemporánea hay un mal peor que la fealdad: la gordura.

    Tu texto, aunque tiene un hilo conductor bien definido, serpentea, y en la parte del camión me has hecho pasar un susto...

    Visto desde fuera, el problema de Roberta (un nombre precioso) no es más que la proyección de su futuro en negativo por ser fea, ¡y qué casualidad! Esto nos ocurre a todos en mayor o menor medida a esas edades... Lo cual no quiere decir que haya que minimizar su problema, todo lo contrario, sino situarlo en su verdadera dimensión. Ser fea no es motivo para suicidarse, a menos que se esté deprimida, pero que un joven tenga que vivir el problema de la fealdad, la obesidad...es una lástima, y más si sufre acoso.

    Besos.

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    1. Es curioso. El cuento original, con algunas variaciones, data de hace varios años. Entonces su lectura era del todo distinta: Nadie hubiera visto nada ominoso en el camionero, la obesidad no se consideraba un problema en la adolescencia, ni se hablaba de acoso… Me limité a narrar unos hechos sin moraleja ni mensaje. Por eso resulta curioso ver como su interpretación ha cambiado tanto con el paso del tiempo. Tus comentarios me lo han hecho ver. Gracias.

      Y aunque creo que no lo expresé con suficiente claridad, la idea se basaba en el mito del nacimiento de Venus-Afrodita en filmación inversa.

      Saludos.

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  2. Parece que Roberta no se encontraba cómoda ni en su cuerpo ni en el mundo. Aunque supongo que una cosa va unida a la otra.
    Es triste que el aspecto físico sea tan importante, pero creo -al margen de los cánones de belleza que rijan en la sociedad en cada época- que por naturaleza el ser humano tiende a buscar la belleza, la armonía, y rechaza, incluso de manera inconsciente, lo que no encuentra bello. Quizá deberíamos haber evolucionado de modo que no nos importase de ninguna manera la falta de belleza en las personas, pero creo que ocurre justo lo contrario, que cada vez se le da má importancia a la belleza y creo que eso genera mucha ansiedad en la sociedad.

    El relato también genera un poco de ansiedad, pero eso, literariamente, es buena señal.

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    1. La dicotomía entre bello y feo aplicado a las personas es difícil de obviar, porque seguramente es un rasgo evolutivo que asociamos con la salud, e indirectamente con la aptitud para la reproducción.

      Deberíamos haber evolucionado en la forma que dices, siendo la igualdad un desiderátum de nuestra sociedad, pero me temo que es tarea difícil, como ya explicaba Kurt Vonnegut en su cuento "Harrison Bergeron".

      Saludos.

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  3. Pobre Roberta.
    He estado pensando mientras te leía que ese camionero iba a hacerle daño y al final ha sido ella misma la que se lo ha hecho. Es complicado encajar en una sociedad que parece solo basarse en la estética y cuan importante es tener herramientas para valorar que hay otras bellezas y no solo las físicas que son muy importantes pero eso que se ve de adulto es muy difícil reconocerlo de joven. Como dicen Sara y Ángeles estamos en una sociedad en que se valora al otro por el aspecto físico, a veces sin mirar más allá y se hace sufrir de manera innecesaria a las personas que son diferentes. Da mucha pena ver tantas personas que sufren como Roberta y que como ella deciden dejar de sufrir. Ojalá no fuera así.
    Besos

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  4. Pobre Roberta. Y pobre camionero, objeto de todas las suspicacias.

    Como digo en repuesta a otros comentarios, es difícil abstraerse al aspecto físico de las personas, que condiciona, desde el primer instante, nuestra valoración de los demás.

    Todos queremos ser aceptados, todos decimos que debiéramos ser iguales. Pero no es así. Y Roberta lo sabía.

    Gracias y saludos.

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