Tarde de domingo en Con Negro

 


Cuando le dije a un antiguo amigo del colegio que iba a pasar unos días en Galicia por motivos de trabajo, me dijo en seguida que aprovechara el viaje para hacerle una visita a él y a su familia a la que yo no conocía —mujer y dos niños— y pasar unos días de descanso en su casa.

Esa clase de ofrecimientos terminan siendo un arma de doble filo, un regalo envenenado. Por un lado, el estar viviendo de gorra en casa de un amigo le pone a uno en situación de desventaja: ellos no aceptarían que yo les invitase a comer o les compensara de alguna manera. En todo caso recibirían un regalo a mi llegada, algo casi simbólico, una especie de pago sobreentendido, al modo de los intercambios de regalos en la cultura japonesa. Pero ellos no eran japoneses, eran españoles. Mi amigo haría exhibición de sus triunfos, su bonita casa de veraneo a orillas de la Ría (¿qué Ría?), su coche, esposa, hijos y smartphone. Todo lo que un ciudadano de su perfil espera alcanzar en el cénit de la vida. 

Pero por otra parte, su satisfacción por alardear de sus logros, no le compensaría de la sensación, algo opresiva, de tener en casa a alguien que no es de su clan.

De cualquier forma acepté (tras negarme el número de veces que el protocolo exige) y lo consideré uno de esos óbolos que la vida social nos reclama de vez en cuando. Intentaría aprovechar lo que de bueno tuviera la ocasión, por ejemplo, comer bien, eso que ahora llaman gastronomía.

Los días pasaron con relativa paz. Los niños no me importunaban, estaban muy bien educados; la esposa me dejaba suficiente espacio privado, sin intervenir apenas, un rol de esposa casi al estilo del Medio Oriente. Y él, "mi amigo", era el único algo pesado. Se empeñaba en darme conversación, cuestiones nada originales, política, economía… Hablaba como si fuera experto en ambas cosas. Bueno, creo que todos lo hacemos, especialmente en las situaciones que podríamos llamar de relaciones sociales, donde no hay ni intimidad, ni tampoco total desconocimiento: más bien algo intermedio.

Mi fama —que tántos años me había costado cultivar— de persona introvertida y algo aburrida, me permitía algunos ratos de soledad, paseos, paisajes, fotos, las aves del Atlántico… bueno, tengo que reconocer que en conjunto, fueron unos días agradables.

Y uno de estos días me llevaron a la playa. Dada mi desconfianza instintiva para con el mar, esperaba que no empezaran a presionarme con el clásico "¿no te bañas?". El clima por allí puede ser tán caluroso en verano como en cualquier otro sitio, aunque el viento fresco y húmedo del noroeste lo disimule. Pero seguro que el agua del mar estará helada, de eso no tengo duda.

—Te voy a llevar a un sitio que te va a encantar, a tí que te gusta la fotografía— me dijo mi amigo. Y fuimos a una playa que no se veía hasta llegar a ella, ya que estaba oculta tras una enorme duna. Al subir a lo alto de la arena, comprobé que mi amigo tenía razón. Era un lugar de rara belleza a pesar de su simplicidad: una playa pequeña, de no más de cien metros, salvaje, intocada. Una acusada pendiente arenosa, y dos promontorios rocosos de poca altura en ambos extremos le daban un aire de refugio, pero sin la sensación opresiva de esas calas escondidas entre acantilados.

La arena era muy gruesa, arena clara de granito, y en la playa no había nadie, ni siquiera huellas. Mientras ellos se instalaban, como siguiendo un ritual bien aprendido,  yo me acerqué a uno de los promontorios del extremo con la excusa de hacer fotos. Al llegar arriba me encontré con que al otro lado, había otra playa idéntica, también vacía, excepto por una larga y gruesa cuerda de amarre, deshilachada por el mar y el sol.

De repente tuve la sensación de conocer el lugar, de haber visto en una visita anterior una barca, una barca de apenas tres metros, una de esas pequeñas barcas de colores vivos, algo despintada por el sol, amarrada a la cuerda. Pero era imposible: nunca había estado allí, estaba seguro.

Descendí por la arena y vi que había alguien. Una mujer sentada en una silla de lona, bajo una enorme sombrilla azul y blanca que en vez de clavada en la arena, estaba volcada. No entendía cómo no la había visto antes. Me acerqué por la línea de la costa para que me viera sin sorprenderse, pero no me prestó mucha atención. Cuando pasé ante ella, le saludé brevemente y ella hizo lo mismo.

Edad indeterminada; 40 o 50 años; vestido largo sin mangas, de color desvaído, casi ibicenco; sombrero panamá. Tuve la tentación inmediata de hacer una foto. El encuadre era perfecto. La mujer allí sentada leyendo bajo la gran sombrilla, sola en la playa recoleta y desierta, la sombra proyectada sobre el blanco talud arenoso.

Ya me estaba alejando cuando dijo:

—Usted no es de por aquí ¿verdad?

Regresé hasta donde ella estaba. Me miró a través de unas gafas de sol redondas, de estilo falsamente antiguo.

—No, estoy pasando unos días con unos amigos.
—Pero sí recuerda haber estado aquí antes…

Aquella observación me dejó desconcertado.

—Sí, así es, esa es la sensación que tengo… ¿cómo lo ha sabido?
—Sucede mucho en este sitio, la gente viene como perdida, saben que les recuerda a algo, pero no pueden dar con ello. Como cuando uno despierta recordando un sueño, y si deja pasar unos minutos el recuerdo se desvanece y es imposible recuperarlo.
—Se me hace muy raro que hable así… ¿Doy esa impresión de extravío?
—Por supuesto. Y no sabe cuánto. Debo decirle que lo lamento. Si regresa a la playa de al lado, donde se han quedado sus amigos, verá que ya no están. Realmente usted ha venido solo. Aunque se ha creado una ilusión, todo eso de "unos días con sus amigos"… una excusa para llegar hasta aquí.

Me reí un poco forzadamente.

—Parece usted una psicóloga experimentando con los turistas, le aseguro que me está inquietando. Si es lo que pretendía, lo ha conseguido.
—Algo más que inquietud. Sueño o realidad. El problema es que hay que escoger. No se pueden tener ambas cosas a la vez. Y usted es un buscador de sueños. Y muy ávido. Ha hecho su elección, y ahora ya no hay realidad. Bueno, me voy a retirar. El sol está muy bajo.

Mi desconcierto aumentaba. Debí de poner cara de cuando a uno le roban la cartera. 

Se levantó, cogió su silla plegable y un gran bolso de loneta y empezó a subir por la pendiente de la playa.

—Se deja la sombrilla.
—Sí, suelo dejarla ahí, nadie la va a tocar.
—Bueno, pues… buenas tardes y hasta otra.
—Adiós. Y anímese, no ponga esa cara de pasmo.

Llegó a paso lento a lo alto de la playa y desapareció tras la duna. Hice una foto de la sombrilla desplegada, apoyada en el suelo junto al agua. En aquel momento me pareció una buena foto.

Regresé a la otra playa, y sentí como un calambrazo en la espalda al ver que estaba desierta. ¿Cómo podía ser? Había llegado allí con mi amigo y su familia. No podía haber transcurrido tánto tiempo, y sin embargo, el sol estaba ya casi poniéndose, tal y como había observado la mujer.

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué es esto? El pánico se abatió sobre mí al comprobar que, por más que me esforzara, no recordaba algunas cosas, igual que se olvidan los sueños. Me costaba recordar los últimos días, pero lo que acabó de aterrorizarme del todo fue el comprobar que no recordaba mi nombre.

De entre los recuerdos que se iban deshaciendo en mi mente como el humo que se dispersa, me llegó, o más bien retuve en mi memoria el eco de una frase que mi amigo le había dicho a su mujer "vamos a ir a la playa de…" y el resto se perdía. Eran dos palabras, dos palabras sin sentido para mí, que se agitaban en mi cerebro como dos pájaros volando alocadamente, dos palabras que pronto se perderían en el olvido, dos palabras: Con Negro


…Crying, "Where are the footprints 
that danced on these beaches
and the hands that cast wishes 
that sunk like a stone?"

My dreams
with the seagulls fly
out of reach 
out of cry

(Joni Mitchell, Song to a Seagull, 1968)