Tatiana

 


Llegué con tiempo al restaurante en el que había quedado con Otto. Pregunté por la mesa reservada a su nombre. El encargado, demasiado afectado para mi gusto, me condujo a una mesa en el centro del local. Algunos empleados de hostelería confunden la atención al cliente con el histrionismo. Bueno, serán cosas mías.

—Una mesa para tres ¿verdad?
—Sí, eso es, gracias.

Para tres. Otto me había dicho que le acompañaría su hija. Comer con un cliente con niño —adolescente quizá— no era muy prometedor. Me preguntarán si soy anti-niños. No tengo ningún reparo en reconocer que así es. Si me gustasen los niños tendría una familia. Pero mi sentido de la libertad total no me ha llevado por ese camino. Sea como sea, hay que enfrentar las situaciones como se presentan.

—¿Tomará algo mientras espera?
—Sí, gracias, una cerveza, una cualquiera, ligera, Carlsberg, Budweiser, da igual.

El restaurante era de los que se esfuerzan por mantener una apariencia de local clásico y exclusivo. La decoración era impecable, algo recargada. Cuadros de galgos, de caballos, luz tenue pero suficiente, un toque de estilo inglés. Las sillas cómodas. Esto parece una tontería pero yo lo valoro mucho. Manteles y servilletas de blanco impoluto y buen tejido. Cubiertos de alpaca, pesados, de tacto agradable.

Creo que Otto quería dejar una buena impresión. Me suele ocurrir que mis clientes son los que intentan impresionarme a mí, cuando debiera ser al revés.

Estaba con mi cerveza cuando apareció Otto.

—No te levantes. ¿Cómo va todo? Voy a pedir otra cerveza para mí. Parece que no te gusta eso de las cervezas modernas, oscuras y turbias ¿verdad? A mí tampoco. Casi preferiría una caña de toda la vida, pero aquí no hay.

Otto me había contratado para hacer un estudio de un sistema de seguridad de la empresa de la que era precisamente director de seguridad. En nuestros primeros encuentros congeniamos en seguida, y las negociaciones avanzaron con facilidad. Aunque yo no perdía de vista lo que me dijo un colega hace tiempo: «Recuerda siempre que un cliente es un cliente, aunque a veces te parezca un amigo; y lo mismo con tu jefe: no es tu compi, es tu jefe, por mucho que parezca un amiguete. Te dará una patada en el culo en cuanto se lo ordenen. Sé amable, échate unas risas con él si procede, pero no lo olvides: es tu jefe.»

—¿No iba a venir tu hija?
—Sí, debería… mira, ahora llega.

Yo estaba sentado de espaldas a la puerta, así que no la vi venir. Esta frase tiene dos sentidos que, como se verá luego, son ambos apropiados.

Otto hizo un gesto que me pareció inusual: se puso de pie, casi en posición de firmes y la esperó sonriente. Yo me levanté también y miré hacia la puerta. El contraluz del exterior sólo me permitía ver una figura alta que avanzaba hacia nosotros con paso algo lento. Yo creía que la hija de Otto era una colegiala, pero nada de eso. Para los lectores con tendencia a perder el hilo, advertiré que estoy a punto de hablar de una mujer.

Otto hizo las presentaciones.

—Mi hija Edda.

Edda me dio la mano con firmeza y me quedé mirándola. De pronto me di cuenta de que debía decir algo, estaba paralizado y ella sonreía con curiosidad. Un nombre me vino a la mente, «Tatiana», y dije alguna frase convencional, de esas que se sacan del cajón de frases que hay que decir cuando procede.

Edda, Tatiana, estaba en el entorno de los veinte años. Alta, 1,75, con una apariencia por completo fuera de lo común. Yo esperaba una joven con jeans, un sweatshirt con el nombre de alguna universidad anglosajona, una pequeña mochila. Y lo que tenía delante era a Tatiana. Tatiana Nikolaievna Románova, segunda hija del último zar, Nicolás II, muerta el 17 de Julio de 1918 en el sótano de la casa Ipatiev, Yekaterinburg.

Pelo color caoba peinado en dos trenzas formando una corona al estilo alemán. Ojos grises, rasgados, más asiáticos que eslavos. Vestido largo color beige cayéndole desde los hombros hasta las rodillas. Sin bolso, sin móvil en la mano (esto era casi mágico), sin apenas aderezos: dos pendientes diminutos a juego con un colgante art nouveau. Años veinte. Sólo le faltaba un largo collar de cuentas y estaría lista para bailar el charleston.

Edda rompió el encantamiento.

—¿Nos sentamos? Y yo también quiero una Carlsberg.

Otto hizo otro gesto poco habitual. Sujetó el respaldo del asiento de ella para acomodarla.

Miramos la carta e hicimos el pedido. Nada inusual. Parecía que nadie tenía apetito.

Como Otto y yo ya nos habíamos dicho todo lo necesario, y él comía algo distraído, yo me dedique a observar a Edda y oírle hablar.

—Estudio diseño industrial. Estoy a punto de acabar. No, no me dedico a decoración y eso. Diseños de cosas más corrientes, mobiliario de baños, de cocina… Si has usado un microondas alguna vez, (puso cara de "no creo que uses mucho un microondas". Ay Edda, claro que lo uso, y mucho más de lo que supones) te habrás dado cuenta de lo mal diseñados que están. En todos los sentidos. Ergonomía y función, eso es todo. Y por supuesto, economía en la fabricación, durabilidad, servicio post-venta simple, materiales reciclables… Te estoy aburriendo ¿no?
—No, no, me encanta enterarme de cosas técnicas de fuera de mi ámbito. Soy muy curioso.

No me pasó desapercibida la extrema corrección con que Edda se comportaba en la mesa. Apoyaba los antebrazos, nunca los codos; usaba los cubiertos con precisión, aunque con la ligereza de una larga práctica; no hablaba con la boca llena; se limpiaba los labios con la servilleta antes de beber, pero sin afectación. Hablaba y reía siempre sin levantar la voz.

—Pareces un tío simpático. (y bajando la voz) Papá me había dicho que eras una especie de científico loco, un misántropo agobiándole con la seguridad y todo eso.

Nos empezamos a reír y Otto levantó la cabeza.

—¿De qué habláis?
—Edda dice que me tienes por un maniático de la seguridad.
—¡No, no, yo no he dicho eso!— Edda hizo un gesto de contención, consciente de haber levantado la voz. Creo que fue en ese instante cuando empezó el proceso. El proceso suele ser bastante rápido, y por lo general el inicio pasa desapercibido. Hasta que es demasiado tarde. No es mi caso. Por temperamento estoy siempre observándome y me doy cuenta en seguida. Pero como resulta agradable, a veces me dejo llevar hasta que una neurona especializada que tengo en la cabeza me avisa de que debo echar el freno. 

***

Terminada la comida, antes de que empezáramos a pensar en pedir café, Edda se levantó de repente.

—Me voy. Tengo una clase. Adiós papá. Ya nos veremos—. Y dirigiéndose a mí: —Encantada, ciao.

Se levantó y salió sin más. Y el local quedó como vacío. Y yo ya no supe si estaba comiendo, si estábamos en los postres, en los cafés o qué.

Otto me miró con atención.

—¿Verdad que te ha gustado Edda?

Me invadió una terrible sensación de vergüenza, como un colegial sorprendido en algo innombrable. Intenté desviar la conversación.

—Es muy graciosa, todo eso del diseño industrial… por cierto, la has educado muy bien.
—Bueno, el mérito es de mi mujer que es un poco cursi. Yo siempre digo que Edda empieza a parecer una de esas chicas a las que educan para entrar en el mundo de las relaciones sociales. Y en vez de eso, le ha dado por el mobiliario de cuartos de baño. No me digas que la cosa no tiene…
—No te quejes. No importa a qué se vaya a dedicar. Una buena educación nunca está de más.

Conversamos brevemente sobre el trabajo. Otto defendía la idea de seguridad basada en artilugios tecnológicos, como en las películas del tipo Misión Imposible, encriptación, reconocimiento de huellas dactilares, imágenes de la retina, cosas así, mientras que yo le insistía en algo más básico: control de acceso de las personas a los sitios donde estaba la información que había que proteger, por ejemplo.

Al rato, tras un par de copas de coñac, eché una mirada a mi reloj, un gesto de lenguaje corporal con el que se indica que la reunión ha terminado.

—Me voy a tener que ir. El avión es a las siete y tengo que pasar por el hotel a recoger la maleta.
—Bien. ¿Quieres que te lleve?
—No, gracias Otto, me las arreglo.

Llegó la cuenta y nos levantamos mientras Otto pagaba.
 
—Entonces quedamos a partir del catorce— dije. —Traeré el proyecto retocado y tú hablas con la junta.
—De acuerdo. Me llamas en una semana más o menos para quedar.

Nos dimos la mano.

—Gracias por la comida. A ver si sale todo bien y nos apuntamos un tanto. Mis saludos a Tatiana.

Otto me miró con gesto de sorpresa.

—¿Tatiana? Querrás decir Edda.

Por dios, cómo puedo ser tán estúpido…

—Ah, sí, ya sabes, soy un desastre con los nombres.

Me miró con sonrisa de curiosidad.

—Lo que yo decía. Te ha gustado.

Estas son las cosas que van minando mi salud. Una y otra y otra.

***

El avión está en la pista de rodaje, acercándose al extremo de la 07R para despegar. Tengo algo de sueño. Empiezo a divagar.

Entiendo algunas revoluciones. Hablo de historia. Entiendo algunas, ninguna me gusta, aunque unas me parecen más comprensibles que otras. Entiendo la revolución de Cuba. No la de Camboya. Pero sin una información completa es difícil emitir juicios. De todas formas, no importa cómo sean de terribles las condiciones que llevan a una revolución, no puedo entender, ni quiero entenderlo. Los disparos no consiguieron abatir a Tatiana. Por una razón material. Llevaba cosidas en la ropa interior algunas de las joyas que habían conservado. Al final tuvieron que acabar con ella destrozándole la cara con la culata de un fusil. ¿Realmente era necesario?

"Cleared for takeoff". El avión acelera en el principio de la pista. Hago un voto, un voto apresurado: antes de que el avión despegue, habré olvidado a Edda. No tiene sentido, Edda tiene unos veinte años y yo he pasado de los cuarenta y cinco. No tiene sentido, no lo tiene, es un capricho, un juego, un estúpido juego de mi mente, un juego inútil. Y encima se me ocurre decir «Tatiana».

El avión acelera, noto el empuje en el respaldo del asiento. Bien, los motores impulsan la aeronave como debe ser. Al poco estamos casi en velocidad de despegue. El avión rota, el tren delantero se levanta. Adiós Tatiana. Dejo de oír el rumor de las ruedas, ya estamos en el aire. Como siempre, digo adiós a mis sueños de forma callada, muy callada, tánto que nadie se da cuenta, contándome, para consolarme, que todas esas fantasías son mentira, que no sirven para nada, que a la larga me van a hacer daño. Hay que ser prácticos: ergonomía y función. Y materiales reciclables. ¿No fue lo que dijo Tatiana?

Ahí quedará todo eso, en ese universo inexistente donde habitan las palabras no dichas, las bifurcaciones del sendero desechadas; donde moran los elfos y los unicornios; los números 
imaginarios, y las bombillas fundidas.


Atant fu jor, et ge m'esveille.