Tortas de Alcázar

 



Nos encontramos en el AVE Madrid-Sevilla, hace ya muchos años. Y a pesar del tiempo transcurrido, no he olvidado nuestra conversación.

La dama —y digo 'dama' porque entonces, aunque yo no era ya ningún jovencito, ella había pasado ese límite difuso que convierte a una chica en una señora— realmente no era tán mayor. Simplemente, de una generación algo anterior a la mía.

Fue una suerte que ocupase el asiento contiguo, considerando la clase de vecinos de asiento que nos pueden tocar en un tren o en un avión. La dama tenía aspecto y modales de cierta dignidad, clase media, discreta. Profesión liberal, pensé; o quizá enseña en una universidad. Es curioso cómo se perciben esos detalles casi antes de cualquier interacción. Estamos seguramente programados para notarlo, una habilidad que debe estar relacionada con nuestra supervivencia.

Comprobó el número de asiento, me hizo una leve inclinación de cabeza y se acomodó a mi lado. Pensé que iba a sacar un libro o una revista, por algún motivo no me parecía la clase de persona que está todo un viaje concentrada en su móvil, ni mucho menos en un portátil. Tampoco pidió auriculares. Simplemente se quedó con la cabeza apoyada en una mano, mirando al frente sin apenas moverse.

Tampoco yo pedí auriculares ni saqué ningún libro. En los trenes me gusta mirar por la ventanilla y ver el paisaje correr ante mis ojos. En un AVE el paisaje se mueve algo deprisa, así que cierro los ojos de vez en cuando. 

El tren inició la marcha, y en poco tiempo estábamos ya en camino y a toda velocidad. Al cabo de un rato, aparté la vista de la ventanilla y miré el panel junto a la puerta del vagón que mostraba la velocidad del tren: 299 Kph. La voz de ella casi me sobresaltó.

—¿Va usted a Sevilla?
—No, me quedo en Córdoba.

Y de ahí iniciamos una conversación casual sobre los viajes en tren y de cómo la duración de éstos hacía las conversaciones entre viajeros mucho más infrecuentes.

Seguramente nuestra diferencia de edad me convertía en inofensivo. Pensé que ella nunca hubiera iniciado una conversación de haber sido de mi edad. Así son los protocolos sociales y yo los acepto aunque no los entienda.

La conversación derivó a otros temas, y por un momento tuve la sensación de que me estaba haciendo una encuesta, o recopilando datos para documentar una novela. De repente dijo:

—¿Alguna vez ha experimentado la melancolía? —La miré con gesto algo sorprendido— Quiero decir, no tristeza por causas lógicas. Me refiero a esa sensación vaga de pena o de nostalgia, por algo que no nos concierne, pero que nos afecta sin que sepamos por qué.

No soy una persona sociable, he tenido que aprender a serlo por motivos profesionales. De modo que las preguntas personales me violentan, y más si proceden de alguien desconocido. Aunque fueran, como en este caso, de una persona a la cual posiblemente nunca volvería a ver.

Me quedé pensando un rato.

—Varias veces, sí. Si he entendido a lo que se refiere.
—Cuéntemelo. Si no es muy personal, claro.

Está escribiendo un libro, seguro —pensé— o un estudio o algo así. Debe ser psiquiatra; o periodista; o está haciendo una tesis doctoral.

—Sí que es personal, pero nada especial, no me importa contarlo.

Y con la sensación de ligereza que produce hablar con una persona totalmente desconocida, se lo conté.

—En cierta ocasión, siendo yo pequeño, deambulaba por una feria instalada en las afueras del pueblo donde vivía. Ya sabe, tiovivos, montaña rusa, casetas de tiro al blanco, tómbolas y todo eso. Fui a parar a un tiovivo, casi al final de las instalaciones. Estaba desierto. No había público, no había niños, bueno, realmente a aquella hora no había mucha gente en ningúno de los puestos. El tiovivo estaba detenido y vacío. Un hombre —seguramente el dueño o el encargado— estaba sentado en el borde de la plataforma circular del tiovivo. Miraba al infinito, inmóvil, serio. No había nada especialmente dramático en su actitud. Sólo lo que a mí se me antojaba una expresión trágica, que por alguna razón proyectaba a su alrededor el dolor de la existencia, no sé decirlo de otro modo. Pero recuerdo que casi me puse a llorar sin saber por qué. Y ese recuerdo se me ha quedado grabado, entre otros muchos que he olvidado, y de vez en cuando aparece en mi memoria y noto como una angustia inexplicable.

La mujer quedó en silencio. Al rato, habló.

—Sé a lo que se refiere. No sé por qué pero las ferias producen esos sentimientos en muchas personas.
—¿Quizá porque son algo transitorio?
—O porque los feriantes tienen algo que nos hace pensar en la imposibilidad de salir de esa… rueda. La feria de donde no pueden escapar, y siempre de aquí para allá…
—¿No esta usted complicándolo un poco? A veces cuando somos niños, algunas imágenes se nos quedan grabadas, y no hay ningún motivo. Quizá es sólo nuestro estado de ánimo en ese momento. Aunque no las olvidamos.

Ambos quedamos silenciosos. Vi en ella de reojo una ligera sonrisa. Pensé, sonriendo a mi vez "Ahora me toca a mí".

—Bien, y ¿no debería contarme usted ahora su momento de melancolía?

Los dos nos reímos.

—Claro, por supuesto. Verá, hace muchos años, incluso antes de su episodio de niño en la feria, yo hacía un viaje en tren. Pero no como éste. Era un tren que hacía el trayecto Barcelona, Valencia, Alcázar de San Juan, Córdoba, Sevilla y Algeciras. Creo que era así. Yo iba en un coche cama. Uno de aquellos vagones que quizá usted no ha llegado a conocer, unos vagones que por algún motivo eran de origen portugués. Unos preciosos vagones color azul marino con un escudo dorado; y una leyenda que no he olvidado. «Companhia Internacional das Carruagens - Camas e dos Grandes Expressos Europeus».
—Sí que los conozco, pero por fotos de archivo. Eran de «Wagons-Lits Cook».
—Exacto, en uno de esos vagones iba yo durmiendo. Entre Valencia y Sevilla. Y a media noche, yo creo que serían las tres de la madrugada, hicimos la parada en Alcázar de San Juan. Era una noche de invierno; la estación apenas iluminada con unas mustias bombillas; la niebla cubriéndolo todo. No me pude resistir y bajé la ventanilla. En aquellos vagones se podían bajar las ventanillas. Y había un aviso que decía "é perigoso debruçar-se". El aire gélido se coló en mi cabina y me cubrí con la manta. A ambos lados casi no se veía el andén, a los pocos metros desaparecía en la niebla. El silencio era absoluto. Y entonces, en uno de los extremos, oí una voz. Era una voz lastimera y débil, pero clara. Alguien caminaba por el andén vendiendo algo a los pasajeros. «¡Tortas de Alcázar! ¡Tortas de Alcázar!», anunciaba con una voz tristísima amortiguada por la niebla. Cuando el vendedor llegó a mi altura, distinguí a un hombre de mediana edad, con una gran cesta plana de mimbre cubierta con un lienzo. Le compré dos tortas. Le pagué y me saludó llevándose una mano a la boina. El tren arrancó de golpe. Me comí las tortas acompañadas de café con leche que llevaba en mi termo.

La mujer quedó en silencio, y al volverme hacia ella noté que tenía la mirada brillante. Aparté la vista, me sentía como un intruso invadiendo un instante muy personal seguramente imposible de explicar.

—Ya sé que es una tontería, no se sabe por qué hay cosas que se le quedan a una grabadas y nunca desaparecen. 

Quedamos en silencio. Parecía que ninguno de los dos se atrevía a empezar a hablar de nuevo. Así continuó el viaje, mucho más corto de lo esperado.

—Mire, parece que estamos llegando a Córdoba.

Me levanté casi bruscamente y recogí mis cosas.

—No sé si volveremos a coincidir— dijo. —Los viajes en tren ya no son lo que eran…— Extendió la mano. —Soy Adela. Gracias por sus confidencias.
—Yo soy Raúl, lo mismo le digo. Tenga cuidado en Sevilla, creo que está haciendo un calor espantoso.

Aquella noche, antes de dormirme, estuve pensando qué podían tener en común mi sentimiento ante el tiovivo solitario y el de ella en la estación de Alcázar. El tiovivo al final de la feria, donde empezaba el campo, el final de un mundo; y el andén de la estación, perdiéndose en la niebla, sin saber qué había más allá. Recuerdos que con frecuencia se van. Y otros que quedan como clavados, que nos persiguen para siempre, preguntas sin respuesta.



Lacrimosa

 



Cuando aprieto los puños siento las durezas en la parte interior de los dedos, como si hubiera estado usando una pala. Pero sé que no es por eso. Aprieto los puños porque es un modo de darme una fuerza que no poseo, un modo de animarme a hacer lo que no quiero hacer. Realmente sí que quiero hacerlo, aunque sé que preciso de una voluntad extrema, algo que nunca he tenido. Siempre he hecho lo que la corriente de la vida me proponía, nunca se me ha ocurrido pararme a pensar. Haz ésto, haz aquello, allá voy, es lo que se espera de mí. Es todo.

Por eso soy un soldado. Por eso lo era. Ahora ya no es lo mismo. Todo se ha detenido de golpe y de pronto veo el mundo como si lo viera por primera vez.

Todos hacemos cosas que no queremos. Para eso nos entrenan, de lo contrario seríamos incapaces. Pero no es eso lo peor. Puedes hacer algo porque estás obedeciendo una orden, pero lo peor es pasar semanas, meses, sintiendo que en cualquier momento, incluso de noche, en medio del reposo, algo puede saltar por los aires. Y no es que me importe mucho morir, pero la sensación de alerta contínua durante tanto tiempo es agotadora. Por eso existen las rotaciones.

Hace ya tiempo, los médicos militares concluyeron que un soldado no puede estar en ambiente de combate durante más de tres meses. Cuando se sobrepasa ese tiempo, su eficiencia baja drásticamente, de pronto se vuelve inconsciente, se arriesga innecesariamente, pierde hasta el instinto de supervivencia. Las drogas no mejoran la situación. Pueden darle sedantes para que duerma, y anfetaminas por la mañana para que esté de nuevo listo para la acción. Pero no funciona. A la larga aparecen las paranoias y los brotes psicóticos. Por eso hay que retirarlo a retaguardia y sustituírlo por otro soldado: una rotación. 

Y aquí estás. Otra rotación. Pero esta vez ya no puedes más. Hasta los médicos militares más estrictos te han dicho que debes volver a casa. Ya te volverán a llamar cuando puedas pasar de nuevo las pruebas.

Y aquí estás. Acercándote a esa casa que es como si la vieras por primera vez, como una casa soñada. Sólo que es la tuya, tu casa, de donde saliste hace ya tánto tiempo siendo otra persona.

No necesitas llamar. Ya están advertidos de tu llegada. Estás ante la puerta. Sueltas tu bolsa de lona. Nunca te ha parecido tán pesada. Y esperas.

Transcurre un rato en que nada sucede. El tiempo detenido, como tántas veces. Oyes el chasquido de la cerradura. Se abre la puerta. Y allí está ella.

Durante un instante piensas en cuál debe ser tu aspecto. Ahora tienes barba y tu pelo es más corto. Estás más delgado. Aunque más fuerte, también más reseco, como si te hubieran puesto la carne en salazón. Tu expresión casi asusta, "la mirada de las 1000 yardas". Tu ropa limpia, demasiado limpia comparada con el uniforme raído que llevabas apenas ayer. No tienes cicatrices, la suerte te ha librado de las heridas. De las heridas físicas, las otras están ahí, escondidas, y saldrán cuando llegue el momento.

La miras. Ella está igual. O a tí te lo parece. Seria, inmóvil, una mano en la puerta y la otra en la cadera; un gesto como de ligero reproche, como si volvieras de una juerga, de una reunión de sábado con tus amigotes.

Te mira, aun seria. Ves sus ojos brillantes, y húmedos. La miras, como pidiendo clemencia. No sabes qué va a pasar ahora. Hay una brecha enorme entre los dos. No sabes si tienes fuerzas para cruzarla. O si ella quiere cruzarla.

Una lágrima aparece en su ojo izquierdo. La aparta con un gesto casi brusco. Y entonces, como un prodigio de esos que suceden tán raramente, sonríe. Te sonríe.

Y sabes que por fin estás en casa.


Lacrimosa dies illa,
qua resurget ex favilla,
iudicandus homo reus,
huic ergo, parce, Deus.
Pie Iesu Domine,
dona eis requiem.
Amen.

(Misa de réquiem, Lacrimosa)


USMC Private Theodore J. Miller is helped aboard a ship after intense combat on
Eniwetok Atoll. (Reddit).