Conspiraciones




El otro día pensaba yo que la famosa guerra comercial entre USA y China está perdida. Perdida para USA, pero también para el resto del mundo occidental. 

Las guerras se ganan con frecuencia por detalles en los que nadie repara. El dominio del caucho por parte de Brasil cayó cuando se empezó a traer caucho de Indonesia. Y después los alemanes inventaron —por necesidad— el caucho sintético (un polímero de butadieno y estireno, para quien le interesen esas cosas), ya que los países productores de caucho no estaban bajo control del Eje.

Nos ha vuelto a pasar. China ha logrado hacerse practicamente con el monopolio de la manufactura de ropa. Parecería que la ropa no es tán esencial, pero he descubierto que su maquiavelismo va más allá del monopolio: Hay una conspiración china que consiste en hacer los ojales más pequeños que los botones. A qué clase de caos mundial pueda conducir esto, lo dejo a la imaginación del lector. Basta con pensar en un primer ministro al que llaman urgentemente para abordar una crisis internacional, y que no consigue abrocharse la camisa, en lo cual pierde un tiempo precioso, del que puede depender el destino de su pais.

Otra conspiración en curso viene esta vez de Alemania. Me refiero a los monomandos para el baño/ducha. Se trata de un artefacto demoníaco que, en teoría, permite graduar con un solo control la temperatura y el flujo de agua. Esto es imposible, como ha podido comprobar hace tiempo todo el Occidente Cristiano. Se controla la temperatura "o" el flujo de agua, pero no ambas cosas a la vez. Esta propiedad recuerda mucho a la mecánica cuántica: de una partícula sub-atómica se puede conocer la posición o el momento, pero no ambas cosas a la vez. Se trata de un par de variables conjugadas. El llamado principio de incertidumbre. Me pregunto si Heisenberg tuvo algo que ver con la grifería.

Y otra propiedad (también mecano-cuántica) de los monomandos es que se mueven a saltos, no de manera continua. Hagan la prueba de decir en plena ducha aquello de "voy a poner el agua un poco más fría". La clave está en ese "un poco". Lo que se produce es un salto cuántico. Ya saben de lo que hablo.

Y lo peor de todo es que el monomando, creado para reducir los costes y el material de fabricación, se vende como una ventaja para el usuario. Eso sí que es el arte grande —que diría un flamenco— del marketing: vender como una ventaja para el cliente lo que es sólo una ventaja para el fabricante.

Hay otros ejemplos interesantes, tales como vender como nuevo un pantalón roto. Quiero decir roto deliberadamente. La excusa es que está de moda, y que todos los influencers llevan pantalones rotos.

Y ¿qué decir de los pantalones cortos de caballero (que diría un vendedor)? Hace poco paseaba junto a mi asesora de imagen, y nos cruzamos con un hombre, típico padre de familia veraneante, que iba vestido de cintura para arriba como si fuera a subir al Annapurna (hacía bastante fresquito). Pero llevaba pantalones cortos. Porque era Agosto. Y en Agosto los veraneantes llevan pantalones cortos por ley. Por debajo de los pantalones asomaban unas patitas flacas y depiladas de ciclista profesional que contribuían al aire enfermizo del hombre. Le dije a mi asesora: "Recuérdame que, por muy mal que se pongan las cosas, nunca, nunca, me ponga unos pantalones cortos".

Y como hoy estoy hablando de comercio y moda, os contaré un sucedido que me sucedió una vez en una ciudad cuyo nombre no mencionaré. Entré en una tienda de música a comprar cuerdas de guitarra. La tienda estaba vacía, y el único empleado/dueño conversaba con uno que parecía más un vecino que un cliente, ya que hablaban de trivialidades. Le pedí las cuerdas y, sin mirarme siquiera, abrió un cajón y tiró sobre el mostrador un paquete de cuerdas. Vi que eran de una marca desconocida, y por el precio no parecían muy buenas. En cuerdas de guitarra no se debe escatimar ya que, por muy poco dinero, la diferencia de sonido puede ser abismal.

Le dije "¿no tiene usted de estas o estas?" (y mencioné un par de marcas conocidas). Me contestó "Sí, pero esas son sólo para profesionales". 

Vaya, vaya. 

Contesté: "Y ¿cómo sabe que no soy profesional?". A lo que respondió: "Porque yo conozco a todos los profesionales de la ciudad y a usted no le conozco".

Hace poco pasé por allí y la tienda había cerrado. Las cuerdas las compré, por supuesto, en internet. Más baratas. Y me llegaron en 24 horas.

Podríamos hablar de la crisis del pequeño comercio, pero no hoy. Creo que al final, cada quien tiene lo que se merece, sea un ojal pequeño, un monomando de ducha, un pantalón roto o una tienda de música cerrada.



Trislander



En cierta ocasión, me encontraba en un rústico aeropuerto sin poder despegar.

—Es el motor de arranque— me dijo el piloto cuando me acerqué a enterarme de cuál era el problema —El motor está bien, pero el motor de arranque no se conecta.

Éramos doce. Esperábamos de pie, mientras el piloto había hecho subir a la cabina a uno del grupo —que parecía algo más listo— y le indicaba cuándo poner y quitar el contacto, mientras él (el piloto) trataba inutilmente de arrancar el motor tirando de la pala de la hélice.

El aeropuerto era tan solo una pista de hierba de algunos cientos de metros de largo y no más de cuarenta de ancho. Lo único que lo identificaba como aeropuerto —y lo único realmente esencial en un aeropuerto— era la manga de viento roja y blanca, que ahora colgaba fláccida, al atardecer, con el sol ya poniéndose, demasiado pronto para nosotros, pero normal a la altura del ecuador, latitud cero.

Al otro lado de la pista, un grupo de cinco negros empuñando largos machetes, se ocupaban en cortar la hierba y mantener la pista —si se la podía llamar así— despejada. Los machetes eran tan largos que les permitían cortar la hierba sin necesidad de agacharse. Se lo tomaban con mucha calma, y a ratos nos miraban con curiosidad. Parecían tener todo el tiempo del mundo. Seguro que para cuando llegasen al final de la pista, la hierba habría crecido de nuevo en el otro extremo. Y vuelta a empezar. Sísifo en versión africana. Walk a mile in these Louboutins.

—Si no conseguimos despegar, creo que vamos a ser su cena— No pude evitar el comentario sarcástico al ver cómo aumentaba el nerviosismo del grupo al sentirse aislado en aquel sitio. Una de las chicas me miró con gesto de odio. Pensé que si ella y su marido, recién casados, habían decidido venirse a los trópicos a un viaje exótico (pastillas para la malaria, un clima difícil de imaginar) se lo tenían merecido. «El próximo verano, a Torrevieja» pensé.





El avión, un Trislander, nos había tratado bien hasta entonces. Había que entrar a cuatro patas, y el ruido de los motores era ensordecedor, pero volaba bien, esquivando los altocúmulos que se formaban a mediodía en la costa del Índico. El piloto me informó (yo le debía dar la impresión de ser menos propenso al pánico que el resto del pasaje) de que se proponía despegar con sólo dos motores, (el Trislander tiene un motor en cada ala y un tercero encastrado en el timón vertical de cola), arrancar el tercer motor usando la fuerza del aire, aterrizar, subirnos a bordo y volver a despegar, ahora con los tres motores. Y así lo hizo, mientras los turistas contemplaban inquietos cómo el avión vacío maniobraba para despegar.

No me ahorré ningún comentario mordaz (mientras mi acompañante me daba codazos reprobatorios). 

—Ahora se irá a Mombasa a tomarse unos gin and tonic y no volveremos a verlo. Seguro que es uno de esos británicos aventureros hartos de las Islas que se ha venido a montar un negocio de charters. Y mientras el se pasea borracho por la playa, los de los machetes darán buena cuenta de nosotros. Las mujeres primero.

Los turistas reaccionan muy mal ante los imprevistos, y me miraban con odio creciente. Pero el piloto hizo lo que había dicho. Despegó con el avión vacío con sólo dos motores, hizo una pasada sobre nuestras cabezas y pudimos ver como el tercer motor arrancaba entre toses y una nubecilla negra salía de su escape. Aterrizó y todos subimos apresuradamente. Excepto yo. Con cierta tranquilidad que me parece esencial para afrontar los riesgos —y un poco para hacerles la puñeta— subí el último tras asegurarme de que nadie se dejaba en tierra nada de nuestros equipajes. Los pasajeros, con el egoísmo característico de los turistas de verano, llenaron la mitad de los asientos con bolsas de souvenirs y otras chucherías innecesarias. Así que me tocó acomodarme en la red de sujeción de carga que había colgando del techo en el cono de cola.

El Trislander despegó limpiamente como para desquitarse de nuestras dudas sobre su fiabilidad. Y mientras acelerábamos por la pista, apunté con la cámara al grupo de negros, apoyados en sus largos machetes. Miraban al avión con la indiferencia de quien ve pasar una mosca. Uno de ellos me hizo un gesto inequívoco. Se pasó la mano extendida por el cuello. 

—Adiós— pensé. —Quizá la próxima vez te hagas conmigo un entrecôte, pero por ahora yo voy rumbo a Mombasa y al aire acondicionado del hotel, y tú tienes aun mucha hierba que cortar. Lo siento. No soy yo el que hace las reglas.

Por el camino de vuelta atravesamos la inevitable tormenta tropical vespertina y todo el mundo acabó mareado. 

Nunca regresé a África. No soy Robert Redford. Ni Clark Gable. Pero si me garantizasen que me encontraría con Grace Kelly, volvería aunque me costara la vida. No así Meryl Streep. A esa no la aguanto.



La persistencia de la visión




Somos nuestros recuerdos; y sin ellos, poco más que amebas flotando en una charca sucia, buscando nuestra próxima comida, quizá la última…