En cierta ocasión, me encontraba en un rústico aeropuerto sin poder despegar.
—Es el motor de arranque— me dijo el piloto cuando me acerqué a enterarme de cuál era el problema —El motor está bien, pero el motor de arranque no se conecta.
Éramos doce. Esperábamos de pie, mientras el piloto había hecho subir a la cabina a uno del grupo —que parecía algo más listo— y le indicaba cuándo poner y quitar el contacto, mientras él (el piloto) trataba inutilmente de arrancar el motor tirando de la pala de la hélice.
El aeropuerto era tan solo una pista de hierba de algunos cientos de metros de largo y no más de cuarenta de ancho. Lo único que lo identificaba como aeropuerto —y lo único realmente esencial en un aeropuerto— era la manga de viento roja y blanca, que ahora colgaba fláccida, al atardecer, con el sol ya poniéndose, demasiado pronto para nosotros, pero normal a la altura del ecuador, latitud cero.
Al otro lado de la pista, un grupo de cinco negros empuñando largos machetes, se ocupaban en cortar la hierba y mantener la pista —si se la podía llamar así— despejada. Los machetes eran tan largos que les permitían cortar la hierba sin necesidad de agacharse. Se lo tomaban con mucha calma, y a ratos nos miraban con curiosidad. Parecían tener todo el tiempo del mundo. Seguro que para cuando llegasen al final de la pista, la hierba habría crecido de nuevo en el otro extremo. Y vuelta a empezar. Sísifo en versión africana. Walk a mile in these Louboutins.
—Si no conseguimos despegar, creo que vamos a ser su cena— No pude evitar el comentario sarcástico al ver cómo aumentaba el nerviosismo del grupo al sentirse aislado en aquel sitio. Una de las chicas me miró con gesto de odio. Pensé que si ella y su marido, recién casados, habían decidido venirse a los trópicos a un viaje exótico (pastillas para la malaria, un clima difícil de imaginar) se lo tenían merecido. «El próximo verano, a Torrevieja» pensé.
El avión, un Trislander, nos había tratado bien hasta entonces. Había que entrar a cuatro patas, y el ruido de los motores era ensordecedor, pero volaba bien, esquivando los altocúmulos que se formaban a mediodía en la costa del Índico. El piloto me informó (yo le debía dar la impresión de ser menos propenso al pánico que el resto del pasaje) de que se proponía despegar con sólo dos motores, (el Trislander tiene un motor en cada ala y un tercero encastrado en el timón vertical de cola), arrancar el tercer motor usando la fuerza del aire, aterrizar, subirnos a bordo y volver a despegar, ahora con los tres motores. Y así lo hizo, mientras los turistas contemplaban inquietos cómo el avión vacío maniobraba para despegar.
No me ahorré ningún comentario mordaz (mientras mi acompañante me daba codazos reprobatorios).
—Ahora se irá a Mombasa a tomarse unos gin and tonic y no volveremos a verlo. Seguro que es uno de esos británicos aventureros hartos de las Islas que se ha venido a montar un negocio de charters. Y mientras el se pasea borracho por la playa, los de los machetes darán buena cuenta de nosotros. Las mujeres primero.
Los turistas reaccionan muy mal ante los imprevistos, y me miraban con odio creciente. Pero el piloto hizo lo que había dicho. Despegó con el avión vacío con sólo dos motores, hizo una pasada sobre nuestras cabezas y pudimos ver como el tercer motor arrancaba entre toses y una nubecilla negra salía de su escape. Aterrizó y todos subimos apresuradamente. Excepto yo. Con cierta tranquilidad que me parece esencial para afrontar los riesgos —y un poco para hacerles la puñeta— subí el último tras asegurarme de que nadie se dejaba en tierra nada de nuestros equipajes. Los pasajeros, con el egoísmo característico de los turistas de verano, llenaron la mitad de los asientos con bolsas de souvenirs y otras chucherías innecesarias. Así que me tocó acomodarme en la red de sujeción de carga que había colgando del techo en el cono de cola.
El Trislander despegó limpiamente como para desquitarse de nuestras dudas sobre su fiabilidad. Y mientras acelerábamos por la pista, apunté con la cámara al grupo de negros, apoyados en sus largos machetes. Miraban al avión con la indiferencia de quien ve pasar una mosca. Uno de ellos me hizo un gesto inequívoco. Se pasó la mano extendida por el cuello.
—Adiós— pensé. —Quizá la próxima vez te hagas conmigo un entrecôte, pero por ahora yo voy rumbo a Mombasa y al aire acondicionado del hotel, y tú tienes aun mucha hierba que cortar. Lo siento. No soy yo el que hace las reglas.
Por el camino de vuelta atravesamos la inevitable tormenta tropical vespertina y todo el mundo acabó mareado.
Nunca regresé a África. No soy Robert Redford. Ni Clark Gable. Pero si me garantizasen que me encontraría con Grace Kelly, volvería aunque me costara la vida. No así Meryl Streep. A esa no la aguanto.
Qué gusto encontrarse con un relato así, escrito de forma impecable, con un personaje interesante, con una trama definida, con ideas, y libre de actualidad en todos los aspectos.
ResponderEliminarGracias.
Gracias A. Amable como siempre.
EliminarFunny fact: la historia es real.
¡Muy buen relato! Me identifico contigo en muchos aspectos, además he viajado y saltado desde ese tipo de aviones. No sé, habría muchas cosas que comentar, me quedo sobre todo con los idiotas que se van de vacaciones a esos sitios para parecer ricos de segunda y con los demás personajes estereotipados y perfectamente identificables con las etiquetas actuales. Me pregunto qué personaje eras tú, je.
ResponderEliminarRespecto a la música, pues bien, la diosa Enya, impecable. Y respecto a los gustos femeninos en este punto también coincidimos, en lo referente a Meryl Streep, aunque yo cambiaría a Grace Kelly por Audrey Hepburn en Historia de una monja. Audrey Hepburn es mi debilidad, no he visto nada más femenino en mi vida (si exceptuamos a Boris Lizaguirren, pero no participo de ese rollo).
¡Un saludo!
Interesante que menciones a Audrey. Poco puede decirse de ella que no se haya dicho ya. Así que guardaré silencio.
EliminarGracias por la visita.