Tarde de domingo en Con Negro

 


Cuando le dije a un antiguo amigo del colegio que iba a pasar unos días en Galicia por motivos de trabajo, me dijo en seguida que aprovechara el viaje para hacerle una visita a él y a su familia a la que yo no conocía —mujer y dos niños— y pasar unos días de descanso en su casa.

Esa clase de ofrecimientos terminan siendo un arma de doble filo, un regalo envenenado. Por un lado, el estar viviendo de gorra en casa de un amigo le pone a uno en situación de desventaja: ellos no aceptarían que yo les invitase a comer o les compensara de alguna manera. En todo caso recibirían un regalo a mi llegada, algo casi simbólico, una especie de pago sobreentendido, al modo de los intercambios de regalos en la cultura japonesa. Pero ellos no eran japoneses, eran españoles. Mi amigo haría exhibición de sus triunfos, su bonita casa de veraneo a orillas de la Ría (¿qué Ría?), su coche, esposa, hijos y smartphone. Todo lo que un ciudadano de su perfil espera alcanzar en el cénit de la vida. 

Pero por otra parte, su satisfacción por alardear de sus logros, no le compensaría de la sensación, algo opresiva, de tener en casa a alguien que no es de su clan.

De cualquier forma acepté (tras negarme el número de veces que el protocolo exige) y lo consideré uno de esos óbolos que la vida social nos reclama de vez en cuando. Intentaría aprovechar lo que de bueno tuviera la ocasión, por ejemplo, comer bien, eso que ahora llaman gastronomía.

Los días pasaron con relativa paz. Los niños no me importunaban, estaban muy bien educados; la esposa me dejaba suficiente espacio privado, sin intervenir apenas, un rol de esposa casi al estilo del Medio Oriente. Y él, "mi amigo", era el único algo pesado. Se empeñaba en darme conversación, cuestiones nada originales, política, economía… Hablaba como si fuera experto en ambas cosas. Bueno, creo que todos lo hacemos, especialmente en las situaciones que podríamos llamar de relaciones sociales, donde no hay ni intimidad, ni tampoco total desconocimiento: más bien algo intermedio.

Mi fama —que tántos años me había costado cultivar— de persona introvertida y algo aburrida, me permitía algunos ratos de soledad, paseos, paisajes, fotos, las aves del Atlántico… bueno, tengo que reconocer que en conjunto, fueron unos días agradables.

Y uno de estos días me llevaron a la playa. Dada mi desconfianza instintiva para con el mar, esperaba que no empezaran a presionarme con el clásico "¿no te bañas?". El clima por allí puede ser tán caluroso en verano como en cualquier otro sitio, aunque el viento fresco y húmedo del noroeste lo disimule. Pero seguro que el agua del mar estará helada, de eso no tengo duda.

—Te voy a llevar a un sitio que te va a encantar, a tí que te gusta la fotografía— me dijo mi amigo. Y fuimos a una playa que no se veía hasta llegar a ella, ya que estaba oculta tras una enorme duna. Al subir a lo alto de la arena, comprobé que mi amigo tenía razón. Era un lugar de rara belleza a pesar de su simplicidad: una playa pequeña, de no más de cien metros, salvaje, intocada. Una acusada pendiente arenosa, y dos promontorios rocosos de poca altura en ambos extremos le daban un aire de refugio, pero sin la sensación opresiva de esas calas escondidas entre acantilados.

La arena era muy gruesa, arena clara de granito, y en la playa no había nadie, ni siquiera huellas. Mientras ellos se instalaban, como siguiendo un ritual bien aprendido,  yo me acerqué a uno de los promontorios del extremo con la excusa de hacer fotos. Al llegar arriba me encontré con que al otro lado, había otra playa idéntica, también vacía, excepto por una larga y gruesa cuerda de amarre, deshilachada por el mar y el sol.

De repente tuve la sensación de conocer el lugar, de haber visto en una visita anterior una barca, una barca de apenas tres metros, una de esas pequeñas barcas de colores vivos, algo despintada por el sol, amarrada a la cuerda. Pero era imposible: nunca había estado allí, estaba seguro.

Descendí por la arena y vi que había alguien. Una mujer sentada en una silla de lona, bajo una enorme sombrilla azul y blanca que en vez de clavada en la arena, estaba volcada. No entendía cómo no la había visto antes. Me acerqué por la línea de la costa para que me viera sin sorprenderse, pero no me prestó mucha atención. Cuando pasé ante ella, le saludé brevemente y ella hizo lo mismo.

Edad indeterminada; 40 o 50 años; vestido largo sin mangas, de color desvaído, casi ibicenco; sombrero panamá. Tuve la tentación inmediata de hacer una foto. El encuadre era perfecto. La mujer allí sentada leyendo bajo la gran sombrilla, sola en la playa recoleta y desierta, la sombra proyectada sobre el blanco talud arenoso.

Ya me estaba alejando cuando dijo:

—Usted no es de por aquí ¿verdad?

Regresé hasta donde ella estaba. Me miró a través de unas gafas de sol redondas, de estilo falsamente antiguo.

—No, estoy pasando unos días con unos amigos.
—Pero sí recuerda haber estado aquí antes…

Aquella observación me dejó desconcertado.

—Sí, así es, esa es la sensación que tengo… ¿cómo lo ha sabido?
—Sucede mucho en este sitio, la gente viene como perdida, saben que les recuerda a algo, pero no pueden dar con ello. Como cuando uno despierta recordando un sueño, y si deja pasar unos minutos el recuerdo se desvanece y es imposible recuperarlo.
—Se me hace muy raro que hable así… ¿Doy esa impresión de extravío?
—Por supuesto. Y no sabe cuánto. Debo decirle que lo lamento. Si regresa a la playa de al lado, donde se han quedado sus amigos, verá que ya no están. Realmente usted ha venido solo. Aunque se ha creado una ilusión, todo eso de "unos días con sus amigos"… una excusa para llegar hasta aquí.

Me reí un poco forzadamente.

—Parece usted una psicóloga experimentando con los turistas, le aseguro que me está inquietando. Si es lo que pretendía, lo ha conseguido.
—Algo más que inquietud. Sueño o realidad. El problema es que hay que escoger. No se pueden tener ambas cosas a la vez. Y usted es un buscador de sueños. Y muy ávido. Ha hecho su elección, y ahora ya no hay realidad. Bueno, me voy a retirar. El sol está muy bajo.

Mi desconcierto aumentaba. Debí de poner cara de cuando a uno le roban la cartera. 

Se levantó, cogió su silla plegable y un gran bolso de loneta y empezó a subir por la pendiente de la playa.

—Se deja la sombrilla.
—Sí, suelo dejarla ahí, nadie la va a tocar.
—Bueno, pues… buenas tardes y hasta otra.
—Adiós. Y anímese, no ponga esa cara de pasmo.

Llegó a paso lento a lo alto de la playa y desapareció tras la duna. Hice una foto de la sombrilla desplegada, apoyada en el suelo junto al agua. En aquel momento me pareció una buena foto.

Regresé a la otra playa, y sentí como un calambrazo en la espalda al ver que estaba desierta. ¿Cómo podía ser? Había llegado allí con mi amigo y su familia. No podía haber transcurrido tánto tiempo, y sin embargo, el sol estaba ya casi poniéndose, tal y como había observado la mujer.

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué es esto? El pánico se abatió sobre mí al comprobar que, por más que me esforzara, no recordaba algunas cosas, igual que se olvidan los sueños. Me costaba recordar los últimos días, pero lo que acabó de aterrorizarme del todo fue el comprobar que no recordaba mi nombre.

De entre los recuerdos que se iban deshaciendo en mi mente como el humo que se dispersa, me llegó, o más bien retuve en mi memoria el eco de una frase que mi amigo le había dicho a su mujer "vamos a ir a la playa de…" y el resto se perdía. Eran dos palabras, dos palabras sin sentido para mí, que se agitaban en mi cerebro como dos pájaros volando alocadamente, dos palabras que pronto se perderían en el olvido, dos palabras: Con Negro


…Crying, "Where are the footprints 
that danced on these beaches
and the hands that cast wishes 
that sunk like a stone?"

My dreams
with the seagulls fly
out of reach 
out of cry

(Joni Mitchell, Song to a Seagull, 1968)




Hospital americano

 


¿No habéis estado nunca en un hospital americano? No recomiendo la experiencia. Si os gustan las emociones fuertes y los subidones de adrenalina, más vale que os dediquéis al salto BASE. Porque un hospital americano (de USA) está lleno de sorpresas, como un juego de ordenador.

Lo primero que me pasó es que un médico en Jackson Hole me dijo que lo que tenía era un herpes zóster en el nervio trigémino derecho. Ese nervio tiene una rama que va al ojo, y podía destruirme la córnea. Eso lo entendí claramente. Y me sugirió el hospital más adecuado y más próximo. 

Llegas al hospital, enfermo, jodido, chapurreando malamente el inglés, y te reciben con cara de "otro latino que se quiere colar en nuestro hospital". La situación puede ponerse tensa. No estás en la Clínica Mayo, ni en el Johns Hopkins, ni en el Mount Sinai: estás en un hospital de provincias (Salt Lake, UT), porque allí es donde te ha pillado el mal. 

De repente tienes una epifanía. Dices "American Express". ¡Y te entienden! Esas cosas sí que no se les escapan. Entonces todo cambia. De repente pasas de ser "ese que quiere entrar" a ser un "cliente". En USA los enfermos no son pacientes, son clientes. Y si has podido probar tu solvencia económica, pasas al siguiente nivel. 

Entonces un grupo de médicos se reúne contigo y evalúan tu caso. Ponen rostros serios, todo tiene que parecer más grave de lo que es, así, cuando te cures estarás doblemente agradecido, y no torcerás el morro al ver la factura.

Me dan un batín azul, de esos que se atan por detrás y te dejan literalmente con el culo al aire. Me ponen un gotero. El herpes duele un montón. Es como si te doliera toda la cabeza a la vez. No te deja dormir.

Mi primera visita es de un señor que representa los derechos del enfermo. Me dice que si tengo alguna queja, se lo diga, y le pondrán al hospital un pleito (en inglés "to sue", no lo olvidéis) que se les caerán las bragas. Servicio gratuito: por ser cliente, tengo derecho a un abogado.  

Me muevo por los pasillos arrastrando un gotero con bomba de infusión montado sobre un trípode con ruedas, que me permite ducharme (sin mojar el aparato, maniobra algo jodida). Tengo el cráneo tán dolorido que las gotas de agua que me caen en la cabeza son como si me clavaran clavos. Un suplicio a cambio de algo de higiene.

Junto a la puerta de mi habitación veo un cajetín con un dossier: mi historial. Como nadie me lo impide, le echo un vistazo. En la ficha hay una casilla que dice "race". Me han clasificado como "Hispanic". Es la primera vez que alguien me dice mi raza. No sé por qué soy "Hispanic" si un polaco o un italiano son "European Caucasian". Cosas de gringos. Que les den mucho PC.

Por esos sitios conviene saber cómo se dicen algunas cosas que no son de la conversación cotidiana ¿Cómo se pronuncia "antibiotics"? Míralo en Google y acojónate. ¿Y HIV? Esto es importante saberlo porque te lo van a preguntar seguro. Sí, es el VIH, el virus del SIDA. Y ojo, no hagas bromas como mencionar la "corona española", o te verás rodeado de tíos en traje de astronauta.

"To start an IV" quiere decir ponerte una vía, o sea clavarte un catéter intravenoso permanente en el dorso de la mano, del que no te librarás hasta que te vayas de allí. No todas las enfermeras saben cómo hacerlo. Hace falta determinación, habilidad y rapidez. Me tocó un hospital clínico universitario, y las enfermeras (sí, todas mujeres) no se atrevían a pinchar con decisión, porque yo me quejaba (con motivos). Al final tuvo que venir "Rambo" (un médico de emergencias que iba en el helicóptero a atender desastres, y llevaba un cinturón lleno de artilugios, como un fontanero) y tras poner a caldo a las enfermeras, me clavó el IV hasta el hueso. Problema: El líquido que me inyectaban por el IV (aciclovir) endurecía las venas, y me tenían que cambiar el IV cada día.

La comida era sosa, como en todo hospital que se precie. Cuando el auxiliar vio mi escaso apetito, y habiendo consultado que yo era "Hispanic", me preguntó si prefería comida mexicana. ¡Oh no! ¡Ahora me van a dar jalapeños en la comida! Le dije que estaba bien, y que ya me las apañaba yo con lo que hubiera.

Por las mañanas venía el médico que se encargaba de mi caso, rodeado de una docena de estudiantes, y explicaba: "This gentleman was on vacation when, suddenly, caught a zoster". Y los estudiantes poniendo caras de "jo, qué mala suerte", y me sonreían dándome ánimos. Al poco apareció el fotógrafo oficial y me preguntó si tenía inconveniente en que documentase mis lesiones para beneficio de los estudiantes. "No problem". Así que me hicieron un "photocall". El único que me han hecho en mi vida. Y no, no había alfombra roja.

Una noche, no podía dormir por el dolor. Las cápsulas de Percocet no me hacían efecto y como no había mucho que hacer allí, tampoco me preocupaba perder sueño. Apareció entonces la enfermera de noche. (Como curiosidad, diré que las enfermeras en los hospitales de USA son mucho mayores que las de aquí. No sé si es que no quieren o pueden jubilarse, pero el caso es que cuando entras en un hospital, te lo ves lleno de abuelillas, muy amables, pero un poco pasadas de años). A lo que iba. La enfermera de noche —que me había contado que estuvo en la Segunda Guerra Mundial en Les Ardennes, y por lo tanto mi herpes le debía parecer una nimiedad— me preguntó si no dormía. Le dije que me dolía la cabeza, pero que lo podía aguantar bien. "No hace falta ser tán estoico", me dijo. Y añadió "enséñame el culo". En inglés ("show me your butt") no suena tán basto como en español. Así que me di la vuelta y abrí mi batín azul por atrás. Sacó, no sé de donde, una jeringuilla pequeña como las vacunas de la gripe y me la pinchó en el trasero.

Nunca he sentido nada parecido. Incluso antes de que sacara la aguja, el dolor hizo 'plop' y desapareció, como si hubiesen apagado un interruptor. Llevaba tántas horas aguantando las molestias, que me quedé dormido en el acto, en medio de una sensación placentera por todo el cuerpo. Luego supe que era morfina. Los americanos no se andan con tantas gilipolleces como los médicos españoles: si al cliente le duele, le quitamos el dolor y se acabó. 

Y un buen día, al cabo de una semana, una enfermera apareció muy sonriente y me dijo: "Mr X, we are going to give you the discharge". O sea, le vamos a dar la "discharge". 

¡La descarga! Me vino a la mente el electroshock que le dan a Jack Nicholson en "Alguien voló sobre el nido del cuco", pero resulta que no. Para vuestra información "discharge" es (entre otras cosas) el "alta". O sea que me iba a la calle.

Tras una discusión en caja sobre el precio de las dosis de aciclovir (que allí lo cobran a precio de oro), me largué. Adiós al Clínico de Salt Lake City y sus mormones empleados.

En el hotel me comí un "sirloin steak". En la recepción compré un billete de Delta Airlines a Los Angeles, donde había quedado con la guía turística. Los del hotel, cuya amabilidad siempre agradeceré, me llevaron al aeropuerto en un Chevrolet Express para mí solo.

Al llegar a LAX, salí buscando un taxi. Se me acercó un negro y me dijo: Por 20$ le llevo al downtown en mi limusina. Y señaló un coche así de largo, blanco y brillante. Me acomodé en el sofá de terciopelo rojo que constituía el asiento trasero. "¿Quiere alguna clase especial de música? ¿algo de jazz suave, Bill Evans, Thelonious Monk? Tiene un minibar a la derecha. Sírvase lo que le apetezca". Y así fue. "Four Roses". Cuando llegamos al hotel estaba dormido y el conductor, amable hasta el extremo, me llevó las maletas y me acompañó a recepción.

En el viaje de regreso, hice una escala en New York, y en ese primer tramo tuve como vecino de asiento en el avión a un mexicano que trabajaba en la ONU. Me estuvo contando cosas de su vida en los USA, muchas anécdotas curiosas, y terminó con una reflexión interesante: "Los gringos tienen muchas cosas buenas, justamente las que no imitamos. Su pasión por el trabajo bien hecho; su sentido de la libertad individual; su patriotismo sin fisuras… sí, tienen muchas cosas admirables, pero… son tán huevones…".

Es difícil decirlo de manera más precisa y concisa. Puede que los mexicanos sean poco más que un "big joke" para los gringos, pero éstos son sólo unos huevones para aquellos. Es lo que tiene la vecindad.  

¿Hay una moraleja a todo esto? La hay. Si vais a los USA, por si tenéis la mala suerte de ir a parar a un hospital, llevad una American Express. O dólares en billetes de curso legal. Y no, sabed que la tarjeta de crédito de la caja rural de vuestro pueblo no sirve.



So long, Emma Peel

 


The New York Times Sept. 10, 2020

Diana Rigg, Stylish Emma Peel of “The Avengers“, Dies at 82.

Ms. Rigg also played many classic roles onstage in both New York and London and, late in her career, found new fans on “Game of Thrones”.

Diana Rigg, (Dame Enid Diana Elizabeth Rigg, DBE) the British actress who enthralled London and New York theater audiences with her performances in classic roles for more than a half-century but remained best known as the quintessential new woman of the 1960s — sexy, confident, witty and karate-adept — on the television series “The Avengers”, died on Thursday at her home in London. She was 82.






Damsel in distress





So here's to life
And every joy it brings
Here's to life
For dreamers and their dreams
May all your storms be weathered
And all that's good get better

(Artie Butler / Phyllis J. Molinary, Here's to Life)



 

Saint-Sulpice

 


Cuando voy a París —y eso no sucede todos los días— voy a unos cuantos lugares de forma recurrente. Es normal que al visitar una ciudad extranjera, vayamos siempre a los mismos sitios, sitios conocidos. Aunque a veces exploramos territorio ignoto, por necesidades que surgen durante el viaje.

En París suelo eludir los sitios ya muy pateados, los tópicos turísticos siempre abarrotados, la Sainte-Chapelle, Notre-Dame, la torre Eiffel, etc. que he visitado otras veces y donde siempre hay colas. Prefiero en cambio acercarme al Parque Monceau y recorrer el paseo de la Comtesse de Ségur; o ir a Petrossian en el Boulevard Courcelles a comer caviar y salmón como si fuera a acabarse el mundo; o al Café de la Paix: Entrecôte a la pimienta y Château Grand Mazerolles; cosas de ese estilo.

Parecería que voy a Paris sólo a comer, y en parte es cierto, pero también hay otras cosas. Me gusta colarme en el museo d'Orsay, aunque sólo para ver el cuadro Le Cirque de Seurat; y paseando por la Rive Gauche llegar al museo Cluny —que es gratis y dejan hacer fotos— para ver las coronas votivas visigodas, parte del tesoro de Guarrazar y los tapices de La Dame à la Licorne; entrar en Saint-Julien-le-Pauvre, y terminar con un café en Odette.

Y hay una ruta cíclica que sigo como un peregrino. Desde el Odette cruzo por Saint-Germain hasta la Rue Saint-Sulpice y la plaza del mismo nombre. Allí entro en la iglesia, que adquirió cierta fama a raiz de "El Código Da Vinci". El templo es excesivo, no muy de mi agrado. Notre-Dame es aun mayor, pero al menos es equilibrado, más airoso y elegante. Saint-Sulpice me recuerda los alardes mastodónticos de San Pedro de Roma.

Suelo detenerme a contemplar un detalle descrito erróneamente en la novela y por el cual es famosa la iglesia: la línea meridiana solar, formada por un orificio —el gnomon— en la vidriera al extremo del brazo sur del transepto, que proyecta una imagen del sol sobre el suelo del crucero, donde hay una línea metálica incrustada. La imagen del sol cruza esta línea aproximadamente al mediodía y la posición de la imagen depende de la fecha.



Es en realidad un reloj de sol de grandes dimensiones, con algunas peculiaridades. La línea meridiana está orientada exactamente en dirección Norte-Sur. Esta línea sería paralela al transepto si la iglesia tuviera orientación canónica, es decir, con la cabecera hacia el Este. Pero no es así: hay una diferencia de 11 grados. La cabecera apunta al los 79 grados en una brújula, mientras que si estuviera orientada perfectamente al Este apuntaría a los 90 grados. Seguramente la orientación de la iglesia tuvo que ajustarse a los edificios de los alrededores.

Pero hay algo más curioso, al menos para mí: la línea de la meridiana solar, atraviesa en parte la escalinata de acceso al altar, y tiene en ese punto una marca, el equinoccio de primavera y de otoño. Si desde ese punto trazamos una línea imaginaria exactamente en dirección Oeste, a una distancia de 157 metros se encuentra la casa donde vive Catherine Deneuve.



Cuando salgo de la iglesia, me detengo en la puerta central y, de espaldas al templo, echo un vistazo al edificio al otro lado de la plaza, al largo balcón corrido de la quinta planta, decorado con grandes maceteros. Y saludo con una leve inclinación de cabeza.

Por eso he dicho antes "como un peregrino".




Karma

 



Suelen llamar karma a esa ley esotérica que nadie entiende muy bien, y que viene a decir que no hay pecado sin castigo. En realidad es algo mas simple: es sólo la ley de acción y reacción, de causa y efecto. Todo lo que hacemos tiene consecuencias inevitables y proporcionales a nuestros actos. Es otra forma de referirse al Primer Principio de la Termodinámica: la materia y la energía se conservan en todo sistema aislado. Si se produce energía, se pierde por otro sitio. "Las gallinas que entran por las que salen".

Poco después de cumplir un año, contraje una meningitis bacteriana, neisseria meningitidis. Mis padres estaban sobre aviso porque se habían dado casos en la zona donde vivíamos. Sobre todo en niños. Y dos de ellos habían muerto. (Todo lo que cuento me lo dijeron años después).

Empecé con fiebre. Pero los bebés siempre tienen fiebre, así que la alarma saltó sólo cuando mi madre observó que mis ojos miraban en direcciones opuestas, como un camaleón. A partir de ese momento todo se movió muy deprisa. En aquella época, obtener penicilina era una odisea (hablo de finales de los años 40). 

[inciso]

El 27 de Mayo de 1942, Reinhard Heydrich, Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, cruzaba Praga en su Mercedes-Benz 320 B descubierto, cuando dos partisanos checos le arrojaron una mina antitanque modificada. Heydrich sufrió graves heridas, aunque podría haber sobrevivido. Pero las heridas profundas producen infecciones difíciles de tratar: el daño de los tejidos impide que los leucocitos lleguen a la infección, y Heydrich desarrolló una septicemia. Se dice que durante su hospitalización, los gobernantes nazis intentaron obtener penicilina de Inglaterra —que en aquel momento producía ya penicilina para sus heridos— por intermediación de un país neutral. Los británicos se negaron, y Heydrich murió el 3 de Junio.

[fin del inciso]

Tuve más suerte que Heydrich. Mi incidente fue algo posterior, y además, mi padre se las ingenió para obtener penicilina. Nunca me dijo cómo, pero siempre he pensado que fue por algún procedimiento irregular.

Me ponían una inyección cada tres horas. Los meningococos no estaban acostumbrados a la penicilina, así que se llevaron una buena paliza. A las 24 horas ya estaba curado. Sin fiebre, sin síntomas neurológicos y dando el coñazo como todo niño normal de mi edad.

En los años que siguieron, mis padres me observaban con gran preocupación. ¿Habría daños cerebrales que se irían manifestando al crecer? No fue el caso. Mi desarrollo motor y lingüístico parecían normales. Los médicos no apreciaban ninguna secuela. Y yo seguía dando el coñazo. Business as usual.

Pero hay un par de cosas que, aunque no puedo atribuir directamente a mi relación con el meningococo, siempre he pensado que podrían tener algo que ver.

La primera es que, desde mi segunda pubertad hasta el final de la universidad, desarrollé la llamada parálisis del sueño. Yo la llamaba familiarmente catalepsia. En aquel tiempo los médicos no sabían lo que era. Me recetaron barbitúricos, que me hacían sentir de maravilla, y cuando el síndrome desapareció, me olvidé del asunto.

La otra cosa es que tuve epilepsia inducida por luz estroboscópica (llamada epilepsia fotosensitiva). Los graciosos decían que era debido a las luces parpadeantes de las discotecas. A mí me pasó por mirar de cerca un televisor antiguo, de los de tubo de rayos catódicos. Su frecuencia de barrido hacía algo con mi cerebro: lo detenía. En una ocasión me tuvieron que apartar de una pantalla, porque me quedé como atontado hasta que alguien me apartó. ("Some people with PSE (Photosensitive epilepsy), especially children, may exhibit an uncontrollable fascination with television images that trigger seizures, to such an extent that it may be necessary to physically keep them away from television sets".) ¿Tuvo algo que ver con la meningitis? No lo sé. Fui a un neurólogo que quería hacerme un EEG mientras me hacía mirar una luz parpadeante. Quedamos para una consulta, pero nunca acudí a la cita.

Y ahora me pregunto: Si cuando me dieron la penicilina, ésta escaseaba tánto como para estar racionada, y se usaba sólo en casos especiales, ¿quiere eso decir que las dosis que me administraron fueron detraídas de otros pacientes potenciales, enfermos con heridas infectadas o quizá incluso otros niños con meningitis?

Y he llegado a pensar que cuando pase a la otra vida (esto no lo tengo muy claro) me encontraré con alguien que me dirá que era él quien tendría que haber recibido mi penicilina. Y como la ley del karma dice que todo acto tiene sus consecuencias, aunque yo no fuera responsable de aquel incidente, deberé pagar por ello, no sé qué ni cuánto, pero la ecuación debe resolverse, la suma debe ser cero.

Argumentaré que no tuve la culpa, pero el otro me dirá: "No, no pasa nada. Realmente te agradezco que me libraras de pasar por todo aquello. Los colegas zombis que hay por aquí me dicen que fue un completo desastre, especialmente los 80".


Modern Phrenology by Judith Glick


Fire and Rain




Hace algún tiempo encontré en internet una observación interesante, no sé si fue en un blog, en reddit o algún foro por el estilo. Era más o menos así (cito de memoria):

"Hoy me disponía a tomar un medicamento que me han recetado y, al abrir la caja, lo he hecho, no por el lado donde está el prospecto, sino por donde están las pastillas. Como esto no suele suceder nunca, he creído que debía compartir con vosotros ese bello momento".

Aquella curiosa reflexión me sorprendió. Pensé que la posición del prospecto —como en la paradoja del gato de Schrödinger— no está en un sentido ni en otro, sino en una superposición de ambos estados, que sólo se resuelve al abrir la caja por uno u otro extremo.

He recordado el caso del medicamento y su prospecto porque he pasado por una experiencia que tiene algo en común con aquella.

Me han recetado una medicina, y he hecho algo que ni los médicos recomiendan: leer el prospecto en su totalidad (bueno, la parte que estaba en español). Dicen que la lectura de esos prospectos te vuelve paranoico —si es que no lo estabas ya— hipocondríaco, te arrastra a teorías conspiratorias, grupos anti-vacuna, negacionistas del Covid, &c. &c. o sea, más o menos como Miguel Bosé (sin rimmel, espero).

Pero lo interesante es que al volver a plegar el prospecto, lo he dejado tal y como estaba plegado en origen, lo he doblado tal como salió de fábrica. Y a la primera, sin vacilaciones, una ensoñación de origami, el tiempo corriendo hacia atrás, la magia de algo que se agita sin apenas tocarlo, un acto de prestidigitación que asombra y conmueve.

Y me ha parecido un acontecimiento tán inusual, que tengo la sensación de haber violado alguna ley fundamental de la naturaleza. Puede que haya sido fruto del azar, pero es que no conozco a nadie que haya podido volver a plegar un prospecto de una medicina. Al menos al primer intento.

Así que me he sentido muy próximo a aquel otro anónimo que comentó su experiencia en aquel foro de internet, como si perteneciéramos a una extraña hermandad secreta con acceso a fantásticos superpoderes.

Y he creído que debía compartir con vosotros ese bello momento.



Conspiraciones




El otro día pensaba yo que la famosa guerra comercial entre USA y China está perdida. Perdida para USA, pero también para el resto del mundo occidental. 

Las guerras se ganan con frecuencia por detalles en los que nadie repara. El dominio del caucho por parte de Brasil cayó cuando se empezó a traer caucho de Indonesia. Y después los alemanes inventaron —por necesidad— el caucho sintético (un polímero de butadieno y estireno, para quien le interesen esas cosas), ya que los países productores de caucho no estaban bajo control del Eje.

Nos ha vuelto a pasar. China ha logrado hacerse practicamente con el monopolio de la manufactura de ropa. Parecería que la ropa no es tán esencial, pero he descubierto que su maquiavelismo va más allá del monopolio: Hay una conspiración china que consiste en hacer los ojales más pequeños que los botones. A qué clase de caos mundial pueda conducir esto, lo dejo a la imaginación del lector. Basta con pensar en un primer ministro al que llaman urgentemente para abordar una crisis internacional, y que no consigue abrocharse la camisa, en lo cual pierde un tiempo precioso, del que puede depender el destino de su pais.

Otra conspiración en curso viene esta vez de Alemania. Me refiero a los monomandos para el baño/ducha. Se trata de un artefacto demoníaco que, en teoría, permite graduar con un solo control la temperatura y el flujo de agua. Esto es imposible, como ha podido comprobar hace tiempo todo el Occidente Cristiano. Se controla la temperatura "o" el flujo de agua, pero no ambas cosas a la vez. Esta propiedad recuerda mucho a la mecánica cuántica: de una partícula sub-atómica se puede conocer la posición o el momento, pero no ambas cosas a la vez. Se trata de un par de variables conjugadas. El llamado principio de incertidumbre. Me pregunto si Heisenberg tuvo algo que ver con la grifería.

Y otra propiedad (también mecano-cuántica) de los monomandos es que se mueven a saltos, no de manera continua. Hagan la prueba de decir en plena ducha aquello de "voy a poner el agua un poco más fría". La clave está en ese "un poco". Lo que se produce es un salto cuántico. Ya saben de lo que hablo.

Y lo peor de todo es que el monomando, creado para reducir los costes y el material de fabricación, se vende como una ventaja para el usuario. Eso sí que es el arte grande —que diría un flamenco— del marketing: vender como una ventaja para el cliente lo que es sólo una ventaja para el fabricante.

Hay otros ejemplos interesantes, tales como vender como nuevo un pantalón roto. Quiero decir roto deliberadamente. La excusa es que está de moda, y que todos los influencers llevan pantalones rotos.

Y ¿qué decir de los pantalones cortos de caballero (que diría un vendedor)? Hace poco paseaba junto a mi asesora de imagen, y nos cruzamos con un hombre, típico padre de familia veraneante, que iba vestido de cintura para arriba como si fuera a subir al Annapurna (hacía bastante fresquito). Pero llevaba pantalones cortos. Porque era Agosto. Y en Agosto los veraneantes llevan pantalones cortos por ley. Por debajo de los pantalones asomaban unas patitas flacas y depiladas de ciclista profesional que contribuían al aire enfermizo del hombre. Le dije a mi asesora: "Recuérdame que, por muy mal que se pongan las cosas, nunca, nunca, me ponga unos pantalones cortos".

Y como hoy estoy hablando de comercio y moda, os contaré un sucedido que me sucedió una vez en una ciudad cuyo nombre no mencionaré. Entré en una tienda de música a comprar cuerdas de guitarra. La tienda estaba vacía, y el único empleado/dueño conversaba con uno que parecía más un vecino que un cliente, ya que hablaban de trivialidades. Le pedí las cuerdas y, sin mirarme siquiera, abrió un cajón y tiró sobre el mostrador un paquete de cuerdas. Vi que eran de una marca desconocida, y por el precio no parecían muy buenas. En cuerdas de guitarra no se debe escatimar ya que, por muy poco dinero, la diferencia de sonido puede ser abismal.

Le dije "¿no tiene usted de estas o estas?" (y mencioné un par de marcas conocidas). Me contestó "Sí, pero esas son sólo para profesionales". 

Vaya, vaya. 

Contesté: "Y ¿cómo sabe que no soy profesional?". A lo que respondió: "Porque yo conozco a todos los profesionales de la ciudad y a usted no le conozco".

Hace poco pasé por allí y la tienda había cerrado. Las cuerdas las compré, por supuesto, en internet. Más baratas. Y me llegaron en 24 horas.

Podríamos hablar de la crisis del pequeño comercio, pero no hoy. Creo que al final, cada quien tiene lo que se merece, sea un ojal pequeño, un monomando de ducha, un pantalón roto o una tienda de música cerrada.



Trislander



En cierta ocasión, me encontraba en un rústico aeropuerto sin poder despegar.

—Es el motor de arranque— me dijo el piloto cuando me acerqué a enterarme de cuál era el problema —El motor está bien, pero el motor de arranque no se conecta.

Éramos doce. Esperábamos de pie, mientras el piloto había hecho subir a la cabina a uno del grupo —que parecía algo más listo— y le indicaba cuándo poner y quitar el contacto, mientras él (el piloto) trataba inutilmente de arrancar el motor tirando de la pala de la hélice.

El aeropuerto era tan solo una pista de hierba de algunos cientos de metros de largo y no más de cuarenta de ancho. Lo único que lo identificaba como aeropuerto —y lo único realmente esencial en un aeropuerto— era la manga de viento roja y blanca, que ahora colgaba fláccida, al atardecer, con el sol ya poniéndose, demasiado pronto para nosotros, pero normal a la altura del ecuador, latitud cero.

Al otro lado de la pista, un grupo de cinco negros empuñando largos machetes, se ocupaban en cortar la hierba y mantener la pista —si se la podía llamar así— despejada. Los machetes eran tan largos que les permitían cortar la hierba sin necesidad de agacharse. Se lo tomaban con mucha calma, y a ratos nos miraban con curiosidad. Parecían tener todo el tiempo del mundo. Seguro que para cuando llegasen al final de la pista, la hierba habría crecido de nuevo en el otro extremo. Y vuelta a empezar. Sísifo en versión africana. Walk a mile in these Louboutins.

—Si no conseguimos despegar, creo que vamos a ser su cena— No pude evitar el comentario sarcástico al ver cómo aumentaba el nerviosismo del grupo al sentirse aislado en aquel sitio. Una de las chicas me miró con gesto de odio. Pensé que si ella y su marido, recién casados, habían decidido venirse a los trópicos a un viaje exótico (pastillas para la malaria, un clima difícil de imaginar) se lo tenían merecido. «El próximo verano, a Torrevieja» pensé.





El avión, un Trislander, nos había tratado bien hasta entonces. Había que entrar a cuatro patas, y el ruido de los motores era ensordecedor, pero volaba bien, esquivando los altocúmulos que se formaban a mediodía en la costa del Índico. El piloto me informó (yo le debía dar la impresión de ser menos propenso al pánico que el resto del pasaje) de que se proponía despegar con sólo dos motores, (el Trislander tiene un motor en cada ala y un tercero encastrado en el timón vertical de cola), arrancar el tercer motor usando la fuerza del aire, aterrizar, subirnos a bordo y volver a despegar, ahora con los tres motores. Y así lo hizo, mientras los turistas contemplaban inquietos cómo el avión vacío maniobraba para despegar.

No me ahorré ningún comentario mordaz (mientras mi acompañante me daba codazos reprobatorios). 

—Ahora se irá a Mombasa a tomarse unos gin and tonic y no volveremos a verlo. Seguro que es uno de esos británicos aventureros hartos de las Islas que se ha venido a montar un negocio de charters. Y mientras el se pasea borracho por la playa, los de los machetes darán buena cuenta de nosotros. Las mujeres primero.

Los turistas reaccionan muy mal ante los imprevistos, y me miraban con odio creciente. Pero el piloto hizo lo que había dicho. Despegó con el avión vacío con sólo dos motores, hizo una pasada sobre nuestras cabezas y pudimos ver como el tercer motor arrancaba entre toses y una nubecilla negra salía de su escape. Aterrizó y todos subimos apresuradamente. Excepto yo. Con cierta tranquilidad que me parece esencial para afrontar los riesgos —y un poco para hacerles la puñeta— subí el último tras asegurarme de que nadie se dejaba en tierra nada de nuestros equipajes. Los pasajeros, con el egoísmo característico de los turistas de verano, llenaron la mitad de los asientos con bolsas de souvenirs y otras chucherías innecesarias. Así que me tocó acomodarme en la red de sujeción de carga que había colgando del techo en el cono de cola.

El Trislander despegó limpiamente como para desquitarse de nuestras dudas sobre su fiabilidad. Y mientras acelerábamos por la pista, apunté con la cámara al grupo de negros, apoyados en sus largos machetes. Miraban al avión con la indiferencia de quien ve pasar una mosca. Uno de ellos me hizo un gesto inequívoco. Se pasó la mano extendida por el cuello. 

—Adiós— pensé. —Quizá la próxima vez te hagas conmigo un entrecôte, pero por ahora yo voy rumbo a Mombasa y al aire acondicionado del hotel, y tú tienes aun mucha hierba que cortar. Lo siento. No soy yo el que hace las reglas.

Por el camino de vuelta atravesamos la inevitable tormenta tropical vespertina y todo el mundo acabó mareado. 

Nunca regresé a África. No soy Robert Redford. Ni Clark Gable. Pero si me garantizasen que me encontraría con Grace Kelly, volvería aunque me costara la vida. No así Meryl Streep. A esa no la aguanto.



La persistencia de la visión




Somos nuestros recuerdos; y sin ellos, poco más que amebas flotando en una charca sucia, buscando nuestra próxima comida, quizá la última…



…never grow old




Butterfly lazily drinking the sun,
Lavishly sprinkled and painted with gold.
Here in the land of the mist and the lake,
Me and my true love will never grow old.



Seen dimly before dawn




Where are you now, you who ran over the moonlit furrow and ruled it?
The thick light throbbing, and the unheard trumpets calling
To what strange battle?

Low muttered words, and things seen dimly before dawn
Informed you then, before the ice-glare of day
Came with its crude clarity


Edward Hopper, Automat, 1927, Des Moines Art Center, Des Moines, Iowa

Chehalis and Other Voices




There was a Door to which I found no Key
There was a Veil past which I could not see
Some little Talk awhile of Me and Thee
There seemed — and then no more of Thee and Me.

(Omar Jayam, Rubaiyat. Trad. Edward FitzGerald, 1859)



Le temps des cerises




J'aimerai toujours le temps des cerises.
C'est de ce temps-là que je garde au cœur
une plaie ouverte.
Et Dame Fortune, en m'étant offerte
ne pourra jamais fermer ma douleur…
J'aimerai toujours le temps des cerises
et le souvenir que je garde au cœur.

(Jean-Baptiste Clément, Le temps des cerises, 1866)



Those were the days



those were the days
yes, they were
those were the days
those were their ways
miracles everywhere, where are they now?
they're gone