Eternal sunshine of the spotless mind

 


El hombre era casi invisible, quiero decir que su apariencia era tán corriente, tán neutra, que nadie se fijaría en él. De estatura más bien reducida, sus maneras como de otra época eran la única peculiaridad que alguien recordaría de él. Parecía un personaje salido de una foto antigua del Café Gijón, aunque el bar en que estábamos era más bien modesto. Ya habíamos coincidido en otras ocasiones en aquel sitio.

Bebió un sorbo de Jack Daniel's de su vaso, y se quedó mirando al techo, en silencio.

Parecía que iba a quedarse así, inmóvil para siempre. Si no fuera porque tenía los ojos abiertos, hubiera pensado que se había dormido. O que se había muerto.

Traté de continuar la conversación.

—Entonces, si no le he entendido mal, usted sería partidario de borrar de nuestra mente los recuerdos no deseados.

Me respondió, como saliendo de un trance.

—Sí… más o menos. Perdone, me había distraído, ya sabe, los recuerdos… —y no pudimos evitar reírnos los dos.

 —Creo —continuó— que los recuerdos son a veces una carga, sería mejor hacerlos desaparecer para liberar nuestra mente de un dolor innecesario.

—Pero los recuerdos son en realidad parte de lo que somos, se ha llegado a decir que realmente, somos nuestros recuerdos —la suma de nuestros recuerdos, diría un matemático. Todo lo que nuestra memoria guarda, es eso que somos en el presente.

—En efecto, incluyendo los recuerdos que quisiéramos no tener. Piense en todos sus recuerdos que, al evocarlos le producen una desagradable sensación de "tierra, trágame"; o los recuerdos con que tienen que vivir gente como los policías o los soldados que regresan de una guerra, cosas que quisieran no haber visto nunca. Si pudiésemos borrar algunos recuerdos, daríamos cierta paz de espíritu a esas personas. De hecho, se han probado fármacos que permitirían borrar recuerdos de forma selectiva. 

—Cierto, y no parece mala idea, aunque dudo que los recuerdos individuales se puedan tratar y borrar uno a uno. La amnesia podría devolvernos la paz en algunas situaciones, pero a la vez haría que dejáramos de ser quienes somos. Piense en la enfermedad de Alzheimer, o la demencia senil, en que la pérdida de los recuerdos convierte a una persona en un ser que, ni reconoce a los demás, ni es reconocido por ellos. La manipulación de los recuerdos acabaría con nuestra personalidad individual.

—Entiendo lo que quiere decir… Quizá la clave estaría en un borrado selectivo. Creo que en el futuro, la medicina permitirá "localizar y destruir" —usando el lenguaje militar— los recuerdos que sean sólo una molestia de la que podamos prescindir y seguir siendo nosotros mismos. 

—Sería realmente un gran invento, pienso en recuerdos de mi pasado que eliminaría sin dudarlo.

—¿Ha visto usted "Memento", de Christopher Nolan? Es muy interesante, habla de una condición poco conocida, la amnesia anterógrada, la incapacidad para retener los recuerdos más allá de unos pocos minutos. Similar al caso de un tal Henry Molaison. Para curarle de graves convulsiones que hacían peligrar su vida, le cortaron el corpus callosum,  es decir, le seccionaron el cerebro por la mitad. Sí, sí, no ponga esa cara. Puede hacerse. Cuidadosamente, claro está. El caso es que contrajo amnesia anterógrada. Y Clive Wearing, a quien una infección vírica lesionó el cerebro y le dejó en el mismo estado. Recordaba sólo lo anterior a su enfermedad. A partir de aquel punto, todo le parecía nuevo; cada vez que veía a su mujer, se emocionaba como si no la hubiera visto en años. Una forma complicada de vivir… pero curiosamente, conservaba su habilidad para tocar el piano, y con el tiempo, llegó a habituarse, en cierto modo, a su nueva condición.

—Hay varios textos sobre la persistencia de la memoria. ¿Ha oído usted hablar de un personaje que se hace llamar *entangled*? Es un sujeto que escribe en internet, y reflexiona a veces sobre la posibilidad de que los recuerdos persistan tras la muerteaunque creo que es sólo un recurso literario, ya que dice ser ateo y no creer en la supervivencia de la mente tras la muerte física. La idea que menciona *entangled* procede de la película japonesa "Afterlife". Y *entangled* menciona también otra curiosa idea: Que nuestra existencia depende de los recuerdos que dejamos en la memoria de otras personas. 

—¿Le conoce usted?

—¿A *entangled*? Claro, yo soy *entangled*.

—Usted lo que es es un bromista, pero me interesan sus ideas sobre la memoria.

—La memoria es el tiempo colocado secuencialmente. Einstein decía que en realidad todo está presente ahora. Hasta inspiró un poema de T.S. Eliot sobre ese punto.

—¿Einstein?, no es personaje que goce de mi simpatía… Siempre he pensado que era un pusilánime, dubitativo, carente del coraje que hacía falta para publicar a las claras lo que las evidencias ponían delante de sus narices. Pero dudaba, tardó años en atreverse a mostrar la Relatividad General. De no haberlo hecho, no hubiera pasado nada: la Relatividad estaba ya para entonces "madura", estaba en el ambiente, por así decirlo. En menos de una década algún otro físico más atrevido la hubiese publicado. Pero no niego que Einstein era un excelente matemático, y que tuvo la intuición de juntar ideas de la física de su tiempo que estaban ya presentes en los foros científicos. Pero estoy divagando…

—Siga, esa idea del borrado selectivo de la memoria me ha recordado una película curiosa, no recuerdo el título. Trata de un hombre y una mujer, una pareja con una relación cuando menos problemática, una alternancia de encuentros y desencuentros. No es una película de ciencia-ficción, aunque contiene elementos fantásticos. Resulta que un día, el hombre se entera de que ella ha decidido someterse a un tratamiento que le permitirá borrar todos los recuerdos relacionados con él. Él se sorprende, se siente humillado, sufre el mayor desprecio que se pueda uno imaginar, que otra persona borre de su mente todo recuerdo relacionado con uno…

El hombre levantó el vaso vacío.

—El caso es —dije— que no recuerdo el título de la película. Es algo como "Eternal sunlight…" No, "Eternal silence…" algo parecido. ¿Está usted haciendo un brindis a la diosa de la memoria?

—No. Estoy indicando al camarero que me traiga otro whisky. ¿Quiere usted también?

—Por supuesto. El whisky es excelente para prevenir la decadencia del cerebro… Quizá porque contiene componentes químicos comunes con los rabos de pasas. Así evitaremos que se nos quede el cerebro como una tabula rasa… ¡"Spotless mind"! Eso es, "Eternal sunshine of the spotless mind", ese es el título.

—No le han hecho falta las pasas… Pero tomémoslo despacio, no como los americanos, que parecen tener prisa por apurar sus bebidas.

—Prisa para todo. Vano esfuerzo, la muerte les alcanzará igualmente.

—Aquí vienen nuestros vasos. Y la muerte no ha llegado todavía.

She's very rarely late…


If only there could be an invention that bottled up a memory, like scent. And it never faded, and it never got stale. And then, when one wanted it, the bottle could be uncorked, and it would be like living the moment all over again. 

(Daphne du Maurier, Rebecca, 1938)


We're just two lost souls swimming in a fish bowl
Year after year
Running over the same old ground
What have we found?
The same old fears

(Roger Waters, Pink Floyd, Wish You Were Here, 1975)



How happy is the blameless vestal's lot! 
  The world forgetting, by the world forgot. 
  Eternal sunshine of the spotless mind! 
  Each pray'r accepted, and each wish resign'd?

(Alexander Pope, Eloisa to Abelard, 1717)





Sniper

 



Los dos chicos iban charlando apoyados junto a la puerta del vagón del metro.

No es tán complicado. Una ecuación no es más que una igualdad de dos expresiones matemáticas. Y entonces, si alguna parte es una derivada, la ecuación se llama ecuación diferencial.
—No, si lo entiendo, pero a lo mejor es que no le veo una utilidad clara.
—Luego te pondré un par de ejemplos y verás cómo lo pillas. Es muy fácil.
—Eh chicos ¿cómo se abren las puertas?

Los dos levantaron la vista a la vez hacia la joven que al parecer les hablaba a ellos. Estaba en el centro del vagón, cogida con un brazo a la barra vertical. Con la otra mano sujetaba un patinete eléctrico.

—Tienes que apretar el botón verde, el que pone 'OPEN'— dijo uno de ellos.
—¿Y para cerrar las puertas?— replicó la chica.
— Carl, ¿no ves que te está tomando el pelo?— y dirigiéndose a ella: —las puertas se cierran solas antes de que el tren arranque.
—¿Quieres decir que las cierra el conductor?— continuó ella.
—Este tren no lleva conductor, es automático.
—¿Que no lleva conductor?— el gesto de sorpresa de la chica parecía genuino.
—Carl, te digo que te está tomando el pelo.— Pero él parecía haber adquirido un repentino interés por la chica y la observaba, ahora con más atención. 

El aspecto de ella era algo peculiar. No era muy alta, metro sesenta y cinco o así, pero parecía fuerte. "Seguro que juega a balonmano o hockey hierba" pensó Carl. Pelo muy corto y rubio. Hablaba un poco raro, parecía extranjera, como de algún sitio de centroeuropa. Vestía un mono negro con grandes lunares color naranja, con una cremallera a lo largo del frontal. Manoplas y zapatillas de ciclista. Y una pequeña mochila de la que parecía asomar la cabeza de un conejo de peluche que guiñaba un ojo.

—El tren no tiene conductor, pero es mucho más seguro que si lo llevase.
—No me lo creo, pero es igual. Ciao.

La chica dio una palmada al botón verde mientras el tren iba frenando ya en la estación. Bajó del vagón con el patinete y Carl salió tras ella. Su amigo se quedó atónito.

—Pero ¿a dónde vas?
—Las ecuaciones diferenciales otro día. Sorry, es un LAFS.— LAFS era su clave para "Love At First Sight".

Carl caminaba tras ella en medio del andén abarrotado, con gente moviéndose de aquí para allá entre codazos y empujones. Ella se quedó parada y se creó un atasco momentáneo. Se dio la vuelta.

—Tío, me estás siguiendo.
Pues sí, pero yo no voy por ahí contando mentiras, "¿Cómo se abren las puertas?"— dijo imitando la voz de ella. —Yo lo que digo es: a la salida de esta boca del metro hay una cervecería muy buena. Salimos, te invito a una cerveza y ya está. Y te cuento cómo funciona el metro automático sin conductores.

La chica lo pensó un instante.

—Bien, pero vamos ya, que aquí estamos entorpeciendo el paso y me están pisoteando el patinete.

Salieron a la calle y se dirigieron a la cervecería. Había mucha gente. Él le señaló una mesita en el centro del local.

—Coge la mesa, yo voy a pedir a la barra. ¿Media pinta de lager?

Ella hizo un gesto afirmativo y se sentó en una banqueta alta. Se acercó una camarera que andaba recogiendo mesas.

—Tiene que dejar el patinete en la calle.

La chica puso gesto de contrariedad, justo cuando llegaba él con las jarras.

—Tengo que dejar el patinete fuera. ¿Y si me lo roban?
—No, aquí no te lo van a robar. ¿De dónde vienes tú? Puedes dejarlo tranquilamente.

Ella salió y dejó el patinete apoyado junto a la puerta. Regresó con expresión inquieta.

—¿Seguro que lo puedo dejar fuera?
—Que sí, no te lo van a quitar.— Chocaron las jarras. —Salud.
—Salud. Es un patinete eléctrico muy bueno. Eso y el metro, lo mejor para moverse por ahí.
—¿Qué haces? ¿Repartes pizzas o así?
—No. En realidad soy… es un secreto, no se lo puedes contar a nadie.
—Soy una tumba.
—Soy sniper.
—¿Cómo?
—Sniper, especialista en tiro a larga distancia. Los militares lo llaman francotirador.
—Vaya, a mí nunca se me hubiera ocurrido improvisar una profesión así. Yo soy sólo estudiante de ingeniería civil. Y qué, ¿estás aquí por algún encargo? ¿Atentar contra algún político o algo así?
—No, no es un político, es un particular. Un particular es cuando no es político ni de ningún servicio del gobierno, o sea, empresarios, jueces, gente corriente.
—Y en la mochila esa del conejito llevas el rifle desmontable…
—No, no. El rifle lo recogeré hoy, todavía no me han dicho dónde.
—Pero sí que sabrás quién es el objetivo…
—Sí, eso tengo que saberlo mucho antes para prepararlo todo.
—Y ¿piensas dedicarte a esto toda la vida?
—No, quiero reunir dinero y dejarlo, dedicarme a otra cosa, pero no todavía. Entré en este oficio por casualidad. Pero empieza a ser un poco estresante.
—Y ¿no te parece inmoral, ser un sicario de esos que salen en los periódicos?
—Oh no, los sicarios son gente de países pobres, donde se mata por cantidades mínimas. Yo me dedico a trabajos de precisión, no es lo mismo.  
—La verdad es que pareces de lo más convincente.
—Y más te lo voy a parecer cuando despiertes y tengas que contarlo a la policía.
—¿Cuando despierte?
—La cerveza. El sabor amargo disimula muy bien otros sabores. Dentro de un poco te quedarás dormido. Tranquilo, no es letal. Pero para cuando despiertes yo ya habré hecho el trabajo y estaré en un avión camino de… quién sabe dónde, quizá otro encargo.

Carl miró su jarra de cerveza, ya casi vacía y, por primera vez sintió un leve escalofrío. No podía ser cierto. Estaba seguro de que todo era una broma, aunque muy elaborada.

—Te quedarás dormido. Primero la gente pensará que estás borracho. Luego comprobarán que no te despiertas y pensarán que te has desmayado. Preguntarán si hay un médico. Llamarán a una ambulancia y te llevarán a un hospital. Cuando te despiertes, te dirán que has sufrido una bajada de azúcar, pero que estás bien.

Carl apoyó las dos manos sobre la mesa. Se sentía algo mareado. La miró incrédulo. La chica  tenía unas bonitas facciones, casi de adolescente. Ella le miraba sonriendo, con gesto de lástima.

—Cuando veas que te vas a desmayar, pon los brazos sobre la mesa y la cabeza encima. Así no te caerás al suelo. Pobre Carl, lo siento pero tenía que hacerlo, es una maniobra de distracción. Cuando se lo cuentes a la poli no se lo creerán, pero añadirán más información confusa, más ruido. Mezclarán unas cosas con otras, se fijarán en lo que no deben, como en un truco de magia. Un mono negro con topos naranja, una mochila con un conejito, un patinete… Para entonces ya no me pareceré a Maddie Ziegler, seré más bien como Miranda Sings.
—¿Cómo te llamas?— Carl sintió que se le cerraban los ojos, se le caía la cabeza de sueño.
—Eres un encanto. ¿No querrás que te diga mi nombre real, verdad? Inventaré un nombre bonito para que me recuerdes. ¿Qué te parece Paola? Sí, ese está bien, Paola. Bueno, me voy que tengo cosas que hacer. No voy a pagar, y como tú tampoco vas a pagar en medio del follón que se va a montar, pues resulta que nos han invitado a unas cervezas, ya ves.

Se levantó y se dirigió a la puerta. Cogió su patinete y asomó la cabeza sonriendo, haciendo gesto de "adiós" con la mano. Su boca pronunció en silencio, muy despacio: Paola.

Carl notó que estaba a punto de caer. Hizo lo que se le había dicho. Apoyó los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza encima. La gente pasaba a su lado sin fijarse apenas en él. La camarera se acercó.

—Señor, no puede estar aquí…— Pero Carl ya no le oía.


Where's your mother? Fall down dead
dirty mind 
dirty mouth 
pretty little head

I wish you were here, I wish you'd make my bed
dirty mind 
dirty mouth 
pretty little head…




Tortas de Alcázar

 



Nos encontramos en el AVE Madrid-Sevilla, hace ya muchos años. Y a pesar del tiempo transcurrido, no he olvidado nuestra conversación.

La dama —y digo 'dama' porque entonces, aunque yo no era ya ningún jovencito, ella había pasado ese límite difuso que convierte a una chica en una señora— realmente no era tán mayor. Simplemente, de una generación algo anterior a la mía.

Fue una suerte que ocupase el asiento contiguo, considerando la clase de vecinos de asiento que nos pueden tocar en un tren o en un avión. La dama tenía aspecto y modales de cierta dignidad, clase media, discreta. Profesión liberal, pensé; o quizá enseña en una universidad. Es curioso cómo se perciben esos detalles casi antes de cualquier interacción. Estamos seguramente programados para notarlo, una habilidad que debe estar relacionada con nuestra supervivencia.

Comprobó el número de asiento, me hizo una leve inclinación de cabeza y se acomodó a mi lado. Pensé que iba a sacar un libro o una revista, por algún motivo no me parecía la clase de persona que está todo un viaje concentrada en su móvil, ni mucho menos en un portátil. Tampoco pidió auriculares. Simplemente se quedó con la cabeza apoyada en una mano, mirando al frente sin apenas moverse.

Tampoco yo pedí auriculares ni saqué ningún libro. En los trenes me gusta mirar por la ventanilla y ver el paisaje correr ante mis ojos. En un AVE el paisaje se mueve algo deprisa, así que cierro los ojos de vez en cuando. 

El tren inició la marcha, y en poco tiempo estábamos ya en camino y a toda velocidad. Al cabo de un rato, aparté la vista de la ventanilla y miré el panel junto a la puerta del vagón que mostraba la velocidad del tren: 299 Kph. La voz de ella casi me sobresaltó.

—¿Va usted a Sevilla?
—No, me quedo en Córdoba.

Y de ahí iniciamos una conversación casual sobre los viajes en tren y de cómo la duración de éstos hacía las conversaciones entre viajeros mucho más infrecuentes.

Seguramente nuestra diferencia de edad me convertía en inofensivo. Pensé que ella nunca hubiera iniciado una conversación de haber sido de mi edad. Así son los protocolos sociales y yo los acepto aunque no los entienda.

La conversación derivó a otros temas, y por un momento tuve la sensación de que me estaba haciendo una encuesta, o recopilando datos para documentar una novela. De repente dijo:

—¿Alguna vez ha experimentado la melancolía? —La miré con gesto algo sorprendido— Quiero decir, no tristeza por causas lógicas. Me refiero a esa sensación vaga de pena o de nostalgia, por algo que no nos concierne, pero que nos afecta sin que sepamos por qué.

No soy una persona sociable, he tenido que aprender a serlo por motivos profesionales. De modo que las preguntas personales me violentan, y más si proceden de alguien desconocido. Aunque fueran, como en este caso, de una persona a la cual posiblemente nunca volvería a ver.

Me quedé pensando un rato.

—Varias veces, sí. Si he entendido a lo que se refiere.
—Cuéntemelo. Si no es muy personal, claro.

Está escribiendo un libro, seguro —pensé— o un estudio o algo así. Debe ser psiquiatra; o periodista; o está haciendo una tesis doctoral.

—Sí que es personal, pero nada especial, no me importa contarlo.

Y con la sensación de ligereza que produce hablar con una persona totalmente desconocida, se lo conté.

—En cierta ocasión, siendo yo pequeño, deambulaba por una feria instalada en las afueras del pueblo donde vivía. Ya sabe, tiovivos, montaña rusa, casetas de tiro al blanco, tómbolas y todo eso. Fui a parar a un tiovivo, casi al final de las instalaciones. Estaba desierto. No había público, no había niños, bueno, realmente a aquella hora no había mucha gente en ningúno de los puestos. El tiovivo estaba detenido y vacío. Un hombre —seguramente el dueño o el encargado— estaba sentado en el borde de la plataforma circular del tiovivo. Miraba al infinito, inmóvil, serio. No había nada especialmente dramático en su actitud. Sólo lo que a mí se me antojaba una expresión trágica, que por alguna razón proyectaba a su alrededor el dolor de la existencia, no sé decirlo de otro modo. Pero recuerdo que casi me puse a llorar sin saber por qué. Y ese recuerdo se me ha quedado grabado, entre otros muchos que he olvidado, y de vez en cuando aparece en mi memoria y noto como una angustia inexplicable.

La mujer quedó en silencio. Al rato, habló.

—Sé a lo que se refiere. No sé por qué pero las ferias producen esos sentimientos en muchas personas.
—¿Quizá porque son algo transitorio?
—O porque los feriantes tienen algo que nos hace pensar en la imposibilidad de salir de esa… rueda. La feria de donde no pueden escapar, y siempre de aquí para allá…
—¿No esta usted complicándolo un poco? A veces cuando somos niños, algunas imágenes se nos quedan grabadas, y no hay ningún motivo. Quizá es sólo nuestro estado de ánimo en ese momento. Aunque no las olvidamos.

Ambos quedamos silenciosos. Vi en ella de reojo una ligera sonrisa. Pensé, sonriendo a mi vez "Ahora me toca a mí".

—Bien, y ¿no debería contarme usted ahora su momento de melancolía?

Los dos nos reímos.

—Claro, por supuesto. Verá, hace muchos años, incluso antes de su episodio de niño en la feria, yo hacía un viaje en tren. Pero no como éste. Era un tren que hacía el trayecto Barcelona, Valencia, Alcázar de San Juan, Córdoba, Sevilla y Algeciras. Creo que era así. Yo iba en un coche cama. Uno de aquellos vagones que quizá usted no ha llegado a conocer, unos vagones que por algún motivo eran de origen portugués. Unos preciosos vagones color azul marino con un escudo dorado; y una leyenda que no he olvidado. «Companhia Internacional das Carruagens - Camas e dos Grandes Expressos Europeus».
—Sí que los conozco, pero por fotos de archivo. Eran de «Wagons-Lits Cook».
—Exacto, en uno de esos vagones iba yo durmiendo. Entre Valencia y Sevilla. Y a media noche, yo creo que serían las tres de la madrugada, hicimos la parada en Alcázar de San Juan. Era una noche de invierno; la estación apenas iluminada con unas mustias bombillas; la niebla cubriéndolo todo. No me pude resistir y bajé la ventanilla. En aquellos vagones se podían bajar las ventanillas. Y había un aviso que decía "é perigoso debruçar-se". El aire gélido se coló en mi cabina y me cubrí con la manta. A ambos lados casi no se veía el andén, a los pocos metros desaparecía en la niebla. El silencio era absoluto. Y entonces, en uno de los extremos, oí una voz. Era una voz lastimera y débil, pero clara. Alguien caminaba por el andén vendiendo algo a los pasajeros. «¡Tortas de Alcázar! ¡Tortas de Alcázar!», anunciaba con una voz tristísima amortiguada por la niebla. Cuando el vendedor llegó a mi altura, distinguí a un hombre de mediana edad, con una gran cesta plana de mimbre cubierta con un lienzo. Le compré dos tortas. Le pagué y me saludó llevándose una mano a la boina. El tren arrancó de golpe. Me comí las tortas acompañadas de café con leche que llevaba en mi termo.

La mujer quedó en silencio, y al volverme hacia ella noté que tenía la mirada brillante. Aparté la vista, me sentía como un intruso invadiendo un instante muy personal seguramente imposible de explicar.

—Ya sé que es una tontería, no se sabe por qué hay cosas que se le quedan a una grabadas y nunca desaparecen. 

Quedamos en silencio. Parecía que ninguno de los dos se atrevía a empezar a hablar de nuevo. Así continuó el viaje, mucho más corto de lo esperado.

—Mire, parece que estamos llegando a Córdoba.

Me levanté casi bruscamente y recogí mis cosas.

—No sé si volveremos a coincidir— dijo. —Los viajes en tren ya no son lo que eran…— Extendió la mano. —Soy Adela. Gracias por sus confidencias.
—Yo soy Raúl, lo mismo le digo. Tenga cuidado en Sevilla, creo que está haciendo un calor espantoso.

Aquella noche, antes de dormirme, estuve pensando qué podían tener en común mi sentimiento ante el tiovivo solitario y el de ella en la estación de Alcázar. El tiovivo al final de la feria, donde empezaba el campo, el final de un mundo; y el andén de la estación, perdiéndose en la niebla, sin saber qué había más allá. Recuerdos que con frecuencia se van. Y otros que quedan como clavados, que nos persiguen para siempre, preguntas sin respuesta.



Lacrimosa

 



Cuando aprieto los puños siento las durezas en la parte interior de los dedos, como si hubiera estado usando una pala. Pero sé que no es por eso. Aprieto los puños porque es un modo de darme una fuerza que no poseo, un modo de animarme a hacer lo que no quiero hacer. Realmente sí que quiero hacerlo, aunque sé que preciso de una voluntad extrema, algo que nunca he tenido. Siempre he hecho lo que la corriente de la vida me proponía, nunca se me ha ocurrido pararme a pensar. Haz ésto, haz aquello, allá voy, es lo que se espera de mí. Es todo.

Por eso soy un soldado. Por eso lo era. Ahora ya no es lo mismo. Todo se ha detenido de golpe y de pronto veo el mundo como si lo viera por primera vez.

Todos hacemos cosas que no queremos. Para eso nos entrenan, de lo contrario seríamos incapaces. Pero no es eso lo peor. Puedes hacer algo porque estás obedeciendo una orden, pero lo peor es pasar semanas, meses, sintiendo que en cualquier momento, incluso de noche, en medio del reposo, algo puede saltar por los aires. Y no es que me importe mucho morir, pero la sensación de alerta contínua durante tanto tiempo es agotadora. Por eso existen las rotaciones.

Hace ya tiempo, los médicos militares concluyeron que un soldado no puede estar en ambiente de combate durante más de tres meses. Cuando se sobrepasa ese tiempo, su eficiencia baja drásticamente, de pronto se vuelve inconsciente, se arriesga innecesariamente, pierde hasta el instinto de supervivencia. Las drogas no mejoran la situación. Pueden darle sedantes para que duerma, y anfetaminas por la mañana para que esté de nuevo listo para la acción. Pero no funciona. A la larga aparecen las paranoias y los brotes psicóticos. Por eso hay que retirarlo a retaguardia y sustituírlo por otro soldado: una rotación. 

Y aquí estás. Otra rotación. Pero esta vez ya no puedes más. Hasta los médicos militares más estrictos te han dicho que debes volver a casa. Ya te volverán a llamar cuando puedas pasar de nuevo las pruebas.

Y aquí estás. Acercándote a esa casa que es como si la vieras por primera vez, como una casa soñada. Sólo que es la tuya, tu casa, de donde saliste hace ya tánto tiempo siendo otra persona.

No necesitas llamar. Ya están advertidos de tu llegada. Estás ante la puerta. Sueltas tu bolsa de lona. Nunca te ha parecido tán pesada. Y esperas.

Transcurre un rato en que nada sucede. El tiempo detenido, como tántas veces. Oyes el chasquido de la cerradura. Se abre la puerta. Y allí está ella.

Durante un instante piensas en cuál debe ser tu aspecto. Ahora tienes barba y tu pelo es más corto. Estás más delgado. Aunque más fuerte, también más reseco, como si te hubieran puesto la carne en salazón. Tu expresión casi asusta, "la mirada de las 1000 yardas". Tu ropa limpia, demasiado limpia comparada con el uniforme raído que llevabas apenas ayer. No tienes cicatrices, la suerte te ha librado de las heridas. De las heridas físicas, las otras están ahí, escondidas, y saldrán cuando llegue el momento.

La miras. Ella está igual. O a tí te lo parece. Seria, inmóvil, una mano en la puerta y la otra en la cadera; un gesto como de ligero reproche, como si volvieras de una juerga, de una reunión de sábado con tus amigotes.

Te mira, aun seria. Ves sus ojos brillantes, y húmedos. La miras, como pidiendo clemencia. No sabes qué va a pasar ahora. Hay una brecha enorme entre los dos. No sabes si tienes fuerzas para cruzarla. O si ella quiere cruzarla.

Una lágrima aparece en su ojo izquierdo. La aparta con un gesto casi brusco. Y entonces, como un prodigio de esos que suceden tán raramente, sonríe. Te sonríe.

Y sabes que por fin estás en casa.


Lacrimosa dies illa,
qua resurget ex favilla,
iudicandus homo reus,
huic ergo, parce, Deus.
Pie Iesu Domine,
dona eis requiem.
Amen.

(Misa de réquiem, Lacrimosa)


USMC Private Theodore J. Miller is helped aboard a ship after intense combat on
Eniwetok Atoll. (Reddit).
 

Deja vu

 



—Te voy a contar— le dije hace no mucho a un amigo —una historia. Una historia ficticia, pero da igual que sea ficticia porque sólo quiero que me digas lo que te parece.

—Adelante— me dijo —soy todo oídos—. Mi amigo ya me conoce de hace tiempo, y está acostumbrado a mis extravagancias, incluyendo salidas de tono. Es lo bueno de los verdaderos amigos, que nunca se molestan y escuchan lo que les decimos con cierto distanciamiento, aunque no se cortan si hay que criticar.

—Suponte —le dije— que te doy lo que vulgarmente se llama un "sablazo". Te cuento que paso por un momento delicado de escasa liquidez monetaria, y te ruego que me prestes tres mil euros. Como (aparte de ser amigos, claro) sabes que tengo ingresos y que seguramente te los voy a devolver, me los das.

Yo te lo agradezco efusivamente, te indico que se trata de un problema momentáneo, y que en una semana te devolveré el dinero sin falta. Así que pasamos por una oficina de tu banco y me llevo la pasta.

Al cabo de una semana, nos volvemos a encontrar.

—Ya tengo el dinero que me prestaste —digo— te lo voy a devolver—. Entonces me dices que en ningún momento dudaste de que te lo devolvería, que para eso están los amigos o alguna otra obviedad típica de esas ocasiones.

—Aquí está— te digo. —Dos mil setecientos euros—. Pones cara de que te acaban de contar un chiste muy bueno, y me recuerdas que, aunque no es algo vital, en realidad me prestaste tres mil.

—No, si ya lo recuerdo —digo— pero verás. Durante esta semana, el dinero se ha devaluado. No mucho, pero sí algo. Luego está el hecho de que durante esta semana, he mantenido "tu" dinero a buen recaudo. Eso se llama "gastos de custodia". Ha sido "mi" responsabilidad que "tu" dinero no se perdiera ni sufriera ninguna merma, por ejemplo, que alguien me lo hubiese robado. Eso tiene un valor, que se puede calcular. Y hay que considerar que he perdido parte de "mi" tiempo en hacer contigo la gestión de que me prestaras "tu" dinero. Aunque parezca irrelevante, ese tiempo, "mi" tiempo, tiene un valor, que también tendremos que agregar a los gastos del préstamo. No hace falta que añada el factor "confianza". No es lo mismo que me prestes dinero a mí, que a cualquiera de esos gilipollas que tú y yo conocemos, que a lo mejor al cabo de una semanan ni se presentan o te dicen que no se acuerdan de nada. En cambio yo soy de fiar, y lo sabes; si me prestas dinero a mí, tienes la certeza de que te lo devolveré, cosa que no puedes decir de todo el mundo. Y esa tranquilidad, esa  confianza, tiene también su valor. 

En conjunto, he calculado que todos esos gastos, llamémosles "intangibles", tienen un valor que, expresado en euros, son trescientos. Por eso te devuelvo dos mil setecientos, ya que he descontado todos esos conceptos que te he mencionado. Y ahora dime ¿qué te parece la historia? Pero sobre todo ¿a qué te recuerda? ¿No te parece como "familiar", como si ya te hubiera pasado antes? ¿un deja vu? Sí, no hace falta que me lo digas porque te lo noto en la expresión: es justo igualito a cómo te sentiste al abrir una cuenta en un banco, y fuiste al cabo de algún tiempo a cerrarla, porque realmente no la necesitabas, así que pediste que te dieran el saldo.
 
Ya veo que te brilla la mirada, veo sobre tu cabeza una llamita, como las que representan sobre las cabezas de los apóstoles en la iconografía cristiana, en Pentecostés; como si te hubieses caído del caballo camino de Damasco; como si de repente se te hubiera revelado la estructura atómica del benceno, como si te dieses una palmada en la frente (una palmada virtual) como diciendo ¡cómo no me he dado cuenta! "Cuenta", así la llaman los bancos, cuenta a la vista, o a veces cuenta "premier" o cuenta "exclusive" o "executive" o "privilege" o cualquier otra estupidez que son capaces de expresar sin ruborizarse. Y es que yo, ya lo sabes, no soy economista, no me dedico a ganarme la vida con lo inexistente, como hacen los demonólogos, por ejemplo. Yo soy sólo un observador de paso, un tertuliano, un escéptico. Y con muy mala leche.




Forbidden Planet

 



Siempre me ha parecido que muchas cosas que los hombre hacemos con las mujeres, tales como grabarles una selección de canciones en un pen-drive, regalarles un libro, o acompañarles cuando van de compras, son sólo gestos patéticos, con los que intentamos que no se alejen demasiado, gestos que a la larga, nos producirán vergüenza, esa vergüenza de las cosas que recordamos haber hecho, y cuya memoria no podemos borrar. Si has visto algo, no puedes "des-verlo", como cuando vi a aquel gato con una pata atrapada en un cepo.

Es lo que me pasa con Marthe. Ella lo sabe y creo que me desprecia por ello. Pero yo hago como si no me diera cuenta y sigo igual.

Marthe no es muy agraciada, creo que su principal defecto es que parece tener siempre el pelo sucio. Tiene sentido del humor, y a veces nos reímos juntos, una risa cruel sobre las desgracias ajenas.

Ella siempre parece saber qué es lo mejor para los dos. Yo tengo unos criterios muy poco definidos, ella dice que todo me da igual, así que le sigo la corriente, lo cual nos suele llevar a situaciones complicadas y a veces terribles, como ocurrió con la enfermedad de su madre.

Ayer fuimos al cine. La película fue sugerencia suya, y venía acompañada de críticas muy buenas. A mí me pareció espantosa. No de esas que te levantas de la butaca y te vas, pero me pareció mala, o mejor dicho, es que no la entendí. El director, el guionista o quien fuera contaba una historia poco creíble —suele pasar con las películas— llena de insinuaciones oscuras y frases sin terminar, acompañado todo ello de una cinematografía amanerada, vamos, un desastre, yo no sé cómo le dieron tántos premios.

Y cuando le dije a Marthe lo que me había parecido, se enfadó mucho. Entonces empezaron las acusaciones que yo creo que no venían a cuento. Las cosas te gustan o no te gustan, pero no puedes culpar a la gente por ello. Pero a Marthe le pareció un agravio personal. Conseguí que se calmase, explicándole que a lo mejor era que yo no entendía determinada clase de cine, que soy más bien clásico, de películas de género. Me dijo que no era muy inteligente, aunque usó expresiones ambiguas para edulcorarlo.

No sé, creo que Marthe y yo no encajamos bien. No es que nos vaya mal, pero a veces algo se rompe entre nosotros y no hay forma de arreglarlo. Estoy pensando irme de casa, pero la verdad es que me da pereza, cada vez que pienso en la cantidad de cosas que tendría que cambiar.

Quizá es así como vive todo el mundo, a lo mejor es lo normal, y es sólo que a mí me da por pensar demasiado, en vez de quedarme quieto, quieto, a ver si el tiempo se detiene.

(Opal Lamorant, El Ojo del Huracán)




De profundis

 



¿Nunca has limpiado una letrina? ¿Que no sabes lo que es? Ay, ay, ay, estos millennials… Del latín latrina latrinæ -> retrete. Los había en los baños de la antigua Roma, montados en batería, y en ellos se sentaban patricios, senadores &c. a comentar asuntos de negocios o de política, o sea como ahora:

—Entonces ¿tu crees, Lucius Caius Septimius, que los galos son una amenaza peor que los cartagineses?
—Lo que creo, Anneus Maximus Aurelius es que has comido demasiadas coliflores.

Un inodoro (así llamado por motivos que no comprendo), un WC. ¿Ya? Bien a eso me refería. Seguro que eres varón, como se verá más adelante.

Si has estado en los Marines —como los de las películas— habrás limpiado letrinas seguro, aunque es poco probable que hayas estado en los Marines siendo como eres de Tomelloso. Lo más seguro es que alguien limpie tu letrina por tí. Puede ser una persona encargada al efecto (que suele ser mujer. [Nota a las feministas] no me pregunten por qué suele ser mujer, pero la estadística no engaña [Fin de nota a las feministas]). También puede que sea tu mujer, persona amable y consentidora, a la que le gusta tener la casa como los chorros del oro. (Dicen que hay un instinto ancestral en las mujeres que les lleva a la pulcritud en el mantenimiento del nido, pero si sigo por ese camino, me voy a pasar el rato con notas a las feministas, así que lo dejo ahí).

Para limpiar correctamente un retrete, oh docto varón que me lees, hacen falta dos cosas: equipamiento y determinación. Sobre todo esto último, ya que, al contrario que el equipamiento, la determinación no se puede comprar en el súper.

El equipamiento consistirá en un producto químico adecuado, de esos que se disparan con un gatillo, dos estropajos duros (ya que seguro que el primero acabará deshecho), guantes de fregar (sí, sí, de esos tán baratos, a ver si te crees que vas a hacer cirugía oftalmológica), y opcionalmente, aunque recomendable, papel de cocina y una esponja (quizá dos, por las mismas razones que el estropajo). No se los pidas a tu mujer, ya que te dirá algo como "¿Qué c*** estás tramando?". Sé discreto, mantén un aire despreocupado, no des pistas, James Bond.
 
Provisto de todo ello, necesitas la determinación. Recuerda a los pilotos suicidas japoneses, inspírate en ellos, ciñe tus sienes con la bandera del Sol Naciente, llena un vaso de saké, apúralo de un trago, ¡Banzai! Vamos, concéntrate, no tenemos todo el día, y el retrete sigue ahí, con sus fauces amenazadoras abiertas como el cráter de un volcán.

Mi recomendación es que te sientes ante el retrete en una banqueta de baño. Si intentas maniobrar inclinado o de rodillas acabarás deslomado. Escucha la voz de la experiencia.

Aprecia la magnitud del enemigo al que te enfrentas. Voces amigas te han dicho que el retrete está limpio. ¡Mentiras piadosas, sepulcros blanqueados! El retrete sólo parece limpio, lo suficiente para que ese visitante coñazo al que le da por mear en tu casa, no salga del cuarto de baño con expresión de horror y deshonre tu linaje.

Observa los detalles. Los retretes no son como los de Japón, que lanzan un chorrito de agua apuntando a tu ano, si tu geometría —sin duda distinta al fenotipo japonés— lo permite, ya que de lo contrario impactará en los aledaños. [Nota para potenciales lectores infantiles] Preguntad a papá qué son los aledaños [Fin de la nota]. Digamos que allí en el Pais del Sol Naciente, los retretes son híbridos (sí, como los Toyota), híbridos de retrete y bidé.

Por el contrario, los retretes de aquí se limitan a soltar el agua de la cisterna por debajo del borde, en una zona invisible e inaccesible que parece no existir. Pero ¡existe! Y va a ser tu principal enemigo. Analiza los restos de materias innombrables que se alojan y medran en esa rendija. Necesitarás un espejo. ¡No, no! No el espejo que usa tu susodicha para depilarse las cejas (y también tú lo haces, conocemos tus secretos, tus esqueletos en el armario). Necesitas un espejo parecido al que usan los TEDAX para ver si hay una bomba debajo de un coche. Sé creativo, improvisa, no empieces ahora a poner pegas. Tal espejo te revelará lo que no querías ver, lo que nadie quiere saber, la cruda realidad.

Ponte los guantes. ¡No te mojes las manos todavía! Demasiado tarde. Ahora debes esperar a que se sequen o los guantes no entrarán. Están diseñados para que funcionen así. Bien, póntelos ahora, esta vez sin sorpresas. Coge la botella de líquido limpiador con la mano izquierda y el estropajo con la derecha, y dispara una cantidad adecuada en la zona más dura del estropajo. Trabaja, rasca, sé metódico y concienzudo. Nadie ha dicho que fuera sencillo. Si se te cansa la mano, cambia de mano; si se te cansa la espalda… tómate un respiro. Abre la botella del whisky caro ese que tienes para las grandes ocasiones. Te lo has ganado, campeón. Tampoco te vayas a quedar traspuesto ahora, no es el momento. Levanta, regresa a tu puesto de combate y aférrate al estropajo. ¿Qué se ha desgastado? Eres un crack, pero ya te lo advertí. Coge el otro y adelante.

Cuando creas que el resultado es perfecto, o aceptable, o el retrete haya ganado la batalla y decidas que basta por hoy (lo primero que suceda de las tres cosas) recoge los instrumentos, haz reset a la determinación (ya no te va a hacer falta por hoy), y sobre todo, no se te ocurra decirle a tu mujer que tienes una sorpresa para ella, o corres el riesgo de decepcionarla (una vez más).
 
Piensa en la buena obra que has realizado, el acto perfecto taoísta, el deber por el deber kantiano, algo que nadie sabrá que has hecho (a no ser que disponga de un espejo adecuado). Y ahora puedes hacer caca feliz y satisfecho, con ese sentimiento de completitud, de que todo encaja, de que a pesar de los agoreros y los amargados, la perfección existe, el éxtasis es alcanzable, aunque fugaz y esquivo. Sí, comprendo que te emociones. Llora si es lo que necesitas, no te de vergüenza, los hombres también tenemos sentimientos. Y Cillit Bang.    

De profundis clamavi ad te, Domine;
Domine, exaudi vocem meam. 

(Salmo 130, Libro de los Salmos)




Underrated

Sí, todo hay que decirlo hoy en día en inglés. Underrated, o sea, subvalorado. Me refiero a cantantes, femeninas, de épocas pasadas, que nunca fueron valoradas como primeras damas de la música popular.

Se suele mencionar a Linda Ronstadt (posiblemente la mejor voz pop de la segunda mitad del siglo XX); o a Joni Mitchell, excelente como compositora y letrista, aunque estropeó su voz por culpa del tabaco; o la prematuramente desaparecida Laura Nyro. O en el terreno del folk, Mary Travers, Cass Elliot, y tantas otras.

Pero estas que traigo aquí hoy nunca traspasaron esa barrera invisible de la popularidad, nunca fueron famosas. Y sin embargo, sus cualidades como cantantes igualan o superan a otras más conocidas. Y tenían el coraje de pisar terreno desconocido.

Cantantes femeninas subvaloradas; ángeles olvidados; unsung heroines; chicas haciendo música por debajo del alcance del radar, poniendo la música por encima de cualquier otra cosa, a las que posiblemente no les prestásteis la atención que merecían, la que os estaban suplicando.

Julie Driscoll (+Brian Auger & The Trinity)







Julie Driscoll, de los tiempos del "swinging London". Apareció de repente con "This Wheel's On Fire", un cover de una canción de Bob Dylan. Junto con Brian Auger, un eficaz teclista con el órgano Hammond. Después pasó a segundo plano, y aunque ha seguido trabajando —como muchas más para sus incondicionales, nunca alcanzó el status de diva. Su voz excepcional impresiona todavía hoy, para quien tenga la curiosidad y el tiempo para escucharla. Para mí, será siempre una de las grandes.


 Sonja Kristina Linwood (Curved Air)




Sonja Kristina (aka 
Sonja Kristina Linwood)  era profesional. Participó en el primer casting londinense de "Hair", y luego pasó a ser cantante de Curved Air, un grupo que intentó ir un paso más allá, hacer algo que no era prog-rock, algo como un género nuevo que dignificase el pop con músicos de calidad y un sonido peculiar que no tuvo imitadores (como le pasó a Jethro Tull o a King Crimson). Pero la gente ya no quería eso, así que pasó a los circuitos reducidos de seguidores fieles, eso sí que fue verdaderamente música "underground". Como todas estas, voz impresionante y presencia escénica única. De ella dice el que luego sería su marido, Stewart Copeland (batería de 'Police'):

Sonja Kristina has arrived on stage. Suddenly there is no band, no stage, no college kids. Just Sonja glinting in the green light. She moves like smoke across the stage, hardly seeming to move at all, but underdulating in slow motion. Who cares what the band is doing? As a muso I've never bothered with singers, considering them to be musical passengers. How wrong I've been! She's not even singing yet, and she owns  everything.


Jacqui McShee (Pentangle)





Jacqui McShee. Considerada una de las tres grandes del folk británico, junto con Sandy Denny (Fairport Convention, Fotheringay) y Maddy Prior (Steeleye Span). Siempre discreta, cantando sentada, con gafas oscuras o una gran pamela ocultándole el rostro, decía en uno de sus discos: "Solía cantar con mi hermana, hasta que la cambié por cuatro hombres". Y vaya cuatro. Danny Thompson y Terry Cox, que habían trabajado con Alexis Korner, y John Renbourn y Bert Jansch, posiblemente los guitarristas más reputados de la escena folk británica. Jacqui, dotada de unas cualidades vocales que exceden lo que se entiende por "buena voz", rehizo "Pentangle", cuando ya Bert y John habían muerto, y siguió haciendo lo que le gustaba, creo que lo sigue haciendo aun, que Dios la bendiga.


Annie Haslam (Renaissance)



Annie Haslam. Posiblemente la mejor de todas. Con una voz fuera de lo común que abarca cinco octavas, es por muchos considerada la mejor voz blanca de la segunda mitad del siglo XX. Yo estoy completamente de acuerdo. Siguiendo su instinto, huyó de la música comercial, en la que podía haber sido la número uno, y se unió a un grupo peculiar, "Renaissance", que pretendían hacer (al igual que "Curved Air") algo un poco más allá del pop de la época, que empezaba ya a degenerar en cosas como el punk, y otras fiebres de sábado noche. Y al igual que las demás, arropada por un público fiel y ya algo maduro ha seguido haciendo lo que le gusta, sin concesiones a la industria. Es la J.D. Salinger de la música. Yo canto, y vender discos es accesorio, incluso innecesario. Una inspiración para quien sea capaz de apreciar el arte, en este caso musical.

Romance del contribuyente

 


ROMANZ DEL CONTRIBUIENT

Que por Mayo era, por Mayo,
cuando hace la calor,
cuando los contribuyentes
van a pedir borrador.

Abro la caja sin alma,
pongo el router en acción.
Entro en el lóbrego sitio,
hago acopio de valor.

Exígeme santo y seña,
"Dime quién eres, bribón".
Doyle mi nombre y mi apodo
como identificación.

"No basta", gruñe la Bestia,
Y añado lo que exigió:
Casilla cuatro cuarenta
de mi anterior agresión.

Sigo el ritual, temeroso.
Si bien cruel, poco duró.
"¡A ingresar!" brama el software.
Déle Dios mal galardón.

(Raoul de Metz, S. XXI)