…no traveller returns

 






















Lavinia es quien se encarga de organizar los viajes a los empleados de la empresa donde trabajo. Lavinia es una joven muy amable que se interesa por nosotros cuando nos encontramos con problemas en algún lugar remoto. No es raro vernos lejos de casa por culpa del trabajo, en algún sitio exótico, a veces en países con conflictos políticos, infraestructuras decrépitas, contratiempos con visados y permisos. Su nombre, Lavinia, parece sacado de un novelón británico de esos que leen las señoras en verano en la playa. Ella siempre nos saca de cualquier aprieto. En eso tenemos suerte, mucha más que los empleados de otras empresas competidoras nuestras, pobres diablos que viajan por el mundo de forma precaria, como si fueran refugiados políticos.

Lavinia me dijo que me buscaría un buen hotel para mi inminente viaje a Japón. Yo le sugerí la cadena New Otani, de la que tenía buenas referencias por compañeros que habían estado antes en el llamado «país del Sol Naciente». (Siempre me ha parecido una forma cursi de llamarlo. Es el país del sol naciente sólo si lo miras desde occidente, al igual que «Oriente Medio» lo es sólo si lo miras desde Europa).

—¿New Otani? —dijo Lavinia— Son buenos, pero tienen muchas cosas que no vas a tener tiempo de disfrutar. Todo eso de los spa, wellness, piscinas y tal son para turistas. No tendrás tiempo para esas cosas. Te voy a localizar un hotel bueno pero sin bobadas innecesarias. Y con habitaciones pequeñas.

Al oír lo de «habitaciones pequeñas» tuve la visión de uno de esos hoteles que llaman en Japón hoteles-cápsula, donde se duerme en una especie de sarcófago, con todas las comodidades, pero bastante opresivo, al menos para mí.

—No, no es de esos, no te imagino ahí dentro —rió Lavinia— Es uno que conozco con habitaciones de tres por tres metros, de buena calidad, una cama grande y una ducha. Es todo lo que necesitas.

—¿Tres por tres? ¿No es algo estrecho?

—Ya verás que no. ¿Qué vas a hacer en el hotel aparte de ducharte y dormir? Las habitaciones más grandes son sólo cuestión de imagen. No hace falta ni un sofá, ni una lámpara de pie ni nada de eso, al menos en viajes de trabajo. Pruébalo y verás cómo te gusta.


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Así que allí me encontraba yo, apenas un par de días después, sobre la cama de mi habitación del hotel, 3 X 3 metros. No le faltaba razón a Lavinia, todo limpísimo, moderno y simple. Una pantalla gigante ocupaba toda la pared a los pies de la cama, y un teclado se desplegaba de la mesilla, situada tras la cabecera. Una ducha justo para una persona y un armario empotrado. Poco más. 

Tras llegar aquella misma mañana, pasé por el hotel y fui directamente a mi primera reunión de trabajo. Una sala llena de gente, todos de pie y hablando a la vez. Me sentí como en Lost in Translation. Localicé a un americano de origen japonés de nombre Mitsuo, con el que estuve charlando y que me ayudó a conectar con algunos de los asistentes.

—Los japs son muy amables, o eso aparentan. Siempre sonríen para todo. Y aunque suelen hablar más bien en voz baja, por el tono parece que están a punto de desenvainar la katana y cortarte el cuello. Y cuidado con las reverencias. Nada de contacto físico. Te inclinas quince grados y ya está.

Me hacían gracia sus comentarios. Sobre todo porque hablaba de los japoneses como algo ajeno, cuando su apariencia era claramente la de un local. 

—Lo que más me cuesta— dije de lo poco que sé de japonés, es acertar con la entonación.

—Sí, cuando algún extranjero me pregunta qué sílaba se acentúa en una palabra, le respondo: todas. Prueba a acentuar todas las sílabas siempre y verás cómo en seguida te haces popular.

Se unieron al grupo otras varias personas y estuvimos riendo con las ocurrencias de Mitsuo. Él conocía bien las dificultades de los extranjeros y nos transmitía cierta sensación de tranquilidad. Casi olvidé cuál era el propósito de mi viaje: vender una fábrica de coches. Cuando se lo decía a alguien no se lo creía, pero era cierto. Un consorcio de empresas quería vender una fábrica de coches (una fábrica funcionando ya a pleno rendimiento) y otro quería comprarla. Y yo estaba en medio, «templando gaitas» como suele decirse, pensando que si aquello salía bien y todos quedaban contentos, me iba a llevar una comisión de las gordas.

Estuvimos todo el día reunidos allí, de pie, sin apenas comer, picoteando cosas desconocidas que había en unas bandejas. Y cuando eran ya las nueve de la tarde, y el jet lag empezaba a pasarme factura, se decidió que al día siguiente habría una reunión formal (esperaba yo que con sillas) y entraríamos en materia.

Algunos de los presentes hablaron de ir a conocer la ciudad, comer algo de más sustancia y tomar unas copas, pero yo me abstuve. Aparte del la excusa del jet lag, sabía por experiencia que esas copas después del trabajo te dejan zombi a la mañana siguiente.

—Recuerda que estamos en Agosto y en Tokushima hace mucho calor, y húmedo— se despidió Mitsuo. En un instante de pánico no entendí si había dicho Tokushima o Fukushima. Era evidente que necesitaba dormir. 

Llegué al hotel arrastrándome, me quité la ropa de cualquier manera y me metí en la ducha, (perfecto el control de temperatura), puse el despertador con el PC de la habitación y pedí el desayuno para la mañana siguiente bien temprano. No tenía intención de experimentar con los restaurantes locales donde los platos pasan ante tus narices a toda velocidad, y para cuando descubres los ingredientes, ya han pasado de largo. Y menos sentarme por accidente al lado de un turista orgulloso de saber usar los palillos, y que te mira por encima del hombro si pides cubiertos, cubiertos de los de toda la vida, quiero decir tenedores y así.
 
No quería sorpresas orientales, así que dejé bien claro que sería una jarra de café solo, un zumo de naranja y un croissant. Nada más. Después me senté sobre la cama con las piernas cruzadas, muy adecuado para aquellas latitudes, y más considerando que no había ni dónde sentarse ni dónde estar de pie.

Toda la pared del fondo de la austera habitación era un ventanal enorme de una sola pieza de vidrio, desde el techo hasta el suelo y de una pared a otra. Apagué las luces y me quedé mirando al exterior.

Una banda roja en el horizonte marcaba los restos de la luz diurna. Mi habitación debía estar por lo menos en un piso treinta, a la altura de los edificios circundantes, todos ellos torres recubiertas de letreros luminosos incomprensibles de todos los colores, que me recordaban la atmósfera de Blade RunnerPero el aire estaba muy limpio y en las calles el pavimento relucía de algún chaparrón que debió caer durante la reunión. Y había bastante tráfico para aquella hora. Pero no se oía nada, el cristal era realmente grueso.

Allí, sobre la cama, mirando el mundo distante a mis pies, en aquella especie de claustro materno, mi cordón umbilical, mi contacto con el exterior era sólo la conexión de fibra óptica que me unía a la recepción, al room service, a internet, a la televisión… Por un instante, sólo por un instante, comprendí a los hikikomori. Quién querría sumergirse en todo lo de ahí fuera, quién querría dedicar sus energías a vender una fábrica de automóviles, Hiding in my room, safe within my womb…

Hice un esfuerzo por olvidarme de las complicaciones del trabajo. Cualquiera en mi situación hubiera puesto la televisión; o leería un libro hasta que le llegara el sueño; o escucharía música. Yo preferí no pensar en nada. El curioso panorama desde el gran ventanal me hacía flotar sobre un mundo distinto, como en todos los viajes, y no pude evitar que un pensamiento, para mí ya familiar como una migraña, se me presentara sin avisar; un pensamiento que estaba siempre en lo profundo de mi mente, cubierto por otras preocupaciones y distracciones más cotidianas: y cuando esas trivialidades se tomaban un descanso, el pensamiento salía a flote, como el cadáver de un ahogado que sube a la superficie desde el fondo de un lago. El pensamiento era este: Nada de esto es real. Y también: y ¿por qué nadie parece darse cuenta excepto yo? 

No se trata de una lucubración que podría achacar al aburrimiento o al cansancio. Es un pensamiento sobre algo real, físico. Más o menos es así: Todo lo que vemos y sentimos, incluída la imagen que nos formamos de nosotros mismos, está hecho de corrientes eléctricas entre las neuronas del cerebro. Es posible que alguien, alguna entidad exótica haya conectado a nuestros cerebros unos electrodos que nos alimentan con sensaciones que tomamos por reales. O sea que no tenemos ninguna certeza de que ahí fuera haya algo de verdad. Aunque por otro lado, no tenemos más remedio que relacionarnos con eso, real o no, que es lo único que percibimos y que forma, en conjunto, lo que llamamos «nuestras vidas».

Y todo esto en la habitación mínima de un hotel japonés, tras una reunión extenuante con gente que hablaba idiomas incomprensibles y con una buena dosis de jet lag. Pensé si no debería ver a un psiquiatra. O directamente, ahorrarme los honorarios del loquero y tomarme unas cuantas pastillas de algún ansiolítico que me dejara K.O.

Nada de esto es real, volvía a escuchar en mi cabeza. «Pero entonces ¿qué hago yo aquí?», me decía. «Estás aquí para vender una fábrica de coches. Céntrate en eso. Y duerme para poder estar mañana en forma. Y quizá cuando todo esto termine, cuando termine de verdad, cuando traspases por fin la frontera de ese país ignoto del que ningún viajero regresa jamás, quizá entonces alguien te explique por qué estás metida ahí, ahí dentro, haciéndote preguntas absurdas. O puede que no llegues a saberlo nunca». 


…the undiscover’d country, from whose bourn
no traveller returns.