Meeley




Todo empezó en 1968. Estaba yo por aquel entonces moviéndome entre las islas del Pacífico. No tenía un destino concreto. Iba de un sitio a otro según las pistas que iba encontrando aquí y allá. Mi objetivo era escribir una crónica de la Segunda Guerra Mundial, pero centrada en las pequeñas historias. No las grandes batallas, lo que todo el mundo conocía ya, Iwo-Jima, los bombardeos de Tokio, la batalla del Mar de Coral… No. Yo buscaba las pequeñas anécdotas, las absurdas escaramuzas de islas conquistadas y reconquistadas por uno y otro bando, atolones en apariencia sin valor estratégico. Y el recuerdo de todo ello en las poblaciones nativas, el Imperio Japonés, los marines americanos. Y quizá con todo eso componer un mosaico de la historia desconocida, escribir un libro… con suerte el Pulitzer… Bueno, grandes expectativas quizá para nada. Pero mientras tanto, vivía bien, carta blanca de mi editorial, a la que había conseguido vender el proyecto; cheques regulares de mi agente… Y todo ello con buen clima e historias interesantes por todas partes. Así pasé todo el verano —allí siempre es verano— del 68. 

Hasta que un día, alguien me habló de la dama inglesa y todo cambió.

La dama inglesa había estado viviendo allí (yo estaba entonces por las islas Phoenix)  desde siempre, según decían por la zona. Por supuesto no era cierto. No se trataba de una aventurera británica de las que hay tantos ejemplos. Pero lo que hizo que mis orejas de zorro periodístico se pusieran de punta fueron los detalles que iban apareciendo poco a poco.

La dama inglesa había llegado en avión; un aterrizaje forzoso en una playa, en el que murió el hombre que la acompañaba; algunos decían que no era inglesa, sino americana; estuvo enferma mucho tiempo, entre la vida y la muerte; había sufrido graves quemaduras; luego se restableció y se quedó a vivir allí. Nunca dijo su nombre. Y muchos recordaban claramente que llegó en Julio de 1937.

Todas las alarmas se encendieron en mi cerebro. No podía dormir. Era demasiado extraordinario para ser real. Todos los datos coincidían. Tenía que ser ella.

La gente con la que hablé insistía en que regresó a Inglaterra tras quince años viviendo en la isla. Pregunté por algún resto del accidente pero sin éxito. Había pasado demasiado tiempo y nadie recordaba nada concreto sobre el avión. Pero sí encontré un dato que me hizo ponerme en marcha y decidir ir a Europa sin dilación: alguien conservaba la dirección donde, aparentemente, la dama vivía en Inglaterra.


*  *  *

Dos meses más tarde me encontraba en Londres, en South Kensington, entre las dos columnas de la entrada de una pequeña casa victoriana blanca, con una placa dorada que decía "Fr. Eckhart". Había concertado una cita con la excusa de escribir un reportaje sobre la arquitectura del barrio, tras conseguir de mi agente referencias adecuadas. 

Me abrió ella misma. El rostro era inconfundible, a pesar de que una parte de él mostraba un aspecto rugoso y oscuro, las cicatrices del accidente.

Su apariencia era convencional, el normal en una dama londinense de unos 70 años que espera una visita no demasiado protocolaria.

—Señora Eckhart… 

Y en la pausa, al ver su gesto, supe que no me había equivocado. Sabía quién era, y ella sabía que yo lo sabía.

—¿Amelia…?


*  *  *


Me invitó a tomar el te, como corresponde, y dejó de forzar su acento británico, parecía como si su anonimato hubiera dejado de ser un problema.

Me contó que decidió quedarse en el Pacífico, en parte porque estuvo mucho tiempo gravemente enferma, y en parte porque se le hizo evidente —por los periódicos americanos que, aunque con mucho retraso llegaban a la remota isla— que su imagen y el misterio de su desaparición habían empezado a ser utilizados por la prensa con fines que le parecían impropios. Sólo su ansia por volver a volar le hubiera hecho regresar, pero hubo momentos en que pensó que nunca podría hacerlo de nuevo.

Observé en una estantería del pequeño piso una maqueta de acero brillante del Lockheed Electra 10E y se lo señalé.

—Sí, lo encontré en un mercadillo. Es todo lo que queda de aquella época.

Inicié entonces mi campaña de persuasión. Debía volver a la luz pública, argumentaba yo.
Todas las personas que la habían aclamado y admirado tenían derecho a saber que seguía viva. Por no hablar de su familia. Ya había pasado demasiado tiempo y no debía temer al acoso de la prensa.

Creo que me pasé de la raya en mi vehemencia, o en mis ansias por un buen reportaje, quizá un libro, y no me di cuenta de que Amelia se iba poniendo más y más tensa, repitiendo "No, no, no me obligue a regresar". Insistía en que su vida había cambiado y no tenía intención de volver al pasado.

En un momento dado estábamos casi, sin saber cómo, gritándonos. Ella, una anciana que parecía defenderse aterrorizada de algo a lo que no quería volver, y yo, el impertinente joven periodista, insistiendo, insistiendo.

Cuando me arrojó a la cabeza la maqueta del Lockheed Electra no lo vi venir.


*  *  *

Amelia terminó su te con calma. Tenía edad, experiencia y coraje para no perder los nervios ante situaciones como aquella. El hombre yacía muerto en el centro de la pequeña sala. Ahora sólo había que pensar en cómo deshacerse de él, y tenía tiempo para pensar.

Y una semana después, Amelia estaba en una agencia de viajes. ¿Cómo era de complicado llegar hasta Kiribati? ¿Cuánto le costaría? Porque estaba decidida a regresar al Pacífico, a quedarse allí hasta el final de sus días, a morir donde realmente debía haberlo hecho la primera vez, si no fuera porque en un golpe de suerte el destino le había permitido vivir unos años más, unos años miserables a los que había llegado el momento de poner fin.






Necesito un trago




Con tantas series de televisión americanas malamente traducidas, pronto nos veremos en diálogos como estos:

—¿Qué pasa, campeón?
—Que te jodan
—¿Quieres saber algo?
—Tengo que vivir con ello
—¿Bromeas?
—Dímelo a mí
—Sé cómo te sientes
—Genial
—Mierda
—Te diré algo
—Vale
—¿Cuál es tu problema?
—Te sorprenderia saber…
—Odio hacer esto
—Supongo
—¿Quieres hablar de ello?
—Seré sincero
—¿A quién quiero engañar?
—Dime algo que no sepa
—Me encanta este trabajo
—Eres un perdedor
—La mala noticia es que…
—Rendirse no es una opción
—Así se habla
—Brindo por eso
—Apuesto a que…
—Me tomaré eso como un no
—Esa es mi chica
—Esto no me está pasando
—Siempre quise decir esto
—Puedes hacerlo
—Todo el tiempo
—¿Puedes creerlo?
—Créeme
—Esto no ha acabado todavía
—¿Quieres apostar?
—Que parte no entiendes de…
—Todo va a salir bien
—No queremos que pase eso
—Trabaja duro, colega
—Sal de tu zona de confort
—¡Vamos, vamos, vamos!
—Nunca creí que diría esto