Llevaba meses tratando de encontrar el apartamento ideal.
Soy escultor. Mi oficio es el arte, Suena pretencioso, pero no sé de que otra forma llamarlo. Buscaba un apartamento con detalles especiales. Un apartamento tipo buhardilla parisina, a pesar de que París me pillaba bastante lejos. Lo fundamental era una gran sala, el estudio, con luz natural abundante. Soñaba con un techo acristalado inclinado, orientado al Sur, que recibiera luz de sol por las tardes.
Me ofrecieron varias opciones, pero eran apartamentos interiores con luz cenital, faltaba espacio —un estudio de escultor puede ocupar mucho sitio entre materiales, obras inacabadas y trastos de toda clase usados como modelos. Y lo que me proponían no era el estudio idealizado que yo soñaba. Hasta que un día me llamaron de la agencia. Tenían lo que buscaba. «Perfecto, tal y como usted lo describió» me dijeron.
Nada más verlo sentí algo parecido al enamoramiento. Todo me parecían ventajas, e ignoraba las pegas, descartándolas como detalles sin importancia. Decidí quedarme allí. La mitad del espacio era lo que se iba a convertir en estudio, con una luz increíble. Y el resto —al cual no daba yo demasiada importancia— sería mi vivienda. Dormitorio y cuarto de baño. La mayor parte de mi vida iba a tener lugar en el estudio, el resto apenas me importaba. Como Erik Satie en su apartamento de Arcueil, el arte lo era todo, la vivienda sólo un medio de seguir vivo, de seguir creando. Y empecé a planear la mudanza desde el cubículo que había sido mi morada y mi estudio hasta entonces.
Hice dos cosas que hago siempre en un piso recién alquilado. Primero, una fumigación completa. Nunca se sabe —y es mejor no imaginarlo— qué han podido hacer en un piso sus anteriores inquilinos. Me dijeron que no podría entrar en al menos dos días, pero el procedimiento me aseguraría de la ausencia de bichejos como cucarachas, pececillos de plata, arañas, carcoma…
Realicé la mudanza, me instalé —estas maniobras son siempre más engorrosas de lo imaginado, y siempre surgen problemas sobre la marcha— y llevé a cabo lo segundo: Medir la superficie útil. No es que desconfíe de los dueños, pero si dicen 100 metros cuadrados quiero verificar que sean 100. Primero hago un croquis y luego mido las estancias para hacer un plano lo más exacto posible del lugar.
Y ahí empezaron las dificultades.
Los dueños me habían dicho: 70 metros cuadrados para un gran estudio bien iluminado; otros 70 para vivienda. Es decir, 140 metros cuadrados. Pero al hacer mi croquis y medir las estancias, me salían 131. Algo no cuadraba. Lo siguiente, sin prisas pero con la incómoda sensación de que te están escatimando una cantidad irrisoria, fue ir al ayuntamiento y pedir una copia del plano de la casa. Y luego hacer un esquema aproximado de la superficie, con ayuda de las fotos aéreas de SIGPAC y Google Maps.
Con toda esa información y algo de geometría, descubrí dos cosas: La superficie, según el contorno del piso eran, en efecto, 140 metros cuadrados. Pero la superficie útil interior eran sólo 131. Pronto descubrí la razón: Entre las paredes interiores del piso, había un espacio —que lógicamente debía ser de 9 metros cuadrados— sin ningún acceso desde el interior de la vivienda: una habitación secreta.
Me lo tomé como un problema policíaco, aunque esto me quitaba tiempo de mi trabajo. Con un taladro, perforé una de las paredes que lindaban con la supuesta habitación cerrada. Y luego introduje por el orificio un cable de fibra óptica —realmente algo parecido a un endoscopio médico— que permitía iluminar el interior, verlo e incluso sacar fotos. Moví el artilugio en todas direcciones.
En un primer momento, no vi nada más que una estancia vacía, amplia, oscura. Luego me habitué a la luz tenue y empecé a ver detalles. Y lo que vi me pareció imposible. No podía ser que lo que estaba viendo fuera cierto.
Con las manos temblorosas, retiré apresuradamente el endoscopio, y alcancé de un manotazo el bote de resina epoxi, pegamento sintético que uso para mis trabajos. Y con él tapé cuidadosamente el orificio por donde había estado observando.
Sentado en el suelo, sudoroso, incrédulo, trataba de pensar cuál debería ser mi siguiente paso. La noche llegó mientras yo seguía allí, paralizado.
Me fui calmando, con la ayuda de una botella de Southern Comfort, y al cabo de un rato decidí, creo que sin muy buen juicio, qué es lo que iba a hacer. Dejaría la habitación secreta sellada tal y como la había encontrado, y seguiría con mi vida normal, ignorando lo ocurrido como se ignora una presencia incómoda; intentaría que no afectase a mi imaginación —que era mi instrumento de trabajo— aunque intuía ya, que no me sería posible olvidar lo que había visto.
Y en un rasgo de optimismo, pensé que quizá esa misma visión podría ser una buena fuente de inspiración para mi próxima obra. La titularía «Eso que está ahí dentro».
No puede hacerlo, no puede taparlo y dejarnos sin saber qué había ahí adentro. Jajaja qué mala faena.
ResponderEliminarMe gustan las historias de las casas, de los objetos, lo que se ve y lo que no se cuenta y este relato cumple todas las características. Genial el misterio de esos 9 metros, siempre me atrapan los misterios, una que es curiosa.
Besos
Los finales indefinidos son mi debilidad. Me parecen excelentes los finales de, por ejemplo, "Los Pájaros" de Hitchcock: Nunca se llegan a explicar las razones de lo que ha ocurrido. Y sucede lo mismo en "The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket" de Edgar Allan Poe, o en "Picnic at Hanging Rock", de Joan Lindsay y su versión cinematográfica de Peter Weir.
EliminarCada vez estoy más convencido de que el mejor modo de subyugar a un lector es dejar que su imaginación trabaje. El resultado es mejor que cualquier técnica narrativa.
Saludos. Siempre agradecido por tu visita.
La imaginación puede ser mucho más potente que la realidad, y los miedos y los peligros que puede elaborar el cerebro mucho más terribles que los reales.
ResponderEliminarSi, como en este caso, el autor ha sabido crear la atmósfera adecuada, el lector puede darle una continuación o explicación a la historia que quizá le resulte más satisfactoria que el final que hubiera podido darle el autor.
Por otro lado, la idea del protagonista de aprovechar ese horror lovecraftiano (una de las posibilidades que he imaginado) como inspiración para su próxima obra me ha hecho pensar en la fuerza incontenible de la pasión creadora.
Saludos.
Y también —dicho de modo algo cínico— dejar parte del trabajo de creación al lector puede resultar más cómodo para el escritor que tener que inventar un buen desenlace. :)
EliminarTu referencia a Lovecraft me ha sorprendido, porque, precisamente, la última frase del relato es una alusión velada a Pickman's Model de H.P. Lovecraft. Buen ojo.
Saludos y gracias.