En aquellos años trabajaba de consultor en una empresa que prestaba servicios de proceso de datos a otras.
Los desastres del 11S eran aun recientes. Todas las empresas empezaban a estar preocupadas por la seguridad, y muchas trasladaron sus centros de datos a las afueras de las ciudades. En uno de estos centros estuve trabajando una temporada. Era un edificio recién construído, simple, de una única planta baja, todo muy funcional, en un polígono industrial a una decena de kilómetros de la ciudad.
Yo agradecía en particular el buen sistema de aire acondicionado del local —estábamos en la España seca y era verano— y también un bar con bebidas frías. En los breves descansos a media mañana, solía salir al exterior —a la fachada norte buscando la sombra— a tomar una cerveza y fumar un cigarrillo.
El edificio estaba rodeado de grandes macetones de cemento pintados de blanco, con los que el arquitecto (los arquitectos suelen tener una visión muy idealizada de sus propios proyectos) había pensado rodear el edificio de vegetación. El clima extremo era algo que seguramente se le había pasado por alto (otro rasgo típico de los arquitectos). Así que siempre vi los macetones vacíos, aunque con algo de tierra, tierra compactada y seca donde nadie pensó nunca poner plantas.
Allí sentado, tomando mi cerveza y mirando el páramo llano, reseco, infinito, algo llamó mi atención en una mirada casual: en una de las esquinas interiores más umbrías de uno de los macetones, destacaba un punto verde. Me acerqué a verlo con mas detalle. Era una planta. Más bien la versión casi microscópica de una planta: Un tallo de apenas un par de milímetros y una pequeña hoja verde del mismo tamaño. Crecía pegada a la pared del macetón, que por lo demás estaba completamente vacío excepto por la tierra seca.
No pude evitar recordar el tópico: La vida se abre camino en los lugares más insospechados. Y pensé si la pequeña planta sería el germen de un bosque futuro, un bosque para seres diminutos.
Eché sobre la planta algunas gotas del agua que se había condensado en el exterior de mi lata de cerveza, y regresé a mis tareas.
Me olvidé de la planta, mi cabeza estaba en otras preocupaciones. Y al cabo de un par de meses volví a casa, al finalizar mi trabajo en aquél lugar que siempre me recordó —le habíamos puesto el apodo de «Área 51»— a alguna base militar secreta en medio de un desierto americano.
Al año siguiente, y por una casualidad, me volvieron a asignar una temporada de trabajo en el mismo cliente y el mismo lugar.
Llegué allí de nuevo, esta vez peleándome con un coche automático alquilado —en aquellos tiempos los coches automáticos eran todavía una rareza— y saludé a los antiguos conocidos de la empresa. Y empezaron las reuniones y los líos: lo habitual.
Y en el descanso matinal del primer día, saqué una cerveza de la máquina expendedora y salí al exterior, como solía hacerlo el año anterior. Esta vez el calor no era tan agobiante. Los macetones seguían vacíos.
Entonces recordé. Mi mirada fue hacia donde había visto la pequeña planta y me dirigí a aquella esquina. Pero a medio camino me detuve y pensé. Había varias posibilidades. Quizá la planta ya no estaba, asfixiada por la sequedad y el calor; quizá alguien había plantado —y después abandonado— otras plantas que habían acabado con el pequeño brote: competencia darwiniana; o quizá no había nada en absoluto dentro del macetón, hasta puede que hubieran retirado la tierra.
Y pensé que ninguna de las opciones me gustaba, que prefería recordar la diminuta hoja verde tal como la viera un año atrás, tratando de sobrevivir en aquel ambiente hostil, prefería no saber qué había sido de ella. Y me quedé sentado cerca de la esquina opuesta, bebiendo pausadamente mi lata de cerveza.
De forma incongruente —suele pasarme con frecuencia— me vino a la cabeza una canción:
I'm just sitting watching flowers in the rain
Feel the power of the rain
Making the garden grow
Feel the power of the rain
Making the garden grow
Una grajilla llegó volando y se posó en la verja que delimitaba el recinto. Me miró y me lanzó un potente graznido nada amistoso. Como si me dijera: «¿Qué haces ahí sentado? Tú no eres de aquí, este no es tu sitio».
Me ha gustado mucho la atmósfera de relato, creo que está perfectamente conseguida, y me ha hecho pensar en cierto modo en Omega Point.
ResponderEliminarTambién me parece ver en el texto algunas metáforas que me parecen muy interesantes.
Un saludo.
Gracias A. La referencia a Omega Point no la veo clara. ¿Te refieres a Teilhard de Chardin o a los Transhumanistas modernos tipo Hans Moravec, Ray Kurzweil etc.? Y las metáforas, si las hay, no soy consciente de ellas. Un comentario muy enigmático. ¿Decimos más de lo que creemos decir? Quizá sea eso.
EliminarSaludos y gracias.
Me refería a la novela de Don DeLillo, simplemente. Por la atmósfera desértica, la soledad del personaje, el paisaje desolado...
EliminarY sí, creo que casi siempre decimos más de lo que pretendemos conscientemente.
Aunque también, ya sabes: el autor sólo es resposable de lo que escribe, no de lo que interprete el lector.
A mi me produce ternura y admiración ver como la vida se abre camino incluso en las situaciones más complicadas como esa hojita verde, y entiendo que tu protagonista la prefiera recordar llena de vida, desafiando a las situaciones adversas.
ResponderEliminarSiempre me parece muy sabia la naturaleza.
Besos
Al protagonista, al igual que a mí, le atraen las manifestaciones mínimas del mundo natural. Incluídas las bacterias.
EliminarSí, la naturaleza es sabia, pero ¿también los virus? ¿o las mutaciones perniciosas? Creo que la naturaleza es más bien ciega. Azar y necesidad.
Saludos y gracias por tu visita.