Elle a l'expression immobile des gens qui ont beaucoup voyagé, sans croire au changement, et beaucoup aimé, sans renoncer à leur solitude. Elle sourit au ralenti comme dans un rêve et ce sourire ajoute on ne sait quelle mélancolie à ce visage lointain, trop précis pour le brouillard, mais trop fragile pour le soleil.
Recuerdo mi infancia como un peregrinaje continuo, una sucesión de mudanzas de un lugar a otro cada pocos años, como si fuésemos feriantes, o delincuentes, o sujetos a un programa de protección de testigos. Un peregrinaje continuo.
Aquellos cambios me impedían —al igual que a mis hermanos— hacer amigos estables, desarrollar apego por los lugares, sentir la vida como un flujo regular. En cualquier momento, mi padre anunciaba un nuevo salto y había que levantar el campamento y dejarlo todo atrás. Todo.
Una de aquellas veces, estaba yo metiendo mis trastos en un gran cajón de madera donde mis mayores me habían indicado que pusiera todo lo que quisiera conservar. En la caja coloqué un peluche, un perro negro que entonces me parecía muy grande, parecido a un schnauzer. Lo acomodé en la caja, como si se tratara de un ser vivo que va a emprender un viaje. Un ser vivo.
Los adultos nunca hacen mucho caso de la relación entre un niño y esos seres que para él habitan en los límites de la realidad: peluches, amigos imaginarios, incluso seres fantásticos que le aterrorizan. Un niño puede sentirse seguro durmiendo acompañado de un peluche, y ese animal de trapo es seguramente lo que el niño decidiría salvar en un incendio. Pero los adultos no entienden, es como si hubiesen olvidado su infancia. Han olvidado su infancia y no entienden.
Acomodé al perro en el cajón mientras le hablaba, como lo haría con una persona. Le explicaba que nos encontraríamos de nuevo al final del viaje, trataba de mitigar sus temores, pobre animal encerrado en un cajón, sin saber si volvería a ver la luz del sol. Encerrado en un cajón. Sin saber.
Y tras la mudanza, el cajón donde estaba el perro no apareció. Lo hablé con mis padres, y me dijeron que seguramente se había retrasado el envío; después, que se había perdido. Intuía que todo eran mentiras: nunca llegaron a enviar el cajón, esperaban que se me olvidase con el tiempo. Todo mentiras.
Y el tiempo pasó, y el cajón no llegó nunca. Oí alguna conversación entre mis padres. Los adultos siempre creen que los niños no oyen lo que se dice en su presencia; o que son incapaces de entender. Pero no es cierto. Los niños lo oyen todo, es parte de sus dotes de supervivencia. Hay cosas que no entienden claramente, pero captan los gestos, los tonos de voz. Todo lo captan.
Después, una conferencia nocturna, en nuestro dormitorio, cada uno en su litera, en total oscuridad, intercambiábamos opiniones y comprendíamos todo. Estábamos de acuerdo en que algunas cajas de la mudanza, supuestamente destinadas a contener nuestros trastos infantiles, eran en realidad para objetos desechados, juguetes viejos —cierto, pero sólo algunos— en realidad, cosas para tirar. Objetos desechados.
Siempre he tratado de imaginar cual fue el destino del perro negro, dónde habría ido a parar, quizá a un vertedero, quizá lo acogió otro niño, y estaba ahora viviendo otra vida en otro lugar. En cualquier caso, era algo que me fue arrebatado y sobre lo cual me contaron luego mentiras, una tras otra, pensando que lo olvidaría. No lo olvidé, y aunque los sentimientos se apaciguan con el tiempo, ahora lo veo como un fraude. Un fraude. Una mentira tras otra.
Las mentiras de los adultos me llevaron al escepticismo, lo cual de por sí, no es algo malo. Pero ya nunca volví a creer en sus afirmaciones, en sus promesas que sabían que no podrían cumplir. Ahora, ya adulto, revivo mi mente infantil y veo a mis padres de entonces con una mezcla de desprecio y de furia que no puedo calmar. Furia y desprecio. Mi pérdida de confianza para con ellos fue total, y aprendí, como seguramente todos hacemos, que la mentira es una característica humana con la que tenemos que lidiar toda la vida. Toda la vida.
Cuando era niño, en mi casa se celebraba la Navidad de modo bastante convencional. Por ejemplo, unas semanas antes de las fiestas, mi madre compraba postales de felicitación, las redactaba pacientemente según los destinatarios —familiares, amistades— y luego nos pasaba el montón para que todos firmásemos.
Hacía ya tiempo que mi padre no se hablaba con su hermano. Seguramente hubo alguna trifulca personal que, nosotros los niños, percibimos claramente, aunque sin entender las razones. Y mi padre y su hermano —y en consecuencia ambas familias— quedamos desconectados y dejamos de intercambiar felicitaciones de Navidad. Nuestras familias vivían muy alejadas, y el contacto personal era difícil.
Mi madre planeó entonces una estrategia, que sólo nos explicó años más tarde: al acercarse la Navidad, redactaba una felicitación para el hermano de mi padre, lo hacía en secreto, y luego nos pasaba a firmar a todos, y cuando le tocaba firmar a mi padre, ella ocultaba el destinatario.
Me imagino que el hermano de mi padre debió pensar "¿Cómo es que éste me manda una postal de Navidad? No creo que la situación sea muy adecuada…" Pero curiosamente, recibimos otra postal como respuesta, aunque de tono algo seco. Luego he pensado que mi tía (la mujer del hermano de mi padre) debió sospechar la maniobra y le animó a responder.
Y al año siguiente se repitió la operación. Ambas postales en tono algo más cálido, más normal y más propio de hermanos.
Y cuando al cabo de los años mi padre y su hermano se encontraron en persona, junto con nuestras respectivas familias, ambos se abrazaron y nunca mencionaron —que yo sepa— el incidente que les había separado. Creo que había pasado demasiado tiempo y quizá ya ni lo recordaban; o se sentían mayores; o la vehemencia con que vivieron la disputa se había disipado.
***
He meditado, años después, que a veces he tenido desencuentros y malentendidos con otras personas, (muchas veces en diálogos a través de internet), y he creído siempre que lo más sano es aclarar los asuntos cuanto antes y, si es posible, cara a cara, evitando crearme enemigos por tonterías.
Y esto me recuerda que, cuando a mi abuelo le preguntaban por el secreto de una vida sosegada, solía responder:
"Sólo tres cosas: no te gastes todo tu dinero; no te crees enemigos y bebe siempre vino de buena calidad"
And all shall be well and All manner of thing shall be well When the tongues of flames are in-folded Into the crowned knot of fire And the fire and the rose are one.
Desde que leí «Le Hasard et la Nécessité», el ensayo de Jacques Monod en el que comenta —entre otras cosas— que ambos, azar y necesidad son suficientes para explicar la aparición de la vida en la Tierra, pensé que sus ideas corroboraban mi temperamento materialista.
Después me interesé por la biología molecular, siempre me han atraído las ramas del saber que están en el límite. Por ejemplo, la medicina no me interesa mas que en sus aspectos prácticos. No es una ciencia verdadera, sólo un compendio de experimentos ensayo-error, y algo de estadística. Más importante me parece la astrofísica, el origen del universo, cómo funciona, el tiempo, el espacio &c.
Buscaba una visión lo más completa posible de los límites de la ciencia: qué sabemos y qué no. Por eso, cuando tropecé con un artículo que mencionaba la conveniencia de incluir a Dios en la Física, me quedé algo perplejo. El argumento venía a decir: Si Dios existe, entonces debemos incluírlo en las leyes de la Física; y si no existe, prescindir de Él de una vez por todas.
No sé si este pensamiento provenía de Richard Dawkins, Stephen Hawking o alguno de esos. Pero tenía sentido. Nunca he entendido a esos físicos americanos que, de Lunes a Viernes intentan desentrañar los misterios de la materia, y el fin de semana se van a rezar al templo de su secta favorita. Al menos, en Europa no nos engañamos: el ateísmo se declara públicamente si es preciso, mientras que los americanos aún no han «salido del armario» en ese sentido.
Inciso para contar una anécdota sobre Richard Dawkins. Quien haya oído hablar de este hombre, sabe que es ateo militante, además de autor de exitosos libros de divulgación científica («El Gen Egoísta» es seguramente el más conocido). Pues resulta que alguien comentaba en algún foro (puede que en edge.org) que Dawkins era tán fundamentalista como cualquier fanático religioso de los muchos que hay. Decía el comentario: Supongamos que Dios existe. Y sabe que Dawkins es ateo. Y decide aparecerse ante él para demostrarle Su existencia. Dios se presenta ante Dawkins, rodeado de un coro de 200.000 ancianos tocando trompetas, entre nubes luminosas, junto a una cohorte de serafines, querubines, tronos y dominaciones, en medio de fulgores y relámpagos. Dawkins no se inmuta, ya que todo eso le parece un mero espectáculo de luz y sonido. Entonces Dios le dice que le va a mostrar sus poderes obrando toda clase de prodigios y milagros que desafían las leyes naturales. Y así lo hace.
¿Alguien cree que algo de eso logra convencer a Dawkins de la existencia de Dios? Por supuesto que no: Dawkins atribuye todos esos acontecimientos a un estado alterado de su conciencia por algo que le ha sentado mal en la cena; o a una broma de sus colegas; o a una súbito episodio psicótico del que está siendo víctima, &c. Dawkins es más dogmático que el más dogmático de los creyentes teístas, de esta u otra secta. Es decir, el que se auto-denomina positivista radical es sólo un creyente más, sólo que creyente de la no-creencia.
Menciono esto para subrayar lo difícil que resulta apartar los prejuicios en nuestros razonamientos. Los científicos más reputados han caído una y otra vez en ese problema de nuestro pensamiento. Sólo que sus afirmaciones erróneas han sido barridas por el tiempo. Recordemos a Lysenko.
Así que en los argumentos de Jacques Monod que leí en su día, algo no me cuadraba. Me di cuenta de un detalle: Monod era comunista. Y su razonamiento tenía, de forma previsible, un sesgo en contra de todo lo que sonase a creacionismo. Yo no soy creacionista, pero detecto ese sesgo en cuanto lo veo. Lo que no me cuadraba era la escala de tiempo. (Curiosamente, Monod se apartó del Partido Comunista coincidiendo con el caso Lysenko).
Hace apenas 4000 millones de años, la tierra era poco más que un mar de magma a más de 1000 grados, donde la vida era imposible. Y Monod decía que de entonces hasta ahora, la vida había evolucionado de forma espontánea hasta crear, no ya una célula, sino organismos complejos, culminando en organismos auto-conscientes. Cualquiera que conozca, aunque sea por encima cómo funciona una célula, cómo funciona la herencia genética, qué es el ADN y lo que hace, comprende que no hay tiempo para que ese sistema de extrema complejidad se desarrolle por azar en 4000 millones de años: no hay tiempo. El propio Monod afirmaba que la probabilidad de tal evento era cero, se trataba de un fenómeno imposible, pero que aun así había ocurrido aquí, en la Tierra. Pero que en el resto del universo no podía haber vida.
Y lo que descubrí en otro artículo que encontré recientemente era que alguien se había molestado en calcular la probabilidad de ese evento azaroso. Venía a decir esto: Si metemos en un bote los compuestos químicos que constituyen la vida, le añadimos algo de energía y lo agitamos, el tiempo necesario para obtener algo parecido a la vida, aunque no sea más que un cacho de ARN, es tán grande que haría falta, no ya 4000 millones de años, sino esta cifra elevada a una potencia descomunal que sobrepasa nuestra imaginación.
Los autores del estudio concluían: Si el azar es incapaz de producir los efectos que vemos a nuestro alrededor, entonces, como científicos, tenemos que incluír en el proceso otro factor, y aceptar que la vida no es producto del azar, es un fenómeno deliberado.
No indicaban exactamente qué querían decir con ello. Tampoco era su misión. Ellos llegaron hasta donde pudieron usando el método científico ortodoxo. Si hay que dar un paso más allá —dijeron— que cada quién de el paso que más le guste. Sobre eso no opinaban, simplemente exponían el resultado de un cálculo que no había salido como era de esperar.
A modo de epílogo, puedo añadir que, cuando los estudiosos de la mecánica cuántica se encontraron con que la teoría aceptaba que una partícula estuviera en dos lugares distintos a la vez, la mayoría (incluído Einstein) les acusó de ver fantasmas. Y sin embargo, actualmente ese hecho es considerado algo normal, incluso anodino: el portátil, o el móvil que tienes entre las manos funciona en base a fenómenos como ese, considerados no hace tánto imposibles o contrarios a la intuición y a veces contrarios a nuestras creencias. Menos mal que ya no nos envían a la hoguera. Bueno, según en qué sitios.
sigo sin entender…
Welsh girls wading a stream in Brecon Beacons National Park