Time out




El hecho de que el psicólogo fuese una mujer me sorprendió en un primer momento. Luego pensé que eran sólo prejuicios míos. Si te van a hacer, pongamos por caso, un bypass coronario, poco importa el sexo del cirujano. Basta con que sea competente y no le den calambres en las manos en momentos inoportunos.

Freud daba mucha importancia a la relación analista-paciente, hasta el punto de considerarla imprescindible para lograr un buen resultado terapeútico. Luego estas opiniones han sido revisadas y ya pocos las consideran relevantes. En mi caso no habría problema. A primera vista, la psicóloga me pareció solvente, aunque algo distante, neutral. Parecía prestar interés a lo que yo le contaba, y lo manifestaba con las preguntas que me hacía a continuación, Pero podría ser sólo un buen entrenamiento, rutinas adquiridas por la experiencia.

Nada de tópicos: ni yo estaba tumbado en un diván, ni ella tomaba notas en un cuaderno: Estábamos sentados a ambos lados de una mesa, donde había un grabador de voz con un punto rojo encendido. Tras los preliminares habituales, se quitó las gafas apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó las manos.

—Bueno, vamos al grano, ¿Qué le trae por aquí? ¿Qué es lo que le preocupa?

Pregunta jodida y la vez trivial. Me preocupaban las mismas cosas que a todo el mundo: La salud, la muerte, los seres queridos y su destino, las incertidumbres económicas, nada nuevo. Nadie va a un psicólogo sólo por esas cosas.

Era algo más sutil, más difícil de explicar, y a la vez me temo que mucho más común de lo que se cree. Resumiendo era esto: ¿Merece la pena vivir? ¿Aun en ausencia de problemas graves o penurias insoportables? Por qué esa sensación persistente como una jaqueca, de que no estaba haciendo algo como debería; esa sensación de insatisfacción, de fracaso, de tristeza que no llegaba a ser una depresión; esa sensación de incompletitud, de algo que falta pero no sabía qué; ese «esto no es como me gustaría, pero no sé por qué»; like a splinter in your mind, driving you mad

La psicóloga escuchaba en silencio, parecía que con atención y de vez en cuando, hacía alguna pregunta pertinente para aclarar algún detalle.

Lo solté todo. Y al cabo de un buen rato, cuando estaba ya, por así decirlo, lanzado, la terapeuta miró por encima de mi cabeza. Me volví y vi que en la pared a mis espaldas había un gran reloj colgado, que más parecía un reloj de cocina, pero que tampoco desentonaba en la decoración minimalista del despacho.

Me sonrió, aunque sólo con la mitad inferior del rostro. Ya sabéis a lo que me refiero, hay sonrisas que llenan el rostro y otras que son sólo una contracción de la boca.

—Bien, los psicólogos somos como los taxistas o las señoritas de vida alegre— me dijo en tono ligero, casi de broma —trabajamos por horas. Continuaremos en otro momento. Lo que puedo decirle por ahora es que sus preocupaciones son bastante comunes en nuestra cultura, y que en una primera evaluación, no veo en ellas nada patológico. De todos modos, le voy a recetar un par de cosas. Inocuas, no se preocupe. Un ansiolítico ligero y complejo vitamínico B.

Sacó de un cajón un talonario y una pluma, una preciosa Montblanc Meisterstück LeGrand, y se quedó quieta, mirándome, rígida, sin mover un músculo.

De repente pensé que le había dado un ataque de algo. Tardé en reaccionar. Iba a preguntarle si se encontraba bien. Me levanté de la silla.

Un pequeño panel, no mayor que la pantalla de un tablet, con una ranura en su parte superior, se desplegó sobre la mesa de cara a mí. Y allí, con letra clara y grande pude leer:


TIME OUT
INSERT COIN TO CONTINUE

y en letra más pequeña:


Allowed banknotes : EUR, USD, GBP, CAD, CNY, RUB
We accept credit cards: Mastercard, VISA, AMEX

Tras unos segundos, no sé cuántos, de parálisis, de estupor, rebusqué en los bolsillos y encontré una moneda de un euro. Lo introduje por la ranura.

La psicóloga, mirándome intensamente con aquellos fascinantes, grandes ojos, algo tristes, que con tanta fuerza traían a mi memoria los rasgos de una joven Greta Scacchi, dijo sonriendo, esta vez ampliamente:

Oh, so then you are really into birdwatching?

La moneda cayó por la ranura con un seco sonido metálico. La psicóloga continuó:

—Como le decía, no se preocupe demasiado. Pida hora a la enfermera de recepción. Ah, y no se olvide de la receta.

Alargó la mano hacia mí. Sentí mi cabeza inundada de sudor. Antes de estrechársela, dudé un instante, como suelen hacerlo los turistas en Roma cuando introducen la mano en la Bocca della Verità.




Flowers in the rain





En aquellos años trabajaba de consultor en una empresa que prestaba servicios de proceso de datos a otras.

Los desastres del 11S eran aun recientes. Todas las empresas empezaban a estar preocupadas por la seguridad, y muchas trasladaron sus centros de datos a las afueras de las ciudades. En uno de estos centros estuve trabajando una temporada. Era un edificio recién construído, simple, de una única planta baja, todo muy funcional, en un polígono industrial a una decena de kilómetros de la ciudad. 

Yo agradecía en particular el buen sistema de aire acondicionado del local  —estábamos en la España seca y era verano— y también un bar con bebidas frías. En los breves descansos a media mañana, solía salir al exterior —a la fachada norte buscando la sombra— a tomar una cerveza y fumar un cigarrillo.

El edificio estaba rodeado de grandes macetones de cemento pintados de blanco, con los que el arquitecto (los arquitectos suelen tener una visión muy idealizada de sus propios proyectos) había pensado rodear el edificio de vegetación. El clima extremo era algo que seguramente se le había pasado por alto (otro rasgo típico de los arquitectos). Así que siempre vi los macetones vacíos, aunque con algo de tierra, tierra compactada y seca donde nadie pensó nunca poner plantas.

Allí sentado, tomando mi cerveza y mirando el páramo llano, reseco, infinito, algo llamó mi atención en una mirada casual: en una de las esquinas interiores más umbrías de uno de los macetones, destacaba un punto verde. Me acerqué a verlo con mas detalle. Era una planta. Más bien la versión casi microscópica de una planta: Un tallo de apenas un par de milímetros y una pequeña hoja verde del mismo tamaño. Crecía pegada a la pared del macetón, que por lo demás estaba completamente vacío excepto por la tierra seca.    

No pude evitar recordar el tópico: La vida se abre camino en los lugares más insospechados. Y pensé si la pequeña planta sería el germen de un bosque futuro, un bosque para seres diminutos. 

Eché sobre la planta algunas gotas del agua que se había condensado en el exterior de mi lata de cerveza, y regresé a mis tareas.

Me olvidé de la planta, mi cabeza estaba en otras preocupaciones. Y al cabo de un par de meses volví a casa, al finalizar mi trabajo en aquél lugar que siempre me recordó —le habíamos puesto el apodo de «Área 51»— a alguna base militar secreta en medio de un desierto americano.

Al año siguiente, y por una casualidad, me volvieron a asignar una temporada de trabajo en el mismo cliente y el mismo lugar.

Llegué allí de nuevo, esta vez peleándome con un coche automático alquilado —en aquellos tiempos los coches automáticos eran todavía una rareza— y saludé a los antiguos conocidos de la empresa. Y empezaron las reuniones y los líos: lo habitual.

Y en el descanso matinal del primer día, saqué una cerveza de la máquina expendedora y salí al exterior, como solía hacerlo el año anterior. Esta vez el calor no era tan agobiante. Los macetones seguían vacíos.

Entonces recordé. Mi mirada fue hacia donde había visto la pequeña planta y me dirigí a aquella esquina. Pero a medio camino me detuve y pensé. Había varias posibilidades. Quizá la planta ya no estaba, asfixiada por la sequedad y el calor; quizá alguien había plantado —y después abandonado— otras plantas que habían acabado con el pequeño brote: competencia darwiniana; o quizá no había nada en absoluto dentro del macetón, hasta puede que hubieran retirado la tierra. 

Y pensé que ninguna de las opciones me gustaba, que prefería recordar la diminuta hoja verde tal como la viera un año atrás, tratando de sobrevivir en aquel ambiente hostil, prefería no saber qué había sido de ella. Y me quedé sentado cerca de la esquina opuesta, bebiendo pausadamente mi lata de cerveza.

De forma incongruente —suele pasarme con frecuencia— me vino a la cabeza una canción:


I'm just sitting watching flowers in the rain
Feel the power of the rain
Making the garden grow

Una grajilla llegó volando y se posó en la verja que delimitaba el recinto. Me miró y me lanzó un potente graznido nada amistoso. Como si me dijera: «¿Qué haces ahí sentado? Tú no eres de aquí, este no es tu sitio».



Ahí dentro




Llevaba meses tratando de encontrar el apartamento ideal.

Soy escultor. Mi oficio es el arte, Suena pretencioso, pero no sé de que otra forma llamarlo. Buscaba un  apartamento con detalles especiales. Un apartamento tipo buhardilla parisina, a pesar de que París me pillaba bastante lejos. Lo fundamental era una gran sala, el estudio, con luz natural abundante. Soñaba con un techo acristalado inclinado, orientado al Sur, que recibiera luz de sol por las tardes.

Me ofrecieron varias opciones, pero eran apartamentos interiores con luz cenital, faltaba espacio —un estudio de escultor puede ocupar mucho sitio entre materiales, obras inacabadas y trastos de toda clase usados como modelos. Y lo que me proponían no era el estudio idealizado que yo soñaba. Hasta que un día me llamaron de la agencia. Tenían lo que buscaba. «Perfecto, tal y como usted lo describió» me dijeron.

Nada más verlo sentí algo parecido al enamoramiento. Todo me parecían ventajas, e ignoraba las pegas, descartándolas como detalles sin importancia. Decidí quedarme allí. La mitad del espacio era lo que se iba a convertir en estudio, con una luz increíble. Y el resto —al cual no daba yo demasiada importancia— sería mi vivienda. Dormitorio y cuarto de baño. La mayor parte de mi vida iba a tener lugar en el estudio, el resto apenas me importaba. Como Erik Satie en su apartamento de Arcueil, el arte lo era todo, la vivienda sólo un medio de seguir vivo, de seguir creando. Y empecé a planear la mudanza desde el cubículo que había sido mi morada y mi estudio hasta entonces.

Hice dos cosas que hago siempre en un piso recién alquilado. Primero, una fumigación completa. Nunca se sabe —y es mejor no imaginarlo— qué han podido hacer en un piso sus anteriores inquilinos. Me dijeron que no podría entrar en al menos dos días, pero el procedimiento me aseguraría de la ausencia de bichejos como cucarachas, pececillos de plata, arañas, carcoma…

Realicé la mudanza, me instalé —estas maniobras son siempre más engorrosas de lo imaginado, y siempre surgen problemas sobre la marcha— y llevé a cabo lo segundo: Medir la superficie útil. No es que desconfíe de los dueños, pero si dicen 100 metros cuadrados quiero verificar que sean 100. Primero hago un croquis y luego mido las estancias para hacer un plano lo más exacto posible del lugar.

Y ahí empezaron las dificultades.

Los dueños me habían dicho: 70 metros cuadrados para un gran estudio bien iluminado; otros 70 para vivienda. Es decir, 140 metros cuadrados. Pero al hacer mi croquis y medir las estancias, me salían 131. Algo no cuadraba. Lo siguiente, sin prisas pero con la incómoda sensación de que te están escatimando una cantidad irrisoria, fue ir al ayuntamiento y pedir una copia del plano de la casa. Y luego hacer un esquema aproximado de la superficie, con ayuda de las fotos aéreas de SIGPAC y Google Maps.

Con toda esa información y algo de geometría, descubrí dos cosas: La superficie, según el contorno del piso eran, en efecto, 140 metros cuadrados. Pero la superficie útil interior eran sólo 131. Pronto descubrí la razón: Entre las paredes interiores del piso, había un espacio —que lógicamente debía ser de 9 metros cuadrados— sin ningún acceso desde el interior de la vivienda: una habitación secreta.

Me lo tomé como un problema policíaco, aunque esto me quitaba tiempo de mi trabajo. Con un taladro, perforé una de las paredes que lindaban con la supuesta habitación cerrada. Y luego introduje por el orificio un cable de fibra óptica —realmente algo parecido a un endoscopio médico— que permitía iluminar el interior, verlo e incluso sacar fotos. Moví el artilugio en todas direcciones.

En un primer momento, no vi nada más que una estancia vacía, amplia, oscura. Luego me habitué a la luz tenue y empecé a ver detalles. Y lo que vi me pareció imposible. No podía ser que lo que estaba viendo fuera cierto. 

Con las manos temblorosas, retiré apresuradamente el endoscopio, y alcancé de un manotazo el bote de resina epoxi, pegamento sintético que uso para mis trabajos. Y con él tapé cuidadosamente el orificio por donde había estado observando.

Sentado en el suelo, sudoroso, incrédulo, trataba de pensar cuál debería ser mi siguiente paso. La noche llegó mientras yo seguía allí, paralizado.

Me fui calmando, con la ayuda de una botella de Southern Comfort, y al cabo de un rato decidí, creo que sin muy buen juicio, qué es lo que iba a hacer. Dejaría la habitación secreta sellada tal y como la había encontrado, y seguiría con mi vida normal, ignorando lo ocurrido como se ignora una presencia incómoda; intentaría que no afectase a mi imaginación —que era mi instrumento de trabajo— aunque intuía ya, que no me sería posible olvidar lo que había visto.

Y en un rasgo de optimismo, pensé que quizá esa misma visión podría ser una buena fuente de inspiración para mi próxima obra. La titularía «Eso que está ahí dentro».



Nunca iremos a Marte




—¿Marte? Qué tontería. Nunca iremos a Marte.

El hombre, al que me resisto a llamar anciano a la vista de su vigor intelectual y su agilidad de movimientos, echó un trago a su vasito de orujo.

El viejo café estilo art nouveau —refugio de pensadores ociosos, tertulianos pesados y estudiantes nostálgicos—  estaba a punto de cerrar. Los camareros limpiaban las últimas mesas y colocaban las sillas encima. Pero yo me resistía a retirarme sin obtener algo más de las estrafalarias opiniones de aquel hombrecillo.

—Nunca iremos a Marte, créame.
—Pero… todo el mundo habla de ello, hay incluso proyectos en marcha, hasta se venden pasajes para el futuro viaje
—No crea todo lo que lee en los periódicos… Hay muchas razones para que no vayamos a Marte. Le citaré al menos tres. La primera: ¿Se le ha ocurrido calcular cuánto cuesta poner un kilogramo de material útil sobre la superficie de la Luna? Pues búsquelo, los datos están por ahí a su disposición. Y hablo sólo de la Luna. Ahora calcule lo mismo para Marte. Verá que no hay en el mundo suficientes contribuyentes para el dinero que haría falta.
—Pero sólo por que sea caro no vamos a dejar de hacerlo. Fuimos a la Luna y
¿Y qué? ¿De qué sirvió, aparte de los alardes políticos de la guerra fría? Dígame cinco hallazgos valiosos que hayamos obtenido por ir a la Luna. ¿Qué está compuesta de silicatos de aluminio al igual que la Tierra? Eso ya lo sabíamos, para eso no hacía falta enviar astronautas a jugarse la vida, en seis (¿fueron seis?) viajes a la Luna, incluyendo un vehículo de cuatro ruedas para pasearse por toda aquella desolación. Si no se obtuvo ninguna información científica realmente valiosa, ¿qué esperamos encontrar en Marte que no pueda descubrir un módulo robotizado bien construído? Esa es la segunda razón. 
—Y qué me dice de los avances científicos derivados del proyecto Apollo y los que le precedieron?
—Amigo mío, aunque suene cínico, los avances científicos tienen lugar en las guerras, frías o no. Tiene que haber una motivación muy fuerte, como la supervivencia, para que la gente acepte gastarse toda esa pasta en viajes espaciales.
 —Exacto, la supervivencia, usted lo ha dicho. La Tierra se volverá un entorno hostil y necesitaremos buscar un lugar alternativo.
—¿Y se le ocurre Marte? Si sabe lo que costó llevar a tres personas a la Luna, imagínese llevar 7000 millones a Marte. Claro que, como dicen los optimistas, podríamos "terraformar" Marte, creando una atmósfera. No sabemos ni cómo diablos eliminar el exceso de CO2 de nuestra atmósfera, y vamos a crear una atmósfera de oxígeno en Marte. No me haga reír.
—Quizá es usted un pesimista. La tecnología avanza muy deprisa.
—En teléfonos móviles, puede. Pero el resto… Le recuerdo que las agencias espaciales están llenas y gestionadas de burócratas y funcionarios. Y por si no lo ha pensado, su objetivo principal es conservar sus empleos. Piense en 2001, la famosa película. Cuando Arthur C. Clarke escribió el guión allá por 1968, sus especulaciones nos parecían verosímiles a todos. Decíamos: En 2001 se podrá hibernar seres humanos, y ¡deshibernarlos después, claro!; se podrá enviar una nave a Júpiter con siete tripulantes, con gravedad artificial y todo. Ah, y una computadora muy lista, capaz de emular la inteligencia y los odios de los seres humanos; tendremos una base permanente en la Luna —la base Clavius— conectada a la Tierra con una "lanzadera" gestionada por "Pan American". No sé si se da cuenta del par de buenos chistes que contienen esas ideas. Algo macabros, eso sí, considerando las experiencias con lanzaderas espaciales y el triste fin de Pan American. Seamos realistas: la tecnología avanzó exponencialmente a raíz de la Segunda Guerra Mundial, pero después, con la guerra fría, frenó en seco. La tecnología que nos haría falta no estará disponible antes de, digamos 500 años. Y eso suponiendo que encontremos una forma eficiente de generar energía. Y que no nos hayamos extinguido antes.
—Sigo pensando que es usted un pesimista. La historia está llena de aventuras que nos trajeron avances insospechados. ¿Quien dice que no va a ocurrir de nuevo?
—Sí, le acepto que la posibilidad existe, pero la probabilidad es muy baja. Ir a Marte no nos traería ninguna ventaja apreciable, al menos de momento. Un planeta sin apenas atmósfera, sin agua, con temperaturas extremas… ¿Quién querría ir allí?. Marte no es una buena alternativa a nuestros problemas en la Tierra. Y esa es la tercera razón para no hacerlo. La Tierra es nuestra nave espacial. Y lo único que podemos hacer, en vez de buscar una nueva, es tratar de mantener limpia y en buenas condiciones de vuelo a la única que tenemos. 
—No sé si se ha dado cuenta de que los camareros están tratando de echarnos con buenas maneras
—Ya, ya me había dado cuenta. Pero verá, conozco un tugurio que está abierto hasta muy tarde donde podemos continuar la charla. Usted paga los orujos.
—Por mí, de acuerdo. Quizá pueda infundirle algo de optimismo respecto a la especie humana.
—Lo dudo. Lo único seguro de la especie humana es que nos extinguiremos, todas las especies lo hacen. Y si cree que va a haber tiempo para sus aventuras marcianas es que las matemáticas no son lo suyo.
—Vámonos o nos van a echar a escobazos. Y tengo más ideas para rebatir las suyas.
—Vámonos. He nacido para la polémica. Ya verá


La terra lacrimosa dolce, 
il vento che vola sopra, 
un pugno di pia gente, 
la terra lacrimosa dolce.





Hold On




Have no fear
For your light will shine bright
Hold it high
It will guide your path

(Wildwood Kin, Hold on)





Tres canciones




Una joven doncella reza a Dios:
"Dadme, amado Señor ojos azules;
Dadme, amado Señor, alas de halcón
Para volar sobre el blanco río Danubio;
Para encontrar un joven que sea mi compañero".





Hey there, Georgy girl
Swingin' down the street so fancy-free
Nobody you meet could ever see the loneliness there inside you…




You can get anything you want 
at Alice's Restaurant…


«Arthur Penn has said that the final scene was intended as comment on the inevitable passing of the counterculture dream: "In fact, that last image of Alice on the church steps is intended to freeze time, to say that this paradise doesn't exist any more, it can only endure in memory"». (Cineaste, Arthur Penn Interview, December 1993).

SOL LVCET OMNIBVS


I - el buen salvaje



Cuando entré en la sala de recepción, la escena no podía ser más chocante. La estancia, una gran habitación carente de cualquier clase de decoración, con moqueta y paredes grises, y una iluminación tan tenue que la hacía parecer un museo de arqueología, presentaba dos puntos de atención: en el centro, la mesa desde donde Leroy me miraba con gesto desesperado; y a un lado, un largo sofá, más bien una banqueta donde había un hombre sentado.

Fijé mi atención en el hombre, mientras hacía un leve gesto con la mano hacia Leroy: "espera". El hombre iba desnudo. No completamente. Llevaba un taparrabos de piel, un collar de cuentas de colores, y un largo bastón irregular de madera.

Me acerqué a la mesa de Leroy.

—¿Quién es ese?— le dije bajando la voz.
—No tengo ni idea. Se ha presentado y ha pedido hablar con un supervisor.
—Tiene toda la pinta de haberse escapado de un manicomio…
—Lo sé, lo sé, pero no parece peligroso. He pensado que lo mejor era llamar a un analista y ver qué pasa.
—Mmmm… No me gusta nada… Podríamos inmovilizarlo y que seguridad se encargue, pero… no, vamos a hacer una cosa, voy a una sala de entrevistas y hablar con él. Creo que lo podría controlar llegado el caso.

Sabía que Leroy tenía debajo de la mesa un Colt de 9 milímetros y varias granadas de destello. Y el hombre tenía sólo su bastón de madera desgastada

¿Qué sala hay libre?
—Todas. Hoy está esto muy tranquilo. Podéis ir a la 4. Pero hay algo que me preocupa. ¿Cómo ha conseguido ese tipo pasar el control de seguridad y llegar hasta aquí así, sin más? Ten mucho cuidado. Y a poco que notes algo raro, toca el pedal.
—Sí, no te preocupes— Me acerqué al hombre. Me miró con gesto inexpresivo. En un vistazo pude apreciar varias cosas. A pesar de su aspecto neolítico, era civilizado. Nada de un nativo de la selva amazónica ni un aborigen australiano: Su piel blanca revelaba su escasa exposición a la intemperie, y el pelo, aunque algo largo y alborotado, no hacía tanto que había pasado por la peluquería. Y sus manos no eran las de alguien que las usa para trabajos duros; ni sus pies eran los de quien anda habitualmente descalzo. En resumen, se trataba de un disfraz. 

Empecé a pensar deprisa: Un freak que había hecho una apuesta; un activista del ecologismo; un visionario con alguna manía religiosa; un defensor de la vida natural, un vegano, un yogui, qué se yo… En el peor de los casos, un paranoico peligroso, un terrorista, un asesino en potencia, aunque aparentemente desarmado…

Le quité el bastón suavemente. Se resistió sin demasiada energía pero en seguida lo soltó.

—Esto se va a quedar aquí de momento. Vamos a hablar. Haga el favor de seguirme.

Le di el bastón a Leroy.

—Que lo pasen por rayos X. Asegúrate de que no es más que lo que parece.

Me dirigí a la sala 4 seguido por el hombre del taparrabos. Aunque él iba detrás mío, yo observaba de reojo su reflejo en las paredes de cristal. En la sala, sólo una mesa transparente de metacrilato, con un teclado y una pantalla incrustadas en un lado, y un par de sillas. Un reloj de pared cuyas pulsaciones podían oírse en el silencio de fondo. Me senté en el lado del teclado y el hombre enfrente. Miraba a su alrededor, aunque poco había que ver. Parecía curioso pero relajado.

—Tengo que informarle de que hay varios micrófonos y cámaras por toda la sala aunque no los vea. Y ahora… Perdone, ¿quiere un café, agua, alguna cosa?

Hizo un gesto negativo. Podía ver su forma de sentarse a través de la mesa transparente: Las manos en el regazo, los pies cruzados en x.

—Dígame cómo ha entrado, por qué está aquí y qué es lo que quiere de nosotros. No es que tenga mucha prisa, pero sea breve, no le pienso dedicar todo el día. Y por si no lo sabe, no soy el "supervisor" por el que usted ha preguntado. Soy analista y la única persona que va a hablar con usted hoy. Así que vamos al grano y dejémonos de payasadas.

El hombre lanzó un largo suspiro. Me miró, y su mirada parecía normal. Pero sé por experiencia que muchos locos pasan por personas perfectamente normales y racionales… hasta que aparece "su" tema, y de repente se descontrolan y todo se desbarata. Empezó a hablar.

—Sé que no me va a creer, pero tenía que decírselo. El mundo se va a acabar hoy, dentro de… catorce horas. Sí tenía que decírselo. En cualquier otra parte hubieran pensado que estaba loco. He entrado vestido normalmente. Me han pasado el bastón por el scanner. Les he dicho que tengo problemas de equilibrio. Les ha parecido bien y me han dejado pasar. Llevaba un identificador y una carta falsas. He entrado al servicio, me he cambiado de atuendo y aquí estoy. La razón de mi apariencia es que… —me dirigió una mirada de complicidad— a una persona normal no le van a hacer caso.
—¿Y a uno disfrazado de hombre de Cro-Magnon sí le van a hacer caso?
—Al menos despertará más curiosidad que si fuera con un traje gris como el suyo… por cierto, bastante desgastado… Por un momento me pareció que sonreía, como si la situación le pareciera cómica incluso a él mismo.

Mi modo de trabajo en estas situaciones es que debo creer todo lo que me digan. Mejor dicho, debo comportarme como si lo creyera, sin entrar en discusiones ni polémicas. Estas entrevistas no son una mesa de debate. Lo que debo hacer es obtener toda la información que me sea posible.

—El mundo se va a acabar hoy. De momento no se lo voy a discutir. Pero dígame ¿cómo lo sabe?
—Lo sé, y es lo que importa. Para su conocimiento, soy astrónomo. Se va a producir una llamarada solar. Ha ocurrido otras veces, pero no de esta magnitud. Y sé reconocer los síntomas. He creído que debía informar a alguien que no fuera la prensa.

Mientras le escuchaba, estaba escribiendo en el teclado incrustado en la mesa que él no podía ver. "Solar flare". Y leyendo el resultado. Había bastante información. Entre otras cosas, leí por encima: "flares like this one could have evaporated any atmosphere or ocean and sterilized the surface…"

El hombre seguía hablando. Se le había soltado la lengua: había entrado de lleno en el objeto de su obsesión.

—La llamarada durará apenas unos segundos, pero cuando haya pasado por la Tierra, esto será poco más que un pedrusco polvoriento parecido a la Luna. Desaparecerá la atmósfera. Todos los mares se evaporarán. La onda de choque será tán fuerte que todo lo que no esté bien sujeto saldrá volando. Por supuesto no quedará ni rastro de nada vivo. Ni siquiera notaremos nada, la radiación infrarroja nos habrá volatilizado en un instante. Que lleguen también rayos gamma o ultravioleta ya no será un problema… No cree nada de lo que estoy diciendo ¿verdad?
—Que lo crea o no es irrelevante. Si no hay nada que podamos hacer, ¿por qué me lo cuenta? Si usted supiera que alguien va a morir sin remedio dentro de pocas horas, ¿se lo diría? ¿y para qué?
—No sé… Quizá quiera hacer testamento, despedirse de sus seres queridos…
—Pero esto es completamente distinto, me habla usted de la desaparición de toda la gente ¿en qué les beneficia saberlo? 
—¡Tienen derecho! ¡tienen derecho a saber que esto se acaba!

Me quedé pensativo unos instantes.

—Comprenderá que le vamos a retener, ya supondría que iba a pasar. Voy a hacer que le devuelvan sus cosas y se va a quedar con nosotros hasta que esto se aclare. No se preocupe, no es un hotel de lujo pero me encargaré de que esté cómodo. Venga conmigo.

Hizo un gesto de paciencia, como pensando "ya sabía yo que esto iba a ser así".

En recepción le expliqué a Leroy. 

—No es peligroso, pero lo vamos a dejar en observación. Que le devuelvan sus cosas. El bastón ese nos lo quedamos. Nada con lo que pueda hacer daño a nadie ni hacérselo él mismo. Inmovilizado, bridas, camisa de fuerza, lo que os parezca. Que vengan un médico y un psiquiatra a ver qué le pasa. Para mí que es un episodio psicótico, pero parece tán normal… No sé. Yo me voy a casa. Voy a escribir el informe. No me llaméis a no ser que pase algo gordo, que se acabe el mundo o algo así…


II - good day sunshine





Camino de casa paré en el aparcamiento del centro comercial y me quedé mirando al sol. Decir "mirando al sol" no es exacto, no se puede mirar al sol directamente. Pero veía de lado su brillo, notaba su calor. Recordé su tamaño real y la distancia que nos separa de él y apenas podía creerlo. Qué pocas veces somos conscientes de esas cosas

Hice un par de llamadas y me dirigí a casa.

—¿Hay vida inteligente por aquí?— grité al entrar.
—Sí, aquí arriba— oí decir a Selena en el dormitorio.

Estaba allí en el vestidor, sentada en el suelo, todo lleno de cajones y ropa desordenada.

—Tratando de poner orden en el caos…
—En algún momento hay que hacerlo.
—Déjalo todo. Nos vamos a cenar a Mastro's. Ponte fina y elegante pero sin pasarte.

Se quedó inmóvil mirándome.

—¿Qué pasa, te han dado un bono de esos que os dan bajo mano?
—Ya te he dicho muchas veces que no nos dan ningún bono bajo mano… Es sólo que hoy… ha pasado algo especial y he decidido hacer algo especial yo también.
—Cuenta, ¿qué ha pasado?
—Se ha presentado un desequilibrado diciendo que el mundo se acaba hoy, esta tarde, poco antes de la puesta de sol. Y he pensado que una buena cena era lo apropiado.

Me miró con gesto de ligera reprobación.

—Sabes que en el Mastro's nos van a meter un clavo que ni te cuento…
—Ya lo sé, pero ¿qué quieres? El mundo no se acaba todos los días…

Se echó a reír.

¿Sabes que ese es el argumento de El Restaurante al final del Universo? Un lugar fuera del tiempo donde los clientes pueden contemplar el fin del mundo mientras cenan.
—Sí, recuerdo que lo leí hace tiempo… Douglas Adams, un genio. ¿Sabías que murió en Santa Barbara?
—Había un personaje, Arthur Dent, que consigue averiar el computador que controla una nave espacial pidiéndole una taza de te… al parecer la tarea era demasiado compleja para el computador. Cualquier día te lo harán a tí en una de vuestras salas de entrevistas.
—Muy graciosa. Vístete que nos vamos.
—¿Nos vamos? ¿Y todo este lío?
—Todo ese lío se va a quedar así. El mundo se acaba, ¿recuerdas?

Salimos, cogimos el Mini y nos dirigimos al sur.

—Puedes ver el menú en internet, así vas pensando qué podemos pedir— le dije a Selena.

—Vamos a ver… aquí está. "Pinzas de Cangrejo Rey de Alaska"… Oooh, mucho trabajo y poca materia. "Tartar de atún Ahi". Esto ya es mejor. A ver que hay por aquí… ¿Sabías que hay una cerveza de Canadá que se llama "Unibroue La Fin du Monde"?
—Eso sí que parece adecuado. Mira a ver los vinos.

—"Grace Lane Riesling, Yakima Valley". Ay señor, ¿hay algún sitio donde no hagan vino hoy en día?

—Creo que estamos ya muy mayores.
—"Serra Da Estrala Albariño", está mal escrito, es "Estrela"; "Santa Margherita Pinot Grigio, Alto Adige". Este suena muy bien.
—Veo que la cosa va de marisco y vino blanco.
—Creo que es lo más adecuado.
Vivamus, mea Lesbia, atque amemus,
rumoresque senum severiorum
omnes unius aestimemus assis.
Soles occidere et redire possunt:
nobis, cum semel occidit brevis lux,
nox est perpetua una dormienda…
—Muy romántico. Como se te haya ocurrido contratar un mariachi te rayo el coche con una llave.
—Que no cunda el pánico. No hay mariachis en el Mastro's

Un rato después estábamos en la mesa que había reservado, en la esquina de la sala del restaurante orientada al suroeste. Sentados de cara al gran ventanal. Ante nosotros el sol se acercaba al horizonte. El disco solar aparecía deformado, achatado, de un color rojo intenso. Ahora sí se le podía mirar directamente.

La cena había sido muy buena; el sitio, tranquilo; la velada, perfecta.

—Bien, se va acercando el momento. Señora, un placer haberla conocido.
—Suerte que has tenido, mamón.
—Tampoco tú puedes quejarte. Oye, ¿no has notado como un



The right time and place







Marion: "Whatever can those people be doing down there, like a lot of ants? A surprising number of human beings are without purpose, though it is probable that they are performing some function unknown to themselves."

Miranda: "Everything begins and ends at the exactly right time and place…look!"

(Peter Weir, Picnic At Hanging Rock, 1975) 

Di lo que vendes




Hace ya tiempo se ha extendido la estrategia de vender por teléfono. Está uno en su casa, por ejemplo, suena el teléfono (fijo si aun existe o móvil en otro caso) y habla una persona, con frecuencia de acento latino, que nos suelta un discurso del tipo: «Buenos días. Mi nombre es X y quisiera hablar con Don Y (yo). ¿Es usted el titular de la línea?».

Este formato de llamada indica claramente que alguien nos quiere vender algo. Si el nombre X del llamante tiene un matiz excesivamente clásico (p.ej. «Mi nombre es Arístides») que suena a nombre de dictador sudamericano, entonces se confirma que se trata de un intento de venta.

Como no me gusta recibir información no solicitada (si necesito algo lo busco yo mismo o voy a una tienda a conversar con el encargado), el objetivo es no perder el tiempo en una conversación inútil, ni hacérselo perder a Arístides. Él es un empleado eventual de una empresa de televenta, le han pasado una lista de nombres y números de teléfono, y su objetivo es hacer el máximo de llamadas, si es posible con algún resultado positivo.

Para eludir estas situaciones utilizo varias tácticas, dependiendo de lo inoportuno de la llamada, del grado de amabilidad de Arístides o de mi estado de ánimo, así, en general. Posibles respuestas:

—«No, no soy Don Y, se ha equivocado de número». Cuelgo.

—«Soy el mayordomo mayor de Don Y. Si me deja su recado, él le llamará». Arístides cuelga.

—«Operaciones. Dígame su código». (Esta me la copié de la película 'Los Tres Días del Cóndor'). Arístides se quedará algo descolocado (a pesar de estar acostumbrado a escuchar respuestas de lo más variado) y dirá lo primero que se le ocurra para mantenernos en línea. Hay que repetir, en el mismo tono impersonal: «Operaciones. Dígame su código». Aquí, o bien Arístides se raja y cuelga, o cuelgo yo, pero con un mínimo de daños colaterales, como puede verse.

—«Páseme con su supervisor». Arístides no quiere que yo hable con su supervisor, así que dirá que:

a) Su supervisor está en el aseo. Respondo: «Pues yo tambien estoy en el aseo y tendría usted que ver en qué lamentable estado». Cuelgo.

b) No tiene supervisor. Respondo: «¿No tiene supervisor? ¿Es que se dedica usted a vender desde su propio domicilio móviles robados?». Arístides se cabrea y dice algo que revela sus orígenes («Coño-e-su-madre», «Gallego-e-mierda», «Pendejo», etc.). Y cuelga.

—«Le habla el contestador de Don Y. Si se trata de una oferta de telefonía, pulse 1. Si es para identificar teléfonos activos, pulse 2. Si llama desde otro país, pulse 3. En otro caso, permanezca a la espera, Don Y le atenderá en breve».

(Aquí le meto la sinfonía 40 de Mozart, ese cacho que todos conocemos, y si lo tengo a mano, un fragmento de la bella canción venezolana de Victor Pérez «Campesino, di lo que vendes»). Si al cabo de un minuto Arístides sigue en línea (un profesional como la copa de un pino), quito la música y le digo «Todos nuestros operadores se encuentran ocupados en estos momentos. Don Y le ruega disculpe las molestias. Llame pasados unos minutos». Aquí la reacción de Arístides suele ser similar al caso anterior, apartado b).

Pero hay otra variante: La llamante es una mujer, de nacionalidad española, y vende algo menos vulgar que servicios de telefonía. Antes de que alguien me llame machista, diré que es mucho más frecuente que las mujeres se dediquen a la venta por teléfono que a otras actividades, como Capitana de Corbeta. (Obsérvese que digo «capitana», como hacen los socialistas). Las razones no son discriminatorias. Dejo el análisis a gentes con más tiempo libre y temperamento polemista.

Pondré como ejemplo un sucedido real reciente:

—Hola, mi nombre es (cualquier nombre femenino de la subclase OT: Mireia, Aitana, Miriam, etc.). Le llamo de (nombre de una compañía de seguros de salud). ¿Hablo con Don Y?

Le hago ver que un seguro médico, dada mi quebradiza salud, tendrá tantas exenciones que se va a quedar casi sin comisión, pero ella dice:

—No, no, no es un seguro médico, es un seguro de defunción.
—Señorita —le digo. Yo siempre digo «señorita» a no ser que me esté presentando a su marido, marida, o como coño se diga ahora —estoy comiendo. ¿No me puede llamar en otro momento y dejarme comer en paz sin hablarme de mi defunción?

Intuyo, en mi ignorancia, que un seguro de defunción es que te mueres, y te pagan algo, para compensar, digamos.

—Es para los gastos del entierro y demás —especifica la señorita.

¿Entierro? Oh, no, no, no me jodas, Mari Carmen. Antes prefiero ser parcialmente incinerado y arrojado a las aguas del Ganges en época del monzón; o que me dejen en algún remoto santuario del Himalaya, momificado y amojamado por la sequedad y la altura, para que los buitres locales aprovechen mis restos; o que me metan en un drakkar vikingo, le peguen fuego y me suelten mar adentro en aguas de Dinamarca (poco ecológico para los daneses, ellos siempre tán finos); o que me congelen en alguno de los muchos centros ad hoc que hay en California, hasta que encuentren la forma de hacerme recuperar la salud y la vida y me descongelen. (Esta opción me da un poco de grima, a la vista de cómo queda el pescado congelado y luego descongelado).

La señorita, que evidentemente ha recibido un cursillo (ahora se dice masterde marketing, donde le han indicado que, para que el presunto cliente empatice con ella, debe mostrar alguna debilidad/dolencia etc. dice:

—La verdad es que hoy no debería haber venido a la oficina ya que la («dolencia») me tiene algo baja de forma.

«dolencia» puede ser por ejemplo, «migraña» o «lumbalgia». Nunca «resaca» o «dismenorrea» ya que en este último caso la conversación irá por derroteros ignotos, alejándose del tema de la venta, que es el objetivo a cumplir. Tampoco se deben mencionar cosas como «colon espástico», aunque sea verdad, porque entonces al presunto cliente le entrará tál repelús que colgará el teléfono (bueno, ahora los teléfonos no se cuelgan, se pulsa el icono de cortar la llamada), y con las prisas y el susto, puede que le dé al icono de «Ajustes del teléfono», lo que le conducirá a todo un Universo de Nuevas Experiencias, donde se perderá la venta, el cliente y su salud mental.

Sí, ya lo decía Virgilio: Un dios nos ha preparado estos ocios.

That's all, folks. Espero que mis consejos os ayuden a enfrentaros a esas duras situaciones que, tarde o temprano, nos encontraremos en nuestras vidas.

Y recordad siempre: «it's always five o'clock somewhere»