Di lo que vendes




Hace ya tiempo se ha extendido la estrategia de vender por teléfono. Está uno en su casa, por ejemplo, suena el teléfono (fijo si aun existe o móvil en otro caso) y habla una persona, con frecuencia de acento latino, que nos suelta un discurso del tipo: «Buenos días. Mi nombre es X y quisiera hablar con Don Y (yo). ¿Es usted el titular de la línea?».

Este formato de llamada indica claramente que alguien nos quiere vender algo. Si el nombre X del llamante tiene un matiz excesivamente clásico (p.ej. «Mi nombre es Arístides») que suena a nombre de dictador sudamericano, entonces se confirma que se trata de un intento de venta.

Como no me gusta recibir información no solicitada (si necesito algo lo busco yo mismo o voy a una tienda a conversar con el encargado), el objetivo es no perder el tiempo en una conversación inútil, ni hacérselo perder a Arístides. Él es un empleado eventual de una empresa de televenta, le han pasado una lista de nombres y números de teléfono, y su objetivo es hacer el máximo de llamadas, si es posible con algún resultado positivo.

Para eludir estas situaciones utilizo varias tácticas, dependiendo de lo inoportuno de la llamada, del grado de amabilidad de Arístides o de mi estado de ánimo, así, en general. Posibles respuestas:

—«No, no soy Don Y, se ha equivocado de número». Cuelgo.

—«Soy el mayordomo mayor de Don Y. Si me deja su recado, él le llamará». Arístides cuelga.

—«Operaciones. Dígame su código». (Esta me la copié de la película 'Los Tres Días del Cóndor'). Arístides se quedará algo descolocado (a pesar de estar acostumbrado a escuchar respuestas de lo más variado) y dirá lo primero que se le ocurra para mantenernos en línea. Hay que repetir, en el mismo tono impersonal: «Operaciones. Dígame su código». Aquí, o bien Arístides se raja y cuelga, o cuelgo yo, pero con un mínimo de daños colaterales, como puede verse.

—«Páseme con su supervisor». Arístides no quiere que yo hable con su supervisor, así que dirá que:

a) Su supervisor está en el aseo. Respondo: «Pues yo tambien estoy en el aseo y tendría usted que ver en qué lamentable estado». Cuelgo.

b) No tiene supervisor. Respondo: «¿No tiene supervisor? ¿Es que se dedica usted a vender desde su propio domicilio móviles robados?». Arístides se cabrea y dice algo que revela sus orígenes («Coño-e-su-madre», «Gallego-e-mierda», «Pendejo», etc.). Y cuelga.

—«Le habla el contestador de Don Y. Si se trata de una oferta de telefonía, pulse 1. Si es para identificar teléfonos activos, pulse 2. Si llama desde otro país, pulse 3. En otro caso, permanezca a la espera, Don Y le atenderá en breve».

(Aquí le meto la sinfonía 40 de Mozart, ese cacho que todos conocemos, y si lo tengo a mano, un fragmento de la bella canción venezolana de Victor Pérez «Campesino, di lo que vendes»). Si al cabo de un minuto Arístides sigue en línea (un profesional como la copa de un pino), quito la música y le digo «Todos nuestros operadores se encuentran ocupados en estos momentos. Don Y le ruega disculpe las molestias. Llame pasados unos minutos». Aquí la reacción de Arístides suele ser similar al caso anterior, apartado b).

Pero hay otra variante: La llamante es una mujer, de nacionalidad española, y vende algo menos vulgar que servicios de telefonía. Antes de que alguien me llame machista, diré que es mucho más frecuente que las mujeres se dediquen a la venta por teléfono que a otras actividades, como Capitana de Corbeta. (Obsérvese que digo «capitana», como hacen los socialistas). Las razones no son discriminatorias. Dejo el análisis a gentes con más tiempo libre y temperamento polemista.

Pondré como ejemplo un sucedido real reciente:

—Hola, mi nombre es (cualquier nombre femenino de la subclase OT: Mireia, Aitana, Miriam, etc.). Le llamo de (nombre de una compañía de seguros de salud). ¿Hablo con Don Y?

Le hago ver que un seguro médico, dada mi quebradiza salud, tendrá tantas exenciones que se va a quedar casi sin comisión, pero ella dice:

—No, no, no es un seguro médico, es un seguro de defunción.
—Señorita —le digo. Yo siempre digo «señorita» a no ser que me esté presentando a su marido, marida, o como coño se diga ahora —estoy comiendo. ¿No me puede llamar en otro momento y dejarme comer en paz sin hablarme de mi defunción?

Intuyo, en mi ignorancia, que un seguro de defunción es que te mueres, y te pagan algo, para compensar, digamos.

—Es para los gastos del entierro y demás —especifica la señorita.

¿Entierro? Oh, no, no, no me jodas, Mari Carmen. Antes prefiero ser parcialmente incinerado y arrojado a las aguas del Ganges en época del monzón; o que me dejen en algún remoto santuario del Himalaya, momificado y amojamado por la sequedad y la altura, para que los buitres locales aprovechen mis restos; o que me metan en un drakkar vikingo, le peguen fuego y me suelten mar adentro en aguas de Dinamarca (poco ecológico para los daneses, ellos siempre tán finos); o que me congelen en alguno de los muchos centros ad hoc que hay en California, hasta que encuentren la forma de hacerme recuperar la salud y la vida y me descongelen. (Esta opción me da un poco de grima, a la vista de cómo queda el pescado congelado y luego descongelado).

La señorita, que evidentemente ha recibido un cursillo (ahora se dice masterde marketing, donde le han indicado que, para que el presunto cliente empatice con ella, debe mostrar alguna debilidad/dolencia etc. dice:

—La verdad es que hoy no debería haber venido a la oficina ya que la («dolencia») me tiene algo baja de forma.

«dolencia» puede ser por ejemplo, «migraña» o «lumbalgia». Nunca «resaca» o «dismenorrea» ya que en este último caso la conversación irá por derroteros ignotos, alejándose del tema de la venta, que es el objetivo a cumplir. Tampoco se deben mencionar cosas como «colon espástico», aunque sea verdad, porque entonces al presunto cliente le entrará tál repelús que colgará el teléfono (bueno, ahora los teléfonos no se cuelgan, se pulsa el icono de cortar la llamada), y con las prisas y el susto, puede que le dé al icono de «Ajustes del teléfono», lo que le conducirá a todo un Universo de Nuevas Experiencias, donde se perderá la venta, el cliente y su salud mental.

Sí, ya lo decía Virgilio: Un dios nos ha preparado estos ocios.

That's all, folks. Espero que mis consejos os ayuden a enfrentaros a esas duras situaciones que, tarde o temprano, nos encontraremos en nuestras vidas.

Y recordad siempre: «it's always five o'clock somewhere»




Vespula vulgaris III - …aunque sean innumerables…




Everything that can happen, will happen. (Hugh Everett)


12250000000 D.C.

Ha pasado mucho tiempo.

El enjambre de avispas vuela por el vacío interestelar, sin rumbo determinado.

No son avispas comunes, son el resultado de una larga evolución, seres inorgánicos, móviles, comunicados entre sí, de tamaño invisible.
  
Surgieron mucho antes de la gran extinción que acabó con la especie humana y la mayoría de las demás especies. Aunque para entonces los humanos habían conseguido integrar sus mentes en sistemas inorgánicos, ello no impidió que la gran extinción acabara con ellos, ya que la causa fue un gigantesco pulso de rayos gamma que tuvo lugar dentro de la Vía Láctea, apuntando por desgracia a la Tierra, y que destruyó todo lo que se basaba en la electrónica. Las avispas también habían adquirido inteligencia —cosa que no sucedió con las laboriosas abejas ni las organizadas hormigas— y habían llevado sus mentes diminutas a entes mecánicos igualmente diminutos que se esparcieron por el universo y gracias a ello se libraron del pulso de rayos gamma y de la extinción. Y por ahí siguen.

Han progresado mucho. Gobiernan la materia y el tiempo, actúan instantáneamente, por un acuerdo entre todas que se produce sin discusión y sin elección, como el vuelo de una bandada de estorninos. Contemplan la aparición y el fin de las estrellas. Aprenden, modifican la estructura del universo, viajan, bailan, se desplazan de uno a otro extremo del mundo en un instante.

Siguen llamándose a sí mismas avispas, ya que tienen sentido del humor. A veces se llaman avispillas, otras avispones y otras su antiguo nombre formal: Vespula vulgaris.

Una avispa comenta:

—Podríamos crear otra vez la Tierra y resucitar a los hombres…

No hay conversación como tal. El pensamiento se transmite al instante por todo el enjambre y éste reacciona, tiembla y especula.

—¿La Tierra? ¿Otra vez?
—Aquello era un desastre.
—No hay ninguna razón para hacerlo.

La avispa que habló en primer lugar argumenta.

—A los hombres les gustaría volver a vivir de nuevo…

El enjambre se muestra inquieto, si tal palabra se puede aplicar a esa nube de entes inorgánicos.

—¿Los hombres? Recordad cómo eran.
—Ni uno entre un millón valía gran cosa…
—Pero a ellos les gustaría. Les gustaría volver a vivir— continúa la primera avispa.
—Seguro que sí —ironiza el enjambre— pero ¿acaso hay alguna razón para hacerlo?
—Porque podemos— contesta la primera avispa—. «Aunque los seres sensibles sean innumerables, juro salvarlos a todos». 

La idea está lanzada, la semilla arrojada, el enjambre piensa en fracciones de segundo, la idea se abre paso, se impone por sí misma.

—Podemos hacerlo.
—¿Resucitar a los hombres? ¿Incluyendo a todos los malvados?
—Nadie puede ser muy malvado mientras le están picando cien avispas.
—Aprenderían en seguida…

Algo parecido a un murmullo de risas recorre el enjambre.

—Podemos hacerlo.
—Tenemos la información.
—Y tenemos la energía necesaria.
—Sólo nos falta la voluntad.
—Pongámonos a ello.
—Esperad, hay que buscar un sistema solar…
—¿Buscar? Los hay a millones. Mira ese planeta…
—¡Una atmósfera de metano! No puede ser.
—Hay que poner bacterias que fabriquen oxígeno.
—¡Tardaremos millones de años…!
—¿Y qué? Tenemos todo el tiempo del mundo. Si los hombres han estado muertos todo este tiempo, no les importará esperar unos millones de años más…
—¿Los resucitaremos a todos?
—A todos. Y no faltará ninguno.
—Como decían los budistas: «aunque sean innumerables…»
—«…juro salvarlos a todos»
—Manos a la obra. Pero ¿por qué no se nos ha ocurrido antes? ¿De quién ha sido la idea? Tú, avispa, ¿por qué se te ha ocurrido?

La avispa que había hablado en primer lugar experimentó algo que, en otro tiempo y en otras circunstancias se hubiera llamado azoramiento.

Titubeó, expresó el acto virtual equivalente a ruborizarse. El enjambré lo percibió y esperó en silencio.

—Veréis… una vez, hace muchos, muchos años, un hombre me salvó la vida…






Vespula vulgaris II - Quiet Observer





A man is truly ethical only when he obeys the compulsion to help all life he is able to assist, and shrinks from injuring anything that lives. (Albert Schweitzer)


2005 D.C.

Tumbado en la hamaca. Un Martini en la mano. La piscina azul ante mí. El aire fresco del verano ya concluído rozando la piel desnuda. Vacaciones, nada en qué pensar. La superficie del agua reflejando el sol. Asociaciones de ideas sin conexión. Todos los músculos relajados, el cuerpo inmóvil, como paralizado por su propio peso. Un momento en que el tiempo parece detenido.

Los demás andan por ahí cerca, tratando de distraer a los niños. ¿Será ya hora de comer? Qué importa, alguien me avisará.

Algo cambia en mi campo de visión. La superficie de la piscina, antes tersa como un espejo, se agita suavemente. Una sucesión de círculos concéntricos se forma y se esparce sobre el agua.

En el centro, algo se mueve.

Me incorporo un poco para ver mejor. Es una avispa que ha caído al agua. Se ha acercado demasiado tratando de recoger agua para construir su nido.

Dejo el Martini en la mesa, me pongo las gafas de sol y me levanto de la hamaca. Me acerco al borde de la piscina. La avispa está a metro y medio del borde, pataleando inútilmente. 

Arrodillado junto al borde de la piscina, atraigo el agua hacia mí con movimientos lentos de la mano. La avispa se va acercando, está ya sólo a medio metro. Los niños se aproximan curiosos.

—¿Qué es, qué es?
—¡Un bicho, un bicho!
—¡Te va a picar!

Cuando la avispa está suficientemente cerca, hago un cuenco con ambas manos y la recojo junto con algo de agua. La transporto unos metros más allá, sobre un tramo de baldosas soleadas. Los niños me siguen, haciendo gestos de asco y aprensión.

—¿Qué hacéis vosotros ahí?— pregunta alguien.
—El tío Carlos está salvando una avispa— responden los niños.
—Una avispa ahogada.

La avispa no se mueve. Parece muerta. Me siento a su lado junto con los niños, que comentan con su pragmatismo habitual.

—Se ha ahogado.
—Ha tragado demasiada agua.

Pasan varios minutos. Los niños empiezan a aburrirse por la falta de acción. Me quito las gafas y, con una patilla toco levemente una antena de la avispa. El animal se estremece y agita convulsamente las patas. Los niños chillan excitados.

—¡Está viva, está viva!
—¡Te va a picar!

Vuelvo a tocar la antena de la avispa y ésta se incorpora sobre sus patas. Se tambalea, apenas se sostiene. Penosamente intenta limpiar sus ojos y sus alas del agua salada y clorada de la piscina.

Los niños saltan y vociferan.

—¡El tío Carlos ha salvado una avispa!

Al poco, la avispa ensaya un aleteo y de pronto, cuando aun parece apenas recuperada, emprende el vuelo y se aleja. Los niños vuelven con el resto de la gente y yo regreso a mi hamaca, me pongo las gafas y termino mi Martini.

El agua está otra vez quieta, el sol ha bajado un poco, el otoño continúa su avance.

Oigo vagamente a los niños contando mi hazaña a los mayores. Elsa comenta en voz suficientemente alta como para que yo le oiga:

—Avispas, insectos, lo que sea. Siempre igual. Y sólo en las piscinas.

Los demás se acercan y ocupan las hamacas próximas.

—Oye, Carlos, ¿qué historia es esa de las avispas?
—No te habrás hecho de una secta…

La misma historia, las mismas explicaciones…

—No es para tanto…
—Yo creo que estás interfiriendo en la naturaleza, es poco ecológico. Si la avispa se cae al agua deberías dejarle morir, si no nunca aprenderán a evitar las piscinas.
—Es más sencillo, la avispa está ahí, y yo puedo elegir que se ahogue o que siga viviendo— digo sin mucho énfasis.
—Ah, bueno, Carlos el Señor de las Avispas…
—El dueño de la vida y de la muerte…

Todos ríen y no tengo más remedio que reír con ellos.

—Sois muy rebuscados. Salvar a la avispa me resulta… gratificante. No tiene ningún mérito. Y me compensa del pequeño esfuerzo de levantarme de la hamaca…
—Elsa, tu marido se va a hacer de Greenpeace.
—De la asociación Salvad a la Avispa.
—Pero ¿no era salvar a las abejas?
—Cuidado con este maniático o acabaréis arruinados…
—…Y adiós piscinas…
—…Y adiós Martinis…

El agua de la piscina está otra vez lisa como un lago en invierno, el sol un poco más bajo, el otoño se afianza.

—¿Alguien quiere otro Martini?




Mermaid swimming in the pool (YouTube - 'Elizabeth Swims' channel)


Vespula vulgaris I - Taming of the Tiger





What does not engage our feelings does not long engage our thoughts either
(Lou Andreas-Salomé)


958 D.C.

Xiè Chun Zhú entró en la habitación del maestro.

Hizo tres reverencias y se acercó a la pequeña tarima donde el maestro Wang Xing Chi, sentado con las piernas cruzadas, el mentón apoyado en algo semejante a un corto cayado, parecía dormitar. Wang era ya muy anciano.

Xiè se arrodilló ante la tarima y se inclinó hasta tocar el suelo con la cabeza. Wang abrió los ojos.

—Xiè Chun Zhú viene a mí con gesto abatido.
—Maestro, mi mente está llena de confusión— dijo Xiè haciendo una inclinación con la cabeza.
—Dime cuál es tu confusión.
—Maestro, hace ya muchos meses que pronuncié mis votos y aun hay cosas que no comprendo. Uno de los votos dice: "Por innumerables que sean los seres sensibles, juro salvarlos a todos". ¿Cómo podré salvarlos si son innumerables?

Wang permaneció en silencio. Nadie podría saber si estaba considerando la pregunta de Xiè o simplemente se había quedado dormido. Al cabo de unos instantes dijo:

—Oh, monje de ojos de topo…

Xiè permaneció de rodillas, confuso, preguntándose si con aquello el maestro daba por concluída la entrevista. Una avispa apareció volando en la estancia y se posó en una esquina de la tarima.

El maestro Wang cogió una de sus sandalias e hizo gesto de ir a aplastarla.

—He aquí una avispa. Dime, monje, ¿Es la avispa un ser sensible o no? Si respondes que sí, mientes, pues todos saben que una avispa jamás podrá alcanzar el estado del Buda. Si respondes que no, mientes igualmente, pues si arranco un ala de la avispa, sufrirá tanto dolor como si te arranco un brazo a tí. ¡Responde, monje, o la avispa morirá!

Xiè se sintió angustiado, como se había sentido durante los últimos meses cada vez que le correspondió visitar la habitación del maestro para plantearle alguna pregunta en una de las entrevistas  formales.

¿Qué debía decir? Ninguna contestación parecía adecuada. Debía manifestar al maestro mediante una respuesta acertada, que había logrado algún grado de comprensión, pero su mente estaba bloqueada después de meses de dilemas sin solución.

Los músculos de Xiè estaban tensos como la cuerda de un arco, los dientes apretados, la mirada fija en la avispa. 

Supo entonces que la barrera que le impedía progresar era su propio miedo, que tenía que dar el paso, aquel era el momento, era entonces cuando todo se iba a decidir. Si no era capaz, pasaría el resto de su vida entre preguntas absurdas sin solución. Se sintió como al borde de un precipicio, un precipicio pavoroso, pero al cual debía arrojarse para ser liberado. Precisaba de mucho coraje y no estaba seguro de tenerlo.

Sin saber cómo, se levantó de un salto y, con un rápido gesto de la mano, atrapó la avispa. La avispa le picó en la palma, Xiè abrió la mano con un grito de dolor y la avispa salió volando.

Xiè se quedó mirando la palma de su mano, los ojos desmesuradamente abiertos. Un sudor frío bañó su cuerpo de pies a cabeza, y quedó paralizado.

—¡Inútil saco de arroz, cómo te atreves…!— le escupió Wang.

El maestro levantó su cayado como si fuese a golpearle, pero Xiè extendió la mano y sujetó el antebrazo del anciano. Ambos quedaron frente a frente, mirándose a los ojos. Era el momento. Algo debía romperse justo entonces.

—Aun no has contestado a mi pregunta— dijo Wang.
—Tu pregunta es muy estúpida. Hasta el monje portero sabría contestarla.

La expresión furibunda del maestro desapareció súbitamente, sustituída por otra de curiosidad y sorpresa, como quien acaba de encontrar algo que creía perdido.

Xiè soltó el brazo del maestro. Wang bajó su cayado y le miró fijamente.

—¿Ya no te duele la picadura, monje?
—Ya no me duele, maestro.
—¿Dónde está ahora la avispa?
—La avispa voló, maestro.

Wang sonrió.

—Esta mañana estás muy despierto, ojos de topo…

Xiè volvió a arrodillarse ante la tarima, la cabeza tocando el suelo, y permaneció así varios minutos. Finalmente levantó la vista hacia el maestro y dijo:

—Cuando estuve en la morada de Qian Sú Liàn aprendí las Cuatro Nobles Verdades del budismo y el Óctuple Sendero de la Rectitud, pero el clima era muy frío y no había muchas avispas.

El maestro hizo un leve gesto de aprobación con la cabeza.

Xiè Chun Zhú se retiró haciendo reverencias.




Ukiyo




Desde hace mucho tiempo, de hecho milenios, los filósofos, científicos o simples pensadores a tiempo parcial, se han planteado una cuestión cuyo enunciado parece a primera vista, una simpleza: ¿Existe la realidad?

Claro —responde el hombre-masa— claro que la realidad existe. Y añade una ironía muy propia de él, con la que cree remachar su aseveración y de paso, hacerse el gracioso: —Prueba a clavarte un alfiler en la mano y verás cómo sí que existe la realidad.

Pero yerra en la cuestión. Por supuesto que la punción del alfiler duele, me duele a mí, sin que ello sea prueba de la existencia del alfiler, del irónico hombre-masa, o ni siquiera de mi propia existencia. Lo que sí hay es un conjunto de corrientes eléctricas entre las neuronas de mi cerebro, que me producen un sentimiento molesto, en el sentido de no deseable, que llamo dolor.

Pero todo sin exclusión podría ser sólo eso: un conjunto de corrientes eléctricas en mi cerebro que me hacen pensar que existe una realidad exterior. El hecho de que las demás personas —sus sombras en la caverna de Platón— afirmen experimentar reacciones similares me lleva a suponer por el principio de la navaja de Occam que mi experiencia, la de ellos y todo lo que hay fuera es real. Pero el principio de Occam no es una prueba científica, es sólo un criterio probabilístico. 

El fantasma del subjetivismo persiste. La realidad podría ser sólo realidad virtual. Si es suficientemente buena, sería indistinguible de la realidad real.

Y a fin de cuentas, la cuestión no es tan relevante: Tanto si la realidad existe como si no, el hecho es que estamos jodidos: Esto, todo esto no va a acabar bien, no puede acabar bien, está diseñado para que no acabe bien. Por tanto, su mayor o menor grado de realidad no es tán importante, es sólo una distracción para pensadores con demasiado tiempo ocioso.

Por lo que he decidido acercarme a ese bar donde dan unas croquetas cojonudas, un salmorejo fuera de lo común y un vino de El Bierzo que quita er sentío. Eso si que es realidad.

*

Living only for the moment, turning our full attention to the pleasures of the moon, 
the snow, the cherry blossoms and the maple leaves; singing songs, drinking wine, 
diverting ourselves in just floating, floating; caring not a whit for the pauperism 
staring us in the face, refusing to be disheartened, like a gourd floating along with 
the river current: this is what we call the floating world…

Asai Ryōi, Ukiyo monogatari, (Tales of Floating), 1660. Quoted in Richard Lane, Images of 
the Floating World, Oxford University press, Oxford 1978. P. II




Meeley




Todo empezó en 1968. Estaba yo por aquel entonces moviéndome entre las islas del Pacífico. No tenía un destino concreto. Iba de un sitio a otro según las pistas que iba encontrando aquí y allá. Mi objetivo era escribir una crónica de la Segunda Guerra Mundial, pero centrada en las pequeñas historias. No las grandes batallas, lo que todo el mundo conocía ya, Iwo-Jima, los bombardeos de Tokio, la batalla del Mar de Coral… No. Yo buscaba las pequeñas anécdotas, las absurdas escaramuzas de islas conquistadas y reconquistadas por uno y otro bando, atolones en apariencia sin valor estratégico. Y el recuerdo de todo ello en las poblaciones nativas, el Imperio Japonés, los marines americanos. Y quizá con todo eso componer un mosaico de la historia desconocida, escribir un libro… con suerte el Pulitzer… Bueno, grandes expectativas quizá para nada. Pero mientras tanto, vivía bien, carta blanca de mi editorial, a la que había conseguido vender el proyecto; cheques regulares de mi agente… Y todo ello con buen clima e historias interesantes por todas partes. Así pasé todo el verano —allí siempre es verano— del 68. 

Hasta que un día, alguien me habló de la dama inglesa y todo cambió.

La dama inglesa había estado viviendo allí (yo estaba entonces por las islas Phoenix)  desde siempre, según decían por la zona. Por supuesto no era cierto. No se trataba de una aventurera británica de las que hay tantos ejemplos. Pero lo que hizo que mis orejas de zorro periodístico se pusieran de punta fueron los detalles que iban apareciendo poco a poco.

La dama inglesa había llegado en avión; un aterrizaje forzoso en una playa, en el que murió el hombre que la acompañaba; algunos decían que no era inglesa, sino americana; estuvo enferma mucho tiempo, entre la vida y la muerte; había sufrido graves quemaduras; luego se restableció y se quedó a vivir allí. Nunca dijo su nombre. Y muchos recordaban claramente que llegó en Julio de 1937.

Todas las alarmas se encendieron en mi cerebro. No podía dormir. Era demasiado extraordinario para ser real. Todos los datos coincidían. Tenía que ser ella.

La gente con la que hablé insistía en que regresó a Inglaterra tras quince años viviendo en la isla. Pregunté por algún resto del accidente pero sin éxito. Había pasado demasiado tiempo y nadie recordaba nada concreto sobre el avión. Pero sí encontré un dato que me hizo ponerme en marcha y decidir ir a Europa sin dilación: alguien conservaba la dirección donde, aparentemente, la dama vivía en Inglaterra.


*  *  *

Dos meses más tarde me encontraba en Londres, en South Kensington, entre las dos columnas de la entrada de una pequeña casa victoriana blanca, con una placa dorada que decía "Fr. Eckhart". Había concertado una cita con la excusa de escribir un reportaje sobre la arquitectura del barrio, tras conseguir de mi agente referencias adecuadas. 

Me abrió ella misma. El rostro era inconfundible, a pesar de que una parte de él mostraba un aspecto rugoso y oscuro, las cicatrices del accidente.

Su apariencia era convencional, el normal en una dama londinense de unos 70 años que espera una visita no demasiado protocolaria.

—Señora Eckhart… 

Y en la pausa, al ver su gesto, supe que no me había equivocado. Sabía quién era, y ella sabía que yo lo sabía.

—¿Amelia…?


*  *  *


Me invitó a tomar el te, como corresponde, y dejó de forzar su acento británico, parecía como si su anonimato hubiera dejado de ser un problema.

Me contó que decidió quedarse en el Pacífico, en parte porque estuvo mucho tiempo gravemente enferma, y en parte porque se le hizo evidente —por los periódicos americanos que, aunque con mucho retraso llegaban a la remota isla— que su imagen y el misterio de su desaparición habían empezado a ser utilizados por la prensa con fines que le parecían impropios. Sólo su ansia por volver a volar le hubiera hecho regresar, pero hubo momentos en que pensó que nunca podría hacerlo de nuevo.

Observé en una estantería del pequeño piso una maqueta de acero brillante del Lockheed Electra 10E y se lo señalé.

—Sí, lo encontré en un mercadillo. Es todo lo que queda de aquella época.

Inicié entonces mi campaña de persuasión. Debía volver a la luz pública, argumentaba yo.
Todas las personas que la habían aclamado y admirado tenían derecho a saber que seguía viva. Por no hablar de su familia. Ya había pasado demasiado tiempo y no debía temer al acoso de la prensa.

Creo que me pasé de la raya en mi vehemencia, o en mis ansias por un buen reportaje, quizá un libro, y no me di cuenta de que Amelia se iba poniendo más y más tensa, repitiendo "No, no, no me obligue a regresar". Insistía en que su vida había cambiado y no tenía intención de volver al pasado.

En un momento dado estábamos casi, sin saber cómo, gritándonos. Ella, una anciana que parecía defenderse aterrorizada de algo a lo que no quería volver, y yo, el impertinente joven periodista, insistiendo, insistiendo.

Cuando me arrojó a la cabeza la maqueta del Lockheed Electra no lo vi venir.


*  *  *

Amelia terminó su te con calma. Tenía edad, experiencia y coraje para no perder los nervios ante situaciones como aquella. El hombre yacía muerto en el centro de la pequeña sala. Ahora sólo había que pensar en cómo deshacerse de él, y tenía tiempo para pensar.

Y una semana después, Amelia estaba en una agencia de viajes. ¿Cómo era de complicado llegar hasta Kiribati? ¿Cuánto le costaría? Porque estaba decidida a regresar al Pacífico, a quedarse allí hasta el final de sus días, a morir donde realmente debía haberlo hecho la primera vez, si no fuera porque en un golpe de suerte el destino le había permitido vivir unos años más, unos años miserables a los que había llegado el momento de poner fin.






Necesito un trago




Con tantas series de televisión americanas malamente traducidas, pronto nos veremos en diálogos como estos:

—¿Qué pasa, campeón?
—Que te jodan
—¿Quieres saber algo?
—Tengo que vivir con ello
—¿Bromeas?
—Dímelo a mí
—Sé cómo te sientes
—Genial
—Mierda
—Te diré algo
—Vale
—¿Cuál es tu problema?
—Te sorprenderia saber…
—Odio hacer esto
—Supongo
—¿Quieres hablar de ello?
—Seré sincero
—¿A quién quiero engañar?
—Dime algo que no sepa
—Me encanta este trabajo
—Eres un perdedor
—La mala noticia es que…
—Rendirse no es una opción
—Así se habla
—Brindo por eso
—Apuesto a que…
—Me tomaré eso como un no
—Esa es mi chica
—Esto no me está pasando
—Siempre quise decir esto
—Puedes hacerlo
—Todo el tiempo
—¿Puedes creerlo?
—Créeme
—Esto no ha acabado todavía
—¿Quieres apostar?
—Que parte no entiendes de…
—Todo va a salir bien
—No queremos que pase eso
—Trabaja duro, colega
—Sal de tu zona de confort
—¡Vamos, vamos, vamos!
—Nunca creí que diría esto