Cinema Show




(Madrid. De nuestra corresponsal especialista en cine Ifigenia López.)

Hemos quedado con Cassandra Martínez en una terraza algo mugrienta de la estación de Atocha. Cuando nos ve, levanta la vista del móvil y se quita los audífonos.  Nos saluda efusivamente. Tras las presentaciones, iniciamos la entrevista.

Ifigenia López: Cassandra, gracias por prestarnos algo de tu tiempo. Ya sabrás que te has convertido en la sensación del momento. Después de tu éxito con "Maltratada y humillada" del director revelación Aitor Pérez, todos quieren saber de tí. Dinos, ¿cómo va el nuevo proyecto en el que andas metida?

Cassandra Martínez: Superguai. Estoy superfeliz y me siento superrealizada de que un director como Koldo Arrizabalaga se haya fijado en mí para el casting de su nueva película. Al menos de momento tengo mogollón de likes.

IL: ¿Te lo esperabas? ¿Pensabas que podías estar en su lista de candidatas?

CM: Ni de coña. Cuando me lo dijeron empecé a flipar. Y yo que no tengo ni puta idea de interpretación… Un crítico decía que en las escenas dramáticas lo que hago es hablar a gritos, bueno, creo que es cosa de familia, todos hablamos a gritos, jeje. Y también decía que sobreactúo, o sea, que no actúo, lo siguiente. Una pasada. Koldo dice que soy un diamante en joya.

IL: Y ¿qué tal ha sido tu encuentro con Koldo? ¿Habéis conectado bien?

CM: Sí, superbien. Figúrate, un tema tán novedoso y rompedor, ambientado en la posguerra franquista… He aprendido mogollón de cosas con Koldo. Es tán fashion y tán superrompedor, tán icónico. Imagínate, rodando exteriores en Minglanilla en Agosto y el tío no se quitaba la bufanda ni para mear. Todo tán rollo Hishcoc, superprofesional, una pasada. Super trendy, tán now, tán classy…

IL: ¿Y los estudios Tomacine cómo son? ¿Te sorprendió el ambiente?

CM: Sí, sí, son superguai y superimpresionantes. Bueno, nosotros los de la profesión lo llamamos el set. Es como un hangar enorme, lleno de gente que no sabes qué hace cada uno, y que se pasan el rato yendo al aseo. Yo creo que es por el estrés. Y el local con ese look descuidado, tan cásual, con mierda por todos los rincones… Koldo dice que le gustan los ambientes naturales, rollo superrealista, dice que una vez Lars von Trier dijo "Aunque todo parezca una puta mierda, tú sigue rodando". Es un genio. Fíjate la de cosas que estoy aprendiendo…

IL: Pero también sabemos que hiciste tus pinitos en Hollywood…

CM: Sí, bueno, aquello fue un flop. Los americanos están en una onda espadas láser, ya sabes, rollo Marvel. Aquí en cambio es todo mucho mas superintelectual, en plan malos tratos, ambiente decimonónico, ya sabes, posguerra civil y tal, o tema yonqui. Allí en los Yues, bueno, así es como lo llaman ellos, parece que se han pasado a lo friqui. Pero también aprendí un montón de cosas. Me dijo un mejicano que no has estado realmente en Los Ángeles si no te comes los tacos de su garito y no te compras un bolso supercaro en Rodeo Drive.

IL: ¿Y qué tal los tacos?

CM: Los tacos están que te cagas. Literalmente. En Elei hay que dejar propina y buena. El mejicano me dijo "stick it up your ass", que quiere decir "que te vaya lindo en tu audición". Se aprenden un montón de cosas viajando.

IL: Bueno y vamos al lío. Los Goya. ¿Qué esperas este año?

CM: Bueno, ya me toca, Esto va por orden de lista, Ya sabes, nos damos los premios unos a otros y cuando termina la ronda volvemos a empezar.

IL: Entonces ¿no hay sitio para las nuevas promesas?

CM: Claro que sí, la gente palma y deja sitio a los demás. Está super bien organizado. Luego hay que echar un discurso, pero corto, y decir que el cine español es cojonudo. Como dice Koldo, si repites algo muchas veces, se convierte en realidad. Lo llama la posrealidad. Es un supergenio.

IL: ¿Te ves a tí misma bajando la escalinata con el Goya entre las manos? ¿En plan Gloria Swanson?

CM: ¿En plan qué?

IL: Nada, es que me he acordado de una cosa…

CM: Claro que me veo, Aitor es candidato, también le toca este año, así que… Y yo de superstar de la peli, todo tán icónico y guai. Pero hay que tener cuidado con la escalera… Bajar con el cabezón en las manos y con tacones de quince pulgadas… quiero decir… quince centímetros, ya sabes desde que estuve en los Yues se me ha pegado lo de las pulgadas, bueno, un rollo, el caso es que te puedes caer y pegarte un hostión, y encima el Ministro de Cultura en primera fila partiéndose el culo de risa. No es muy glamuroso, es una profesión jodida.

IL: O sea que, con tu triunfo con Aitor y ahora tu nuevo proyecto con Koldo vas directa al
estrellato.

CM: Wow sí, sería superguai, una pasada, entre los dos me han enseñado mucho, me han enseñado cosas supercool, cosas que no creía que existieran.

IL: Pues nada, Cassandra, te deseamos la mejor de las suertes y verte otra vez el año que viene con el cabezón entre las manos.

CM: Ay tía, dios te oiga. Pero esto del cine también puede ser un mal rollo. Hay que ir pasito a pasito y no querer comérselo todo el primer día.

IL: Hasta siempre Cassandra.

CM: Gracias tesoro, y gracias a mis fans. Ya nos veremos.



«Alright Mr. DeMille, I'm ready for my close-up»



The Ocean




Ahí estás, sola, junto al mar que no tiene fin, buscando a alguien que has perdido. Me acerco, pero no demasiado. Disparo una ráfaga de fotos, casi sintiéndome culpable. Caminas de un lado a otro, sola, junto al mar que no tiene fin. Las botitas de goma rosa; la caperuza que quizá te cubra de una lluvia inesperada; la pequeña red para coger cangrejos. Sola, junto al mar que no tiene fin, buscando, buscando. Nadie puede verte  mas que yo.





Time out




El hecho de que el psicólogo fuese una mujer me sorprendió en un primer momento. Luego pensé que eran sólo prejuicios míos. Si te van a hacer, pongamos por caso, un bypass coronario, poco importa el sexo del cirujano. Basta con que sea competente y no le den calambres en las manos en momentos inoportunos.

Freud daba mucha importancia a la relación analista-paciente, hasta el punto de considerarla imprescindible para lograr un buen resultado terapeútico. Luego estas opiniones han sido revisadas y ya pocos las consideran relevantes. En mi caso no habría problema. A primera vista, la psicóloga me pareció solvente, aunque algo distante, neutral. Parecía prestar interés a lo que yo le contaba, y lo manifestaba con las preguntas que me hacía a continuación, Pero podría ser sólo un buen entrenamiento, rutinas adquiridas por la experiencia.

Nada de tópicos: ni yo estaba tumbado en un diván, ni ella tomaba notas en un cuaderno: Estábamos sentados a ambos lados de una mesa, donde había un grabador de voz con un punto rojo encendido. Tras los preliminares habituales, se quitó las gafas apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó las manos.

—Bueno, vamos al grano, ¿Qué le trae por aquí? ¿Qué es lo que le preocupa?

Pregunta jodida y la vez trivial. Me preocupaban las mismas cosas que a todo el mundo: La salud, la muerte, los seres queridos y su destino, las incertidumbres económicas, nada nuevo. Nadie va a un psicólogo sólo por esas cosas.

Era algo más sutil, más difícil de explicar, y a la vez me temo que mucho más común de lo que se cree. Resumiendo era esto: ¿Merece la pena vivir? ¿Aun en ausencia de problemas graves o penurias insoportables? Por qué esa sensación persistente como una jaqueca, de que no estaba haciendo algo como debería; esa sensación de insatisfacción, de fracaso, de tristeza que no llegaba a ser una depresión; esa sensación de incompletitud, de algo que falta pero no sabía qué; ese «esto no es como me gustaría, pero no sé por qué»; like a splinter in your mind, driving you mad

La psicóloga escuchaba en silencio, parecía que con atención y de vez en cuando, hacía alguna pregunta pertinente para aclarar algún detalle.

Lo solté todo. Y al cabo de un buen rato, cuando estaba ya, por así decirlo, lanzado, la terapeuta miró por encima de mi cabeza. Me volví y vi que en la pared a mis espaldas había un gran reloj colgado, que más parecía un reloj de cocina, pero que tampoco desentonaba en la decoración minimalista del despacho.

Me sonrió, aunque sólo con la mitad inferior del rostro. Ya sabéis a lo que me refiero, hay sonrisas que llenan el rostro y otras que son sólo una contracción de la boca.

—Bien, los psicólogos somos como los taxistas o las señoritas de vida alegre— me dijo en tono ligero, casi de broma —trabajamos por horas. Continuaremos en otro momento. Lo que puedo decirle por ahora es que sus preocupaciones son bastante comunes en nuestra cultura, y que en una primera evaluación, no veo en ellas nada patológico. De todos modos, le voy a recetar un par de cosas. Inocuas, no se preocupe. Un ansiolítico ligero y complejo vitamínico B.

Sacó de un cajón un talonario y una pluma, una preciosa Montblanc Meisterstück LeGrand, y se quedó quieta, mirándome, rígida, sin mover un músculo.

De repente pensé que le había dado un ataque de algo. Tardé en reaccionar. Iba a preguntarle si se encontraba bien. Me levanté de la silla.

Un pequeño panel, no mayor que la pantalla de un tablet, con una ranura en su parte superior, se desplegó sobre la mesa de cara a mí. Y allí, con letra clara y grande pude leer:


TIME OUT
INSERT COIN TO CONTINUE

y en letra más pequeña:


Allowed banknotes : EUR, USD, GBP, CAD, CNY, RUB
We accept credit cards: Mastercard, VISA, AMEX

Tras unos segundos, no sé cuántos, de parálisis, de estupor, rebusqué en los bolsillos y encontré una moneda de un euro. Lo introduje por la ranura.

La psicóloga, mirándome intensamente con aquellos fascinantes, grandes ojos, algo tristes, que con tanta fuerza traían a mi memoria los rasgos de una joven Greta Scacchi, dijo sonriendo, esta vez ampliamente:

Oh, so then you are really into birdwatching?

La moneda cayó por la ranura con un seco sonido metálico. La psicóloga continuó:

—Como le decía, no se preocupe demasiado. Pida hora a la enfermera de recepción. Ah, y no se olvide de la receta.

Alargó la mano hacia mí. Sentí mi cabeza inundada de sudor. Antes de estrechársela, dudé un instante, como suelen hacerlo los turistas en Roma cuando introducen la mano en la Bocca della Verità.




Flowers in the rain





En aquellos años trabajaba de consultor en una empresa que prestaba servicios de proceso de datos a otras.

Los desastres del 11S eran aun recientes. Todas las empresas empezaban a estar preocupadas por la seguridad, y muchas trasladaron sus centros de datos a las afueras de las ciudades. En uno de estos centros estuve trabajando una temporada. Era un edificio recién construído, simple, de una única planta baja, todo muy funcional, en un polígono industrial a una decena de kilómetros de la ciudad. 

Yo agradecía en particular el buen sistema de aire acondicionado del local  —estábamos en la España seca y era verano— y también un bar con bebidas frías. En los breves descansos a media mañana, solía salir al exterior —a la fachada norte buscando la sombra— a tomar una cerveza y fumar un cigarrillo.

El edificio estaba rodeado de grandes macetones de cemento pintados de blanco, con los que el arquitecto (los arquitectos suelen tener una visión muy idealizada de sus propios proyectos) había pensado rodear el edificio de vegetación. El clima extremo era algo que seguramente se le había pasado por alto (otro rasgo típico de los arquitectos). Así que siempre vi los macetones vacíos, aunque con algo de tierra, tierra compactada y seca donde nadie pensó nunca poner plantas.

Allí sentado, tomando mi cerveza y mirando el páramo llano, reseco, infinito, algo llamó mi atención en una mirada casual: en una de las esquinas interiores más umbrías de uno de los macetones, destacaba un punto verde. Me acerqué a verlo con mas detalle. Era una planta. Más bien la versión casi microscópica de una planta: Un tallo de apenas un par de milímetros y una pequeña hoja verde del mismo tamaño. Crecía pegada a la pared del macetón, que por lo demás estaba completamente vacío excepto por la tierra seca.    

No pude evitar recordar el tópico: La vida se abre camino en los lugares más insospechados. Y pensé si la pequeña planta sería el germen de un bosque futuro, un bosque para seres diminutos. 

Eché sobre la planta algunas gotas del agua que se había condensado en el exterior de mi lata de cerveza, y regresé a mis tareas.

Me olvidé de la planta, mi cabeza estaba en otras preocupaciones. Y al cabo de un par de meses volví a casa, al finalizar mi trabajo en aquél lugar que siempre me recordó —le habíamos puesto el apodo de «Área 51»— a alguna base militar secreta en medio de un desierto americano.

Al año siguiente, y por una casualidad, me volvieron a asignar una temporada de trabajo en el mismo cliente y el mismo lugar.

Llegué allí de nuevo, esta vez peleándome con un coche automático alquilado —en aquellos tiempos los coches automáticos eran todavía una rareza— y saludé a los antiguos conocidos de la empresa. Y empezaron las reuniones y los líos: lo habitual.

Y en el descanso matinal del primer día, saqué una cerveza de la máquina expendedora y salí al exterior, como solía hacerlo el año anterior. Esta vez el calor no era tan agobiante. Los macetones seguían vacíos.

Entonces recordé. Mi mirada fue hacia donde había visto la pequeña planta y me dirigí a aquella esquina. Pero a medio camino me detuve y pensé. Había varias posibilidades. Quizá la planta ya no estaba, asfixiada por la sequedad y el calor; quizá alguien había plantado —y después abandonado— otras plantas que habían acabado con el pequeño brote: competencia darwiniana; o quizá no había nada en absoluto dentro del macetón, hasta puede que hubieran retirado la tierra. 

Y pensé que ninguna de las opciones me gustaba, que prefería recordar la diminuta hoja verde tal como la viera un año atrás, tratando de sobrevivir en aquel ambiente hostil, prefería no saber qué había sido de ella. Y me quedé sentado cerca de la esquina opuesta, bebiendo pausadamente mi lata de cerveza.

De forma incongruente —suele pasarme con frecuencia— me vino a la cabeza una canción:


I'm just sitting watching flowers in the rain
Feel the power of the rain
Making the garden grow

Una grajilla llegó volando y se posó en la verja que delimitaba el recinto. Me miró y me lanzó un potente graznido nada amistoso. Como si me dijera: «¿Qué haces ahí sentado? Tú no eres de aquí, este no es tu sitio».



Ahí dentro




Llevaba meses tratando de encontrar el apartamento ideal.

Soy escultor. Mi oficio es el arte, Suena pretencioso, pero no sé de que otra forma llamarlo. Buscaba un  apartamento con detalles especiales. Un apartamento tipo buhardilla parisina, a pesar de que París me pillaba bastante lejos. Lo fundamental era una gran sala, el estudio, con luz natural abundante. Soñaba con un techo acristalado inclinado, orientado al Sur, que recibiera luz de sol por las tardes.

Me ofrecieron varias opciones, pero eran apartamentos interiores con luz cenital, faltaba espacio —un estudio de escultor puede ocupar mucho sitio entre materiales, obras inacabadas y trastos de toda clase usados como modelos. Y lo que me proponían no era el estudio idealizado que yo soñaba. Hasta que un día me llamaron de la agencia. Tenían lo que buscaba. «Perfecto, tal y como usted lo describió» me dijeron.

Nada más verlo sentí algo parecido al enamoramiento. Todo me parecían ventajas, e ignoraba las pegas, descartándolas como detalles sin importancia. Decidí quedarme allí. La mitad del espacio era lo que se iba a convertir en estudio, con una luz increíble. Y el resto —al cual no daba yo demasiada importancia— sería mi vivienda. Dormitorio y cuarto de baño. La mayor parte de mi vida iba a tener lugar en el estudio, el resto apenas me importaba. Como Erik Satie en su apartamento de Arcueil, el arte lo era todo, la vivienda sólo un medio de seguir vivo, de seguir creando. Y empecé a planear la mudanza desde el cubículo que había sido mi morada y mi estudio hasta entonces.

Hice dos cosas que hago siempre en un piso recién alquilado. Primero, una fumigación completa. Nunca se sabe —y es mejor no imaginarlo— qué han podido hacer en un piso sus anteriores inquilinos. Me dijeron que no podría entrar en al menos dos días, pero el procedimiento me aseguraría de la ausencia de bichejos como cucarachas, pececillos de plata, arañas, carcoma…

Realicé la mudanza, me instalé —estas maniobras son siempre más engorrosas de lo imaginado, y siempre surgen problemas sobre la marcha— y llevé a cabo lo segundo: Medir la superficie útil. No es que desconfíe de los dueños, pero si dicen 100 metros cuadrados quiero verificar que sean 100. Primero hago un croquis y luego mido las estancias para hacer un plano lo más exacto posible del lugar.

Y ahí empezaron las dificultades.

Los dueños me habían dicho: 70 metros cuadrados para un gran estudio bien iluminado; otros 70 para vivienda. Es decir, 140 metros cuadrados. Pero al hacer mi croquis y medir las estancias, me salían 131. Algo no cuadraba. Lo siguiente, sin prisas pero con la incómoda sensación de que te están escatimando una cantidad irrisoria, fue ir al ayuntamiento y pedir una copia del plano de la casa. Y luego hacer un esquema aproximado de la superficie, con ayuda de las fotos aéreas de SIGPAC y Google Maps.

Con toda esa información y algo de geometría, descubrí dos cosas: La superficie, según el contorno del piso eran, en efecto, 140 metros cuadrados. Pero la superficie útil interior eran sólo 131. Pronto descubrí la razón: Entre las paredes interiores del piso, había un espacio —que lógicamente debía ser de 9 metros cuadrados— sin ningún acceso desde el interior de la vivienda: una habitación secreta.

Me lo tomé como un problema policíaco, aunque esto me quitaba tiempo de mi trabajo. Con un taladro, perforé una de las paredes que lindaban con la supuesta habitación cerrada. Y luego introduje por el orificio un cable de fibra óptica —realmente algo parecido a un endoscopio médico— que permitía iluminar el interior, verlo e incluso sacar fotos. Moví el artilugio en todas direcciones.

En un primer momento, no vi nada más que una estancia vacía, amplia, oscura. Luego me habitué a la luz tenue y empecé a ver detalles. Y lo que vi me pareció imposible. No podía ser que lo que estaba viendo fuera cierto. 

Con las manos temblorosas, retiré apresuradamente el endoscopio, y alcancé de un manotazo el bote de resina epoxi, pegamento sintético que uso para mis trabajos. Y con él tapé cuidadosamente el orificio por donde había estado observando.

Sentado en el suelo, sudoroso, incrédulo, trataba de pensar cuál debería ser mi siguiente paso. La noche llegó mientras yo seguía allí, paralizado.

Me fui calmando, con la ayuda de una botella de Southern Comfort, y al cabo de un rato decidí, creo que sin muy buen juicio, qué es lo que iba a hacer. Dejaría la habitación secreta sellada tal y como la había encontrado, y seguiría con mi vida normal, ignorando lo ocurrido como se ignora una presencia incómoda; intentaría que no afectase a mi imaginación —que era mi instrumento de trabajo— aunque intuía ya, que no me sería posible olvidar lo que había visto.

Y en un rasgo de optimismo, pensé que quizá esa misma visión podría ser una buena fuente de inspiración para mi próxima obra. La titularía «Eso que está ahí dentro».



Nunca iremos a Marte




—¿Marte? Qué tontería. Nunca iremos a Marte.

El hombre, al que me resisto a llamar anciano a la vista de su vigor intelectual y su agilidad de movimientos, echó un trago a su vasito de orujo.

El viejo café estilo art nouveau —refugio de pensadores ociosos, tertulianos pesados y estudiantes nostálgicos—  estaba a punto de cerrar. Los camareros limpiaban las últimas mesas y colocaban las sillas encima. Pero yo me resistía a retirarme sin obtener algo más de las estrafalarias opiniones de aquel hombrecillo.

—Nunca iremos a Marte, créame.
—Pero… todo el mundo habla de ello, hay incluso proyectos en marcha, hasta se venden pasajes para el futuro viaje
—No crea todo lo que lee en los periódicos… Hay muchas razones para que no vayamos a Marte. Le citaré al menos tres. La primera: ¿Se le ha ocurrido calcular cuánto cuesta poner un kilogramo de material útil sobre la superficie de la Luna? Pues búsquelo, los datos están por ahí a su disposición. Y hablo sólo de la Luna. Ahora calcule lo mismo para Marte. Verá que no hay en el mundo suficientes contribuyentes para el dinero que haría falta.
—Pero sólo por que sea caro no vamos a dejar de hacerlo. Fuimos a la Luna y
¿Y qué? ¿De qué sirvió, aparte de los alardes políticos de la guerra fría? Dígame cinco hallazgos valiosos que hayamos obtenido por ir a la Luna. ¿Qué está compuesta de silicatos de aluminio al igual que la Tierra? Eso ya lo sabíamos, para eso no hacía falta enviar astronautas a jugarse la vida, en seis (¿fueron seis?) viajes a la Luna, incluyendo un vehículo de cuatro ruedas para pasearse por toda aquella desolación. Si no se obtuvo ninguna información científica realmente valiosa, ¿qué esperamos encontrar en Marte que no pueda descubrir un módulo robotizado bien construído? Esa es la segunda razón. 
—Y qué me dice de los avances científicos derivados del proyecto Apollo y los que le precedieron?
—Amigo mío, aunque suene cínico, los avances científicos tienen lugar en las guerras, frías o no. Tiene que haber una motivación muy fuerte, como la supervivencia, para que la gente acepte gastarse toda esa pasta en viajes espaciales.
 —Exacto, la supervivencia, usted lo ha dicho. La Tierra se volverá un entorno hostil y necesitaremos buscar un lugar alternativo.
—¿Y se le ocurre Marte? Si sabe lo que costó llevar a tres personas a la Luna, imagínese llevar 7000 millones a Marte. Claro que, como dicen los optimistas, podríamos "terraformar" Marte, creando una atmósfera. No sabemos ni cómo diablos eliminar el exceso de CO2 de nuestra atmósfera, y vamos a crear una atmósfera de oxígeno en Marte. No me haga reír.
—Quizá es usted un pesimista. La tecnología avanza muy deprisa.
—En teléfonos móviles, puede. Pero el resto… Le recuerdo que las agencias espaciales están llenas y gestionadas de burócratas y funcionarios. Y por si no lo ha pensado, su objetivo principal es conservar sus empleos. Piense en 2001, la famosa película. Cuando Arthur C. Clarke escribió el guión allá por 1968, sus especulaciones nos parecían verosímiles a todos. Decíamos: En 2001 se podrá hibernar seres humanos, y ¡deshibernarlos después, claro!; se podrá enviar una nave a Júpiter con siete tripulantes, con gravedad artificial y todo. Ah, y una computadora muy lista, capaz de emular la inteligencia y los odios de los seres humanos; tendremos una base permanente en la Luna —la base Clavius— conectada a la Tierra con una "lanzadera" gestionada por "Pan American". No sé si se da cuenta del par de buenos chistes que contienen esas ideas. Algo macabros, eso sí, considerando las experiencias con lanzaderas espaciales y el triste fin de Pan American. Seamos realistas: la tecnología avanzó exponencialmente a raíz de la Segunda Guerra Mundial, pero después, con la guerra fría, frenó en seco. La tecnología que nos haría falta no estará disponible antes de, digamos 500 años. Y eso suponiendo que encontremos una forma eficiente de generar energía. Y que no nos hayamos extinguido antes.
—Sigo pensando que es usted un pesimista. La historia está llena de aventuras que nos trajeron avances insospechados. ¿Quien dice que no va a ocurrir de nuevo?
—Sí, le acepto que la posibilidad existe, pero la probabilidad es muy baja. Ir a Marte no nos traería ninguna ventaja apreciable, al menos de momento. Un planeta sin apenas atmósfera, sin agua, con temperaturas extremas… ¿Quién querría ir allí?. Marte no es una buena alternativa a nuestros problemas en la Tierra. Y esa es la tercera razón para no hacerlo. La Tierra es nuestra nave espacial. Y lo único que podemos hacer, en vez de buscar una nueva, es tratar de mantener limpia y en buenas condiciones de vuelo a la única que tenemos. 
—No sé si se ha dado cuenta de que los camareros están tratando de echarnos con buenas maneras
—Ya, ya me había dado cuenta. Pero verá, conozco un tugurio que está abierto hasta muy tarde donde podemos continuar la charla. Usted paga los orujos.
—Por mí, de acuerdo. Quizá pueda infundirle algo de optimismo respecto a la especie humana.
—Lo dudo. Lo único seguro de la especie humana es que nos extinguiremos, todas las especies lo hacen. Y si cree que va a haber tiempo para sus aventuras marcianas es que las matemáticas no son lo suyo.
—Vámonos o nos van a echar a escobazos. Y tengo más ideas para rebatir las suyas.
—Vámonos. He nacido para la polémica. Ya verá


La terra lacrimosa dolce, 
il vento che vola sopra, 
un pugno di pia gente, 
la terra lacrimosa dolce.