Siempre me ha parecido que muchas cosas que los hombre hacemos con las mujeres, tales como grabarles una selección de canciones en un pen-drive, regalarles un libro, o acompañarles cuando van de compras, son sólo gestos patéticos, con los que intentamos que no se alejen demasiado, gestos que a la larga, nos producirán vergüenza, esa vergüenza de las cosas que recordamos haber hecho, y cuya memoria no podemos borrar. Si has visto algo, no puedes "des-verlo", como cuando vi a aquel gato con una pata atrapada en un cepo.
Es lo que me pasa con Marthe. Ella lo sabe y creo que me desprecia por ello. Pero yo hago como si no me diera cuenta y sigo igual.
Marthe no es muy agraciada, creo que su principal defecto es que parece tener siempre el pelo sucio. Tiene sentido del humor, y a veces nos reímos juntos, una risa cruel sobre las desgracias ajenas.
Ella siempre parece saber qué es lo mejor para los dos. Yo tengo unos criterios muy poco definidos, ella dice que todo me da igual, así que le sigo la corriente, lo cual nos suele llevar a situaciones complicadas y a veces terribles, como ocurrió con la enfermedad de su madre.
Ayer fuimos al cine. La película fue sugerencia suya, y venía acompañada de críticas muy buenas. A mí me pareció espantosa. No de esas que te levantas de la butaca y te vas, pero me pareció mala, o mejor dicho, es que no la entendí. El director, el guionista o quien fuera contaba una historia poco creíble —suele pasar con las películas— llena de insinuaciones oscuras y frases sin terminar, acompañado todo ello de una cinematografía amanerada, vamos, un desastre, yo no sé cómo le dieron tántos premios.
Y cuando le dije a Marthe lo que me había parecido, se enfadó mucho. Entonces empezaron las acusaciones que yo creo que no venían a cuento. Las cosas te gustan o no te gustan, pero no puedes culpar a la gente por ello. Pero a Marthe le pareció un agravio personal. Conseguí que se calmase, explicándole que a lo mejor era que yo no entendía determinada clase de cine, que soy más bien clásico, de películas de género. Me dijo que no era muy inteligente, aunque usó expresiones ambiguas para edulcorarlo.
No sé, creo que Marthe y yo no encajamos bien. No es que nos vaya mal, pero a veces algo se rompe entre nosotros y no hay forma de arreglarlo. Estoy pensando irme de casa, pero la verdad es que me da pereza, cada vez que pienso en la cantidad de cosas que tendría que cambiar.
Quizá es así como vive todo el mundo, a lo mejor es lo normal, y es sólo que a mí me da por pensar demasiado, en vez de quedarme quieto, quieto, a ver si el tiempo se detiene.
¿Nunca has limpiado una letrina? ¿Que no sabes lo que es? Ay, ay, ay, estos millennials… Del latín latrina latrinæ -> retrete. Los había en los baños de la antigua Roma, montados en batería, y en ellos se sentaban patricios, senadores &c. a comentar asuntos de negocios o de política, o sea como ahora:
—Entonces ¿tu crees, Lucius Caius Septimius, que los galos son una amenaza peor que los cartagineses? —Lo que creo, Anneus Maximus Aurelius es que has comido demasiadas coliflores.
Un inodoro (así llamado por motivos que no comprendo), un WC. ¿Ya? Bien a eso me refería. Seguro que eres varón, como se verá más adelante.
Si has estado en los Marines —como los de las películas— habrás limpiado letrinas seguro, aunque es poco probable que hayas estado en los Marines siendo como eres de Tomelloso. Lo más seguro es que alguien limpie tu letrina por tí. Puede ser una persona encargada al efecto (que suele ser mujer. [Nota a las feministas] no me pregunten por qué suele ser mujer, pero la estadística no engaña [Fin de nota a las feministas]). También puede que sea tu mujer, persona amable y consentidora, a la que le gusta tener la casa como los chorros del oro. (Dicen que hay un instinto ancestral en las mujeres que les lleva a la pulcritud en el mantenimiento del nido, pero si sigo por ese camino, me voy a pasar el rato con notas a las feministas, así que lo dejo ahí).
Para limpiar correctamente un retrete, oh docto varón que me lees, hacen falta dos cosas: equipamiento y determinación. Sobre todo esto último, ya que, al contrario que el equipamiento, la determinación no se puede comprar en el súper.
El equipamiento consistirá en un producto químico adecuado, de esos que se disparan con un gatillo, dos estropajos duros (ya que seguro que el primero acabará deshecho), guantes de fregar (sí, sí, de esos tán baratos, a ver si te crees que vas a hacer cirugía oftalmológica), y opcionalmente, aunque recomendable, papel de cocina y una esponja (quizá dos, por las mismas razones que el estropajo). No se los pidas a tu mujer, ya que te dirá algo como "¿Qué c*** estás tramando?". Sé discreto, mantén un aire despreocupado, no des pistas, James Bond.
Provisto de todo ello, necesitas la determinación. Recuerda a los pilotos suicidas japoneses, inspírate en ellos, ciñe tus sienes con la bandera del Sol Naciente, llena un vaso de saké, apúralo de un trago, ¡Banzai! Vamos, concéntrate, no tenemos todo el día, y el retrete sigue ahí, con sus fauces amenazadoras abiertas como el cráter de un volcán.
Mi recomendación es que te sientes ante el retrete en una banqueta de baño. Si intentas maniobrar inclinado o de rodillas acabarás deslomado. Escucha la voz de la experiencia.
Aprecia la magnitud del enemigo al que te enfrentas. Voces amigas te han dicho que el retrete está limpio. ¡Mentiras piadosas, sepulcros blanqueados! El retrete sólo parece limpio, lo suficiente para que ese visitante coñazo al que le da por mear en tu casa, no salga del cuarto de baño con expresión de horror y deshonre tu linaje.
Observa los detalles. Los retretes no son como los de Japón, que lanzan un chorrito de agua apuntando a tu ano, si tu geometría —sin duda distinta al fenotipo japonés— lo permite, ya que de lo contrario impactará en los aledaños. [Nota para potenciales lectores infantiles] Preguntad a papá qué son los aledaños [Fin de la nota]. Digamos que allí en el Pais del Sol Naciente, los retretes son híbridos (sí, como los Toyota), híbridos de retrete y bidé.
Por el contrario, los retretes de aquí se limitan a soltar el agua de la cisterna por debajo del borde, en una zona invisible e inaccesible que parece no existir. Pero ¡existe! Y va a ser tu principal enemigo. Analiza los restos de materias innombrables que se alojan y medran en esa rendija. Necesitarás un espejo. ¡No, no! No el espejo que usa tu susodicha para depilarse las cejas (y también tú lo haces, conocemos tus secretos, tus esqueletos en el armario). Necesitas un espejo parecido al que usan los TEDAX para ver si hay una bomba debajo de un coche. Sé creativo, improvisa, no empieces ahora a poner pegas. Tal espejo te revelará lo que no querías ver, lo que nadie quiere saber, la cruda realidad.
Ponte los guantes. ¡No te mojes las manos todavía! Demasiado tarde. Ahora debes esperar a que se sequen o los guantes no entrarán. Están diseñados para que funcionen así. Bien, póntelos ahora, esta vez sin sorpresas. Coge la botella de líquido limpiador con la mano izquierda y el estropajo con la derecha, y dispara una cantidad adecuada en la zona más dura del estropajo. Trabaja, rasca, sé metódico y concienzudo. Nadie ha dicho que fuera sencillo. Si se te cansa la mano, cambia de mano; si se te cansa la espalda… tómate un respiro. Abre la botella del whisky caro ese que tienes para las grandes ocasiones. Te lo has ganado, campeón. Tampoco te vayas a quedar traspuesto ahora, no es el momento. Levanta, regresa a tu puesto de combate y aférrate al estropajo. ¿Qué se ha desgastado? Eres un crack, pero ya te lo advertí. Coge el otro y adelante.
Cuando creas que el resultado es perfecto, o aceptable, o el retrete haya ganado la batalla y decidas que basta por hoy (lo primero que suceda de las tres cosas) recoge los instrumentos, haz reset a la determinación (ya no te va a hacer falta por hoy), y sobre todo, no se te ocurra decirle a tu mujer que tienes una sorpresa para ella, o corres el riesgo de decepcionarla (una vez más).
Piensa en la buena obra que has realizado, el acto perfecto taoísta, el deber por el deber kantiano, algo que nadie sabrá que has hecho (a no ser que disponga de un espejo adecuado). Y ahora puedes hacer caca feliz y satisfecho, con ese sentimiento de completitud, de que todo encaja, de que a pesar de los agoreros y los amargados, la perfección existe, el éxtasis es alcanzable, aunque fugaz y esquivo. Sí, comprendo que te emociones. Llora si es lo que necesitas, no te de vergüenza, los hombres también tenemos sentimientos. Y Cillit Bang.
Sí, todo hay que decirlo hoy en día en inglés. Underrated, o sea, subvalorado. Me refiero a cantantes, femeninas, de épocas pasadas, que nunca fueron valoradas como primeras damas de la música popular.
Se suele mencionar a Linda Ronstadt (posiblemente la mejor voz pop de la segunda mitad del siglo XX); o a Joni Mitchell, excelente como compositora y letrista, aunque estropeó su voz por culpa del tabaco; o la prematuramente desaparecida Laura Nyro. O en el terreno del folk, Mary Travers, Cass Elliot, y tantas otras.
Pero estas que traigo aquí hoy nunca traspasaron esa barrera invisible de la popularidad, nunca fueron famosas. Y sin embargo, sus cualidades como cantantes igualan o superan a otras más conocidas. Y tenían el coraje de pisar terreno desconocido.
Cantantes femeninas subvaloradas; ángeles olvidados; unsung heroines; chicas haciendo música por debajo del alcance del radar, poniendo la música por encima de cualquier otra cosa, a las que posiblemente no les prestásteis la atención que merecían, la que os estaban suplicando.
Julie Driscoll (+Brian Auger & The Trinity)
Julie Driscoll, de los tiempos del "swinging London". Apareció de repente con "This Wheel's On Fire", un cover de una canción de Bob Dylan. Junto con Brian Auger, un eficaz teclista con el órgano Hammond. Después pasó a segundo plano, y aunque ha seguido trabajando —como muchas— más para sus incondicionales, nunca alcanzó el status de diva. Su voz excepcional impresiona todavía hoy, para quien tenga la curiosidad y el tiempo para escucharla. Para mí, será siempre una de las grandes.
Sonja Kristina Linwood (Curved Air)
Sonja Kristina (aka Sonja Kristina Linwood) era profesional. Participó en el primer casting londinense de "Hair", y luego pasó a ser cantante de Curved Air, un grupo que intentó ir un paso más allá, hacer algo que no era prog-rock, algo como un género nuevo que dignificase el pop con músicos de calidad y un sonido peculiar que no tuvo imitadores (como le pasó a Jethro Tull o a King Crimson). Pero la gente ya no quería eso, así que pasó a los circuitos reducidos de seguidores fieles, eso sí que fue verdaderamente música "underground". Como todas estas, voz impresionante y presencia escénica única. De ella dice el que luego sería su marido, Stewart Copeland (batería de 'Police'):
Sonja Kristina has arrived on stage. Suddenly there is no band, no stage, no college kids. Just Sonja glinting in the green light. She moves like smoke across the stage, hardly seeming to move at all, but underdulating in slow motion. Who cares what the band is doing? As a muso I've never bothered with singers, considering them to be musical passengers. How wrong I've been! She's not even singing yet, and she owns everything.
Jacqui McShee (Pentangle)
Jacqui McShee. Considerada una de las tres grandes del folk británico, junto con Sandy Denny (Fairport Convention, Fotheringay) y Maddy Prior (Steeleye Span). Siempre discreta, cantando sentada, con gafas oscuras o una gran pamela ocultándole el rostro, decía en uno de sus discos: "Solía cantar con mi hermana, hasta que la cambié por cuatro hombres". Y vaya cuatro. Danny Thompson y Terry Cox, que habían trabajado con Alexis Korner, y John Renbourn y Bert Jansch, posiblemente los guitarristas más reputados de la escena folk británica. Jacqui, dotada de unas cualidades vocales que exceden lo que se entiende por "buena voz", rehizo "Pentangle", cuando ya Bert y John habían muerto, y siguió haciendo lo que le gustaba, creo que lo sigue haciendo aun, que Dios la bendiga.
Annie Haslam (Renaissance)
Annie Haslam. Posiblemente la mejor de todas. Con una voz fuera de lo común que abarca cinco octavas, es por muchos considerada la mejor voz blanca de la segunda mitad del siglo XX. Yo estoy completamente de acuerdo. Siguiendo su instinto, huyó de la música comercial, en la que podía haber sido la número uno, y se unió a un grupo peculiar, "Renaissance", que pretendían hacer (al igual que "Curved Air") algo un poco más allá del pop de la época, que empezaba ya a degenerar en cosas como el punk, y otras fiebres de sábado noche. Y al igual que las demás, arropada por un público fiel y ya algo maduro ha seguido haciendo lo que le gusta, sin concesiones a la industria. Es la J.D. Salinger de la música. Yo canto, y vender discos es accesorio, incluso innecesario. Una inspiración para quien sea capaz de apreciar el arte, en este caso musical.
Cuando le dije a un antiguo amigo del colegio que iba a pasar unos días en Galicia por motivos de trabajo, me dijo en seguida que aprovechara el viaje para hacerle una visita a él y a su familia a la que yo no conocía —mujer y dos niños— y pasar unos días de descanso en su casa.
Esa clase de ofrecimientos terminan siendo un arma de doble filo, un regalo envenenado. Por un lado, el estar viviendo de gorra en casa de un amigo le pone a uno en situación de desventaja: ellos no aceptarían que yo les invitase a comer o les compensara de alguna manera. En todo caso recibirían un regalo a mi llegada, algo casi simbólico, una especie de pago sobreentendido, al modo de los intercambios de regalos en la cultura japonesa. Pero ellos no eran japoneses, eran españoles. Mi amigo haría exhibición de sus triunfos, su bonita casa de veraneo a orillas de la Ría (¿qué Ría?), su coche, esposa, hijos y smartphone. Todo lo que un ciudadano de su perfil espera alcanzar en el cénit de la vida.
Pero por otra parte, su satisfacción por alardear de sus logros, no le compensaría de la sensación, algo opresiva, de tener en casa a alguien que no es de su clan.
De cualquier forma acepté (tras negarme el número de veces que el protocolo exige) y lo consideré uno de esos óbolos que la vida social nos reclama de vez en cuando. Intentaría aprovechar lo que de bueno tuviera la ocasión, por ejemplo, comer bien, eso que ahora llaman gastronomía.
Los días pasaron con relativa paz. Los niños no me importunaban, estaban muy bien educados; la esposa me dejaba suficiente espacio privado, sin intervenir apenas, un rol de esposa casi al estilo del Medio Oriente. Y él, "mi amigo", era el único algo pesado. Se empeñaba en darme conversación, cuestiones nada originales, política, economía… Hablaba como si fuera experto en ambas cosas. Bueno, creo que todos lo hacemos, especialmente en las situaciones que podríamos llamar de relaciones sociales, donde no hay ni intimidad, ni tampoco total desconocimiento: más bien algo intermedio.
Mi fama —que tántos años me había costado cultivar— de persona introvertida y algo aburrida, me permitía algunos ratos de soledad, paseos, paisajes, fotos, las aves del Atlántico… bueno, tengo que reconocer que en conjunto, fueron unos días agradables.
Y uno de estos días me llevaron a la playa. Dada mi desconfianza instintiva para con el mar, esperaba que no empezaran a presionarme con el clásico "¿no te bañas?". El clima por allí puede ser tán caluroso en verano como en cualquier otro sitio, aunque el viento fresco y húmedo del noroeste lo disimule. Pero seguro que el agua del mar estará helada, de eso no tengo duda.
—Te voy a llevar a un sitio que te va a encantar, a tí que te gusta la fotografía— me dijo mi amigo. Y fuimos a una playa que no se veía hasta llegar a ella, ya que estaba oculta tras una enorme duna. Al subir a lo alto de la arena, comprobé que mi amigo tenía razón. Era un lugar de rara belleza a pesar de su simplicidad: una playa pequeña, de no más de cien metros, salvaje, intocada. Una acusada pendiente arenosa, y dos promontorios rocosos de poca altura en ambos extremos le daban un aire de refugio, pero sin la sensación opresiva de esas calas escondidas entre acantilados.
La arena era muy gruesa, arena clara de granito, y en la playa no había nadie, ni siquiera huellas. Mientras ellos se instalaban, como siguiendo un ritual bien aprendido, yo me acerqué a uno de los promontorios del extremo con la excusa de hacer fotos. Al llegar arriba me encontré con que al otro lado, había otra playa idéntica, también vacía, excepto por una larga y gruesa cuerda de amarre, deshilachada por el mar y el sol.
De repente tuve la sensación de conocer el lugar, de haber visto en una visita anterior una barca, una barca de apenas tres metros, una de esas pequeñas barcas de colores vivos, algo despintada por el sol, amarrada a la cuerda. Pero era imposible: nunca había estado allí, estaba seguro.
Descendí por la arena y vi que había alguien. Una mujer sentada en una silla de lona, bajo una enorme sombrilla azul y blanca que en vez de clavada en la arena, estaba volcada. No entendía cómo no la había visto antes. Me acerqué por la línea de la costa para que me viera sin sorprenderse, pero no me prestó mucha atención. Cuando pasé ante ella, le saludé brevemente y ella hizo lo mismo.
Edad indeterminada; 40 o 50 años; vestido largo sin mangas, de color desvaído, casi ibicenco; sombrero panamá. Tuve la tentación inmediata de hacer una foto. El encuadre era perfecto. La mujer allí sentada leyendo bajo la gran sombrilla, sola en la playa recoleta y desierta, la sombra proyectada sobre el blanco talud arenoso.
Ya me estaba alejando cuando dijo:
—Usted no es de por aquí ¿verdad?
Regresé hasta donde ella estaba. Me miró a través de unas gafas de sol redondas, de estilo falsamente antiguo.
—No, estoy pasando unos días con unos amigos. —Pero sí recuerda haber estado aquí antes…
Aquella observación me dejó desconcertado.
—Sí, así es, esa es la sensación que tengo… ¿cómo lo ha sabido? —Sucede mucho en este sitio, la gente viene como perdida, saben que les recuerda a algo, pero no pueden dar con ello. Como cuando uno despierta recordando un sueño, y si deja pasar unos minutos el recuerdo se desvanece y es imposible recuperarlo. —Se me hace muy raro que hable así… ¿Doy esa impresión de extravío? —Por supuesto. Y no sabe cuánto. Debo decirle que lo lamento. Si regresa a la playa de al lado, donde se han quedado sus amigos, verá que ya no están. Realmente usted ha venido solo. Aunque se ha creado una ilusión, todo eso de "unos días con sus amigos"… una excusa para llegar hasta aquí.
Me reí un poco forzadamente.
—Parece usted una psicóloga experimentando con los turistas, le aseguro que me está inquietando. Si es lo que pretendía, lo ha conseguido. —Algo más que inquietud. Sueño o realidad. El problema es que hay que escoger. No se pueden tener ambas cosas a la vez. Y usted es un buscador de sueños. Y muy ávido. Ha hecho su elección, y ahora ya no hay realidad. Bueno, me voy a retirar. El sol está muy bajo.
Mi desconcierto aumentaba. Debí de poner cara de cuando a uno le roban la cartera.
Se levantó, cogió su silla plegable y un gran bolso de loneta y empezó a subir por la pendiente de la playa.
—Se deja la sombrilla. —Sí, suelo dejarla ahí, nadie la va a tocar. —Bueno, pues… buenas tardes y hasta otra. —Adiós. Y anímese, no ponga esa cara de pasmo.
Llegó a paso lento a lo alto de la playa y desapareció tras la duna. Hice una foto de la sombrilla desplegada, apoyada en el suelo junto al agua. En aquel momento me pareció una buena foto.
Regresé a la otra playa, y sentí como un calambrazo en la espalda al ver que estaba desierta. ¿Cómo podía ser? Había llegado allí con mi amigo y su familia. No podía haber transcurrido tánto tiempo, y sin embargo, el sol estaba ya casi poniéndose, tal y como había observado la mujer.
¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué es esto? El pánico se abatió sobre mí al comprobar que, por más que me esforzara, no recordaba algunas cosas, igual que se olvidan los sueños. Me costaba recordar los últimos días, pero lo que acabó de aterrorizarme del todo fue el comprobar que no recordaba mi nombre.
De entre los recuerdos que se iban deshaciendo en mi mente como el humo que se dispersa, me llegó, o más bien retuve en mi memoria el eco de una frase que mi amigo le había dicho a su mujer "vamos a ir a la playa de…" y el resto se perdía. Eran dos palabras, dos palabras sin sentido para mí, que se agitaban en mi cerebro como dos pájaros volando alocadamente, dos palabras que pronto se perderían en el olvido, dos palabras: Con Negro.
…Crying, "Where are the footprints that danced on these beaches and the hands that cast wishes that sunk like a stone?"
¿No habéis estado nunca en un hospital americano? No recomiendo la experiencia. Si os gustan las emociones fuertes y los subidones de adrenalina, más vale que os dediquéis al salto BASE. Porque un hospital americano (de USA) está lleno de sorpresas, como un juego de ordenador.
Lo primero que me pasó es que un médico en Jackson Hole me dijo que lo que tenía era un herpes zóster en el nervio trigémino derecho. Ese nervio tiene una rama que va al ojo, y podía destruirme la córnea. Eso lo entendí claramente. Y me sugirió el hospital más adecuado y más próximo.
Llegas al hospital, enfermo, jodido, chapurreando malamente el inglés, y te reciben con cara de "otro latino que se quiere colar en nuestro hospital". La situación puede ponerse tensa. No estás en la Clínica Mayo, ni en el Johns Hopkins, ni en el Mount Sinai: estás en un hospital de provincias (Salt Lake, UT), porque allí es donde te ha pillado el mal.
De repente tienes una epifanía. Dices "American Express". ¡Y te entienden! Esas cosas sí que no se les escapan. Entonces todo cambia. De repente pasas de ser "ese que quiere entrar" a ser un "cliente". En USA los enfermos no son pacientes, son clientes. Y si has podido probar tu solvencia económica, pasas al siguiente nivel.
Entonces un grupo de médicos se reúne contigo y evalúan tu caso. Ponen rostros serios, todo tiene que parecer más grave de lo que es, así, cuando te cures estarás doblemente agradecido, y no torcerás el morro al ver la factura.
Me dan un batín azul, de esos que se atan por detrás y te dejan literalmente con el culo al aire. Me ponen un gotero. El herpes duele un montón. Es como si te doliera toda la cabeza a la vez. No te deja dormir.
Mi primera visita es de un señor que representa los derechos del enfermo. Me dice que si tengo alguna queja, se lo diga, y le pondrán al hospital un pleito (en inglés "to sue", no lo olvidéis) que se les caerán las bragas. Servicio gratuito: por ser cliente, tengo derecho a un abogado.
Me muevo por los pasillos arrastrando un gotero con bomba de infusión montado sobre un trípode con ruedas, que me permite ducharme (sin mojar el aparato, maniobra algo jodida). Tengo el cráneo tán dolorido que las gotas de agua que me caen en la cabeza son como si me clavaran clavos. Un suplicio a cambio de algo de higiene.
Junto a la puerta de mi habitación veo un cajetín con un dossier: mi historial. Como nadie me lo impide, le echo un vistazo. En la ficha hay una casilla que dice "race". Me han clasificado como "Hispanic". Es la primera vez que alguien me dice mi raza. No sé por qué soy "Hispanic" si un polaco o un italiano son "European Caucasian". Cosas de gringos. Que les den mucho PC.
Por esos sitios conviene saber cómo se dicen algunas cosas que no son de la conversación cotidiana ¿Cómo se pronuncia "antibiotics"? Míralo en Google y acojónate. ¿Y HIV? Esto es importante saberlo porque te lo van a preguntar seguro. Sí, es el VIH, el virus del SIDA. Y ojo, no hagas bromas como mencionar la "corona española", o te verás rodeado de tíos en traje de astronauta.
"To start an IV" quiere decir ponerte una vía, o sea clavarte un catéter intravenoso permanente en el dorso de la mano, del que no te librarás hasta que te vayas de allí. No todas las enfermeras saben cómo hacerlo. Hace falta determinación, habilidad y rapidez. Me tocó un hospital clínico universitario, y las enfermeras (sí, todas mujeres) no se atrevían a pinchar con decisión, porque yo me quejaba (con motivos). Al final tuvo que venir "Rambo" (un médico de emergencias que iba en el helicóptero a atender desastres, y llevaba un cinturón lleno de artilugios, como un fontanero) y tras poner a caldo a las enfermeras, me clavó el IV hasta el hueso. Problema: El líquido que me inyectaban por el IV (aciclovir) endurecía las venas, y me tenían que cambiar el IV cada día.
La comida era sosa, como en todo hospital que se precie. Cuando el auxiliar vio mi escaso apetito, y habiendo consultado que yo era "Hispanic", me preguntó si prefería comida mexicana. ¡Oh no! ¡Ahora me van a dar jalapeños en la comida! Le dije que estaba bien, y que ya me las apañaba yo con lo que hubiera.
Por las mañanas venía el médico que se encargaba de mi caso, rodeado de una docena de estudiantes, y explicaba: "This gentleman was on vacation when, suddenly, caught a zoster". Y los estudiantes poniendo caras de "jo, qué mala suerte", y me sonreían dándome ánimos. Al poco apareció el fotógrafo oficial y me preguntó si tenía inconveniente en que documentase mis lesiones para beneficio de los estudiantes. "No problem". Así que me hicieron un "photocall". El único que me han hecho en mi vida. Y no, no había alfombra roja.
Una noche, no podía dormir por el dolor. Las cápsulas de Percocet no me hacían efecto y como no había mucho que hacer allí, tampoco me preocupaba perder sueño. Apareció entonces la enfermera de noche. (Como curiosidad, diré que las enfermeras en los hospitales de USA son mucho mayores que las de aquí. No sé si es que no quieren o pueden jubilarse, pero el caso es que cuando entras en un hospital, te lo ves lleno de abuelillas, muy amables, pero un poco pasadas de años). A lo que iba. La enfermera de noche —que me había contado que estuvo en la Segunda Guerra Mundial en Les Ardennes, y por lo tanto mi herpes le debía parecer una nimiedad— me preguntó si no dormía. Le dije que me dolía la cabeza, pero que lo podía aguantar bien. "No hace falta ser tán estoico", me dijo. Y añadió "enséñame el culo". En inglés ("show me your butt") no suena tán basto como en español. Así que me di la vuelta y abrí mi batín azul por atrás. Sacó, no sé de donde, una jeringuilla pequeña como las vacunas de la gripe y me la pinchó en el trasero.
Nunca he sentido nada parecido. Incluso antes de que sacara la aguja, el dolor hizo 'plop' y desapareció, como si hubiesen apagado un interruptor. Llevaba tántas horas aguantando las molestias, que me quedé dormido en el acto, en medio de una sensación placentera por todo el cuerpo. Luego supe que era morfina. Los americanos no se andan con tantas gilipolleces como los médicos españoles: si al cliente le duele, le quitamos el dolor y se acabó.
Y un buen día, al cabo de una semana, una enfermera apareció muy sonriente y me dijo: "Mr X, we are going to give you the discharge". O sea, le vamos a dar la "discharge".
¡La descarga! Me vino a la mente el electroshock que le dan a Jack Nicholson en "Alguien voló sobre el nido del cuco", pero resulta que no. Para vuestra información "discharge" es (entre otras cosas) el "alta". O sea que me iba a la calle.
Tras una discusión en caja sobre el precio de las dosis de aciclovir (que allí lo cobran a precio de oro), me largué. Adiós al Clínico de Salt Lake City y sus mormones empleados.
En el hotel me comí un "sirloin steak". En la recepción compré un billete de Delta Airlines a Los Angeles, donde había quedado con la guía turística. Los del hotel, cuya amabilidad siempre agradeceré, me llevaron al aeropuerto en un Chevrolet Express para mí solo.
Al llegar a LAX, salí buscando un taxi. Se me acercó un negro y me dijo: Por 20$ le llevo al downtown en mi limusina. Y señaló un coche así de largo, blanco y brillante. Me acomodé en el sofá de terciopelo rojo que constituía el asiento trasero. "¿Quiere alguna clase especial de música? ¿algo de jazz suave, Bill Evans, Thelonious Monk? Tiene un minibar a la derecha. Sírvase lo que le apetezca". Y así fue. "Four Roses". Cuando llegamos al hotel estaba dormido y el conductor, amable hasta el extremo, me llevó las maletas y me acompañó a recepción.
En el viaje de regreso, hice una escala en New York, y en ese primer tramo tuve como vecino de asiento en el avión a un mexicano que trabajaba en la ONU. Me estuvo contando cosas de su vida en los USA, muchas anécdotas curiosas, y terminó con una reflexión interesante: "Los gringos tienen muchas cosas buenas, justamente las que no imitamos. Su pasión por el trabajo bien hecho; su sentido de la libertad individual; su patriotismo sin fisuras… sí, tienen muchas cosas admirables, pero… son tán huevones…".
Es difícil decirlo de manera más precisa y concisa. Puede que los mexicanos sean poco más que un "big joke" para los gringos, pero éstos son sólo unos huevones para aquellos. Es lo que tiene la vecindad.
¿Hay una moraleja a todo esto? La hay. Si vais a los USA, por si tenéis la mala suerte de ir a parar a un hospital, llevad una American Express. O dólares en billetes de curso legal. Y no, sabed que la tarjeta de crédito de la caja rural de vuestro pueblo no sirve.